En plena llanura de Zhejiang, Tao Cheng distrajo su atención de una bandada de grullas, y leyó el mensaje que le había enviado una paciente: «Ni las hierbas que traes de allá pueden curar esto».
Tao abrió la foto adjunta, y debió cerrar los ojos: nunca había visto algo tan horrendo, ni siquiera podía adivinar qué parte del cuerpo había sido fotografiada.
Minimizó la foto y le contestó: «Yo se lo advertí, señora Elena».
«Probá con el chino ―le insistía Juana―, te digo que es bueno».
Elena ya había probado todas las cremas y pastillas ―y cómo olvidar las inyecciones― que le había recetado su último cirujano plástico, una eminencia. Qué sentido tenía probar ahora con un chino estafador.
Se notaba una leve mejoría con los tratamientos del mejor dermatólogo de Buenos Aires, profesional de merecido prestigio. Pero ella seguía sin reconocerse en el espejo. Veía solo las marcas, las ampollas, la piel brillante y derretida y amarillenta: las secuelas del episodio.
Esas marcas le traían el olor a carne quemada, extrañamente rico, y la cara del hijo de puta de Raúl iluminada por las llamas que ella misma desprendía. Aquel loco de mierda lo había disfrutado más que a nada en el mundo.
Después, la policía, los baldazos, la sala de emergencias. Tarde, demasiado tarde. Durante los meses que siguieron, primero pareció que no la contaría; después, que le quedarían graves secuelas, y finalmente volvió a tener lo que los médicos llamaban «una vida normal». Pero normal no es que la gente en la calle aparte la vista a tu paso, o que los chicos se te queden mirando antes de largarse a llorar sin consuelo. Tampoco es normal que los investigadores no consigan ni una pista para dar con el culpable de aquel infierno.
A Elena le quedaban el recuerdo de su hermosura y la certeza de saber que ningún hombre se fijaría de nuevo en ella.
Qué linda que había sido. Si al menos pudiera recuperar un poco de aquella belleza. La voz de Juana la volvió a la realidad: «¿Qué te cuesta probar con el chino?».
Y razón tenía: como costar, no le costaba nada. Y además podía aprovechar para salir un poco: hacía mil años que no salía, para no tener que soportar las miradas de la gente en la calle.
La entrada del local no era nada del otro mundo: una puerta desleída que en sus buenos tiempos había sido roja, con un cartel también rojo y desteñido, y con letras chinas en blanco. La vidriera tenía las mismas letras, un garabato circular simétrico ―una especie de logotipo―. En un ángulo se veía un abanico añejo de polvo y telarañas, y el estúpido gatito dorado de siempre que hacía pendular la mano.
A lo mejor me trae buena suerte, pensó Elena.
Pintadas en el vidrio, en artesanales letras de molde rojas, las palabras: MEDICINA ALTERNATIVO ORIENTAL MILENARIA. Sí, decía alternativo.
No prometía mucho, pero Elena entró igual.
La puerta rechinó al abrirla, y además sonó una campanita. Detrás del mostrador anticuado había afiches azulados por el sol, damas chinas, muchas letras chinas, que Elena recordó que se llamaban «ideogramas» o algo así. Y otra vez el logotipo rojo, que parecía ser mucho más importante que un simple logo: un escudo, más bien.
Desde una puertita apareció un pibe de veintipico. Una obviedad le llamó la atención a Elena, tanto que no pudo evitar decirla en voz alta:
―Usted no es chino.
El muchacho no pareció ofenderse ante la afirmación:
―Eso que usted dice es correcto. Mi padre se casó con una argentina, y de ahí salí yo. Mis rasgos no son muy orientales, me parezco mucho a mamá.
Elena no sabía qué pensar de eso, sintió que la habían mandado a atenderse con un falso chino:
―Una amiga me recomendó que viniera. Juana, una colorada alta.
―Juana, gran clienta.
―¿Quién la atiende? ¿Tu papá o tu abuelo?
―Lamentablemente, soy el último de mi estirpe. Me llamo Tao.
Tao la invitó a pasar al consultorio, que tenía unos artefactos extraños bastante antiguos, pero más allá de eso era luminoso y limpio. La observó detenidamente ―mucho más detenidamente que su dermatólogo― y, con una mano enguantada, le midió la tensión y la suavidad de la piel de la cara.
Cuando terminó, dijo sonriente:
―No voy a mentirle, señora Elena: el tratamiento va a ser costoso.
Lo típico, pensó ella: primero la platita, después mi piel no está reaccionando como se esperaba, después más platita, y al final mi cuerpo sigue rechazando el tratamiento. Cuando quiera acordarme, este chino trucho ya me dejó seca, y no lo veo más.
Tao abrió un gabinete de madera labrada repleto de frascos y gradillas con tubos de ensayo. Apoyado en un trípode, había un frasco raro con un pico largo, de esos que usan los científicos locos de las películas en blanco y negro. Tao agarró un frasquito verde tapado con un corcho diminuto y lo llevó hasta el escritorio. A Elena le llamaba la atención la precariedad, lo rudimentario de aquellos elementos.
―Lo que vamos a hacer ―dijo Tao― es probar la reacción…
―No. Mirá, Tao: todo bien con vos y tu dinastía Ming, pero a mí ya me prometieron milagros muchas veces. ―Se señaló la cara―. Y, como verás, el resultado fue nulo. ―Ahora señaló el frasquito―. No sé si quiero gastar en esto.
Tao sonrió otra vez y asintió, como si ya hubiera oído esa historia mil veces.
―Lo que vamos a hacer ―siguió diciendo, ahora descorchando la botellita verde― es probar la reacción de su piel a este preparado. ―Ella iba a retrucarle, pero Tao la madrugó―: No tiene que poner un centavo hasta no comprobar que funciona.
Elena alzó la parte de la cara donde solía tener las cejas, expectante. De un cajón del escritorio, Tao sacó un pincelito, se acercó a ella y metió el pincel en el frasco. El preparado tenía una textura intermedia entre una crema y un aceite, y extrañamente olía a ensalada. Tao pasó el pincel por el borde del frasquito para retirar lo sobrante.
Ella ya no estaba a la defensiva: nada podía empeorar su deformidad.
Tao acercó el pincel embebido y se lo pasó suavemente por los restos de su ceja derecha. Volvió a mojar el pincel y, cuando terminó el trabajo, le cubrió la piel con una gasa.
Elena sintió una comezón desagradable, pero eso ya era algo: desde el episodio, había perdido toda sensibilidad.
―Listo, señora Elena. No se lo toque. Mañana por la mañana fíjese los resultados, y si está conforme me vuelve a ver.
Esa noche, se fue a dormir con la sensación de estar perdiéndole la desconfianza al falso chino.
Lo primero que hizo al levantarse fue tocarse la gasa que tenía arriba del ojo. Bajó las escaleras intentando controlar el temblor de las manos y sintiendo de pies a cabeza los latidos del corazón. Se paró frente al espejo del toilette, despegó apenas uno de los extremos de la cinta… y se detuvo: ya se estaba arrepintiendo de haber aceptado la prueba de la reacción de la piel; simplemente, no podría soportar una nueva decepción.
Tomó coraje y, con los ojos cerrados, tiró de la cinta. Respiró hondo y se miró al espejo.
Apenas se lavó la cara, se puso cualquier cosa y fue hasta el local del chino. Tenía mucho para decirle. Quiso entrar, pero todavía estaba cerrado. Recién ahí miró la hora: no eran ni las ocho.
―¡Abrí, Tao! Abrime.
Golpeó el vidrio. Golpeó con las llaves. Hizo temblar todo el frente del negocio.
Se descorrió la cortina de la trastienda y, con toda la parsimonia del mundo, apareció Tao. Elena dejó de golpear. Tao mostraba las palmas, como pidiendo paciencia, y ella le leyó en los labios «qué es este escándalo». Enseguida desapareció por el pasillo, y Elena pensó que se quería escapar; pero a los pocos segundos volvió trayendo la llave.
Tao abrió la puerta y la miró, inexpresivo. Pero ella no se desilusionó, la emoción la hizo sacudirlo de los hombros. No le salían las palabras. Solo lágrimas, muchas y emocionadas lágrimas.
Tao cerró la puerta y la llevó hasta el consultorio. Por fin Elena le dijo, sin lograr calmarse:
―Pago lo que sea, Tao. Lo que sea. Saco un préstamo, vendo mi dúplex. Lo que me pidas. Esa crema es milagrosa. Mirá mi ceja: nacieron pelitos y todo. Y piel rosada, nueva.
Tao le alumbró la zona con una linterna de led. Presionó la yema de los dedos sobre el área recuperada. Elena pestañeó.
―Siento el contacto ―dijo―. Hacía años que…
Se largó a llorar otra vez.
―La reacción de su piel es excelente, señora Elena. ―Tao ya se había ido al otro lado del escritorio―. Podemos empezar el tratamiento.
―Hagámoslo ya. Preparáte unos cuantos kilos. Me lleno la bañera con eso y me sumerjo como una sirena.
Tao sonrió ante el justificado desvarío:
―Lamentablemente, señora Elena, no es tan simple. Ella sintió que el corazón se le detenía:
―No lo arruines, Tao. Si funcionó en ese pedacito, tiene que funcionar con todo lo demás.
―Tranquila. Vamos a empezar ahora mismo el tratamiento, pero la poción debe ser aplicada con mucho cuidado. De a poco. Un error podría traerle consecuencias desagradables. Desagradables e irreversibles.
―¿Vos me viste bien, Tao? ¿Qué podría ser más grave que andar por la vida con esta cara?
―Entiendo su agitación, señora. Pero piense que, cuando terminemos, usted quedará como nueva.
―¿Y cuándo terminaremos?
―Si todo va bien, en algunos meses.
Meses, eso no era tan malo. Seis años habían pasado del incidente con el hijo de puta. Podía aguantar unos meses más.
Tao alzó las radiografías para verlas a contraluz, y enseguida sacó un lápiz y le mojó la mina con la punta de la lengua. Y escribió algo en la ficha personal de Pintos, Elena Romina. Nada de computadoras ahí.
―Hoy arrancamos la semana catorce ―dijo.
―Y yo no podría estar más feliz, Tao.
Elena se miraba en el espejo de aumento del consultorio. Ya no se veían rosadas las zonas que habían sido curadas al principio del tratamiento: empezaban a tomar el tono rozagante que ella había tenido siempre, y además se sentían tan suaves al tacto.
Se miró la mano izquierda, la más dañada. Por alguna razón, Tao se negaba a ponerle el ungüento en esa parte.
―Vamos a tener que suspender por un mes ―lanzó Tao, y a Elena se le heló la sangre.
―Qué.
―Me voy a China, a Zhejiang, a visitar a mi abuela. Pero no se preocupe: en cuanto vuelva, continuamos el tratamiento.
―No, Tao. No podés hacerme una cosa así. Estamos tan cerca.
―Yo no le hago nada a usted. Tengo una vida.
―Ya sé, Tao. Perdonáme. Es que… esto cambió mi vida. No quiero parar.
Las palabras o el tono lograron sensibilizar al imperturbable Tao. Dijo:
―Hagamos una cosa, señora Elena. ―Ella se irguió―. Yo le voy a dar este frasquito. Usted ya vio cómo se lo paso yo, con mucha suavidad. Tiene que hacer lo mismo. ―Elena sonrió, se miró la mano―. ¡No! ―dijo Tao, tajante.
―¡¿Qué?! ―Elena se sobresaltó.
―Escúcheme bien: pásesela en la mejilla y en la mandíbula que venimos trabajando. Siga por el cuello. Ahí no hay peligro. Pero la mano, no.
―Okey, Tao. Ya entendí. Pero ¿cuál es el problema con la mano, por qué siempre la dejás para después?
Tao alzó de nuevo las radiografías y, con el lápiz, le señaló ciertos puntos.
―Las heridas de esa mano son profundas ―le dijo―. El hueso está muy cerca de la superficie, ¿ve? Y este preparado no debe tocar el hueso bajo ningún concepto, ¿me entendió? Bajo ningún punto de vista debe acercar el ungüento a un tejido óseo.
―¿Por qué?
El chino infló los cachetes y la miró como quien cambia de parecer.
―Pensándolo mejor, Elena, no se lo voy a dejar. Es peligrosísimo.
―No, Tao, por favor. Te prometo que no me lo voy a pasar en la mano. Voy a seguir con el cachete y el cogote, como vos me dijiste.
―Bueh.
Elena lo miró preocupada.
―Es que para la mano no hay solución, ¿no?
―La hay. Por eso también voy a China. Me falta un ingrediente, y debo ir a buscarlo a un templo cercano a la casa de mi abuela, en medio de una llanura. El proceso en esa zona del cuerpo llevará un poco más, pero lograremos una recuperación plena. Le entregó el frasquito, como quien deposita en las manos de otro una reliquia.
―Gracias, Tao.
―Úselo con cuidado, Elena. Esto no es algo que se compra así nomás en Farmacity. Es peligroso en serio.
―¿Necesitás más plata para los ingredientes?
―El precio del tratamiento es el acordado.
Elena asintió. Le parecía increíble que la solución a su deformidad costara tan barata.
A la noche siguiente, Elena se sintió tentada de embadurnarse las manos, pero se contuvo. Siguió al pie de la letra las instrucciones del chino.
Y, al mirarse al espejo unos días después, vio una cara sin cicatrices. Los colores variaban: la piel tratada con anterioridad tenía un tono más natural, y la tratada más recientemente se veía rosada y brillante. Se pasó la palma por ese puzzle cada vez más terminado y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se reconocía en el espejo. Reconocía a la vieja Elena, la anterior al ataque del hijo de puta. Ese camuflaje pronto se unificaría en un color, y la gente ya no la miraría con asco. Podría volver a salir a cara limpia.
Por eso aceptó la invitación de Juana para ir a tomar el té a Las Violetas, lo consideró un test. Y además la sorprendería a su amiga, a quien todavía no le había contado nada.
Por primera vez en años rebuscó en el fondo del ropero su vieja ropa de salir. Le quedaba bien, solo un poco ajustada.
Eligió una pollera ―las piernas se habían salvado del ataque― y una camisa con puño que ocultaba lo más posible las cicatrices que Tao todavía no le había curado. Para las manos no había camuflaje posible. Usar guantes sería peor, un auténtico conversation starter, de modo que trataría de no mostrarlas demasiado. Se sentía feliz con su nueva piel, así al natural, y por eso se maquilló apenas.
Era su primera salida social desde aquel día trágico, hacía ya seis años. Necesitaba readaptarse. El viaje hasta la confitería lo hizo en remís: las aglomeraciones seguían siendo un problema para ella.
Llegó temprano. Eligió una mesa alejada de la ventana, bien en el fondo, desde donde podía observar el terreno.
El mozo no la miró con asco cuando ella le pidió un café. Un buen augurio.
En una mesa cercana se sentó una familia, y una nena de unos tres años se la quedó mirando. Pero enseguida le sonrió y la saludó sacudiendo la manito, y Elena le devolvió el saludo.
Qué bien se sentía.
Juana entró buscándola con la mirada. Elena la llamó, y la amiga se acercó abriendo bien los ojos, sorprendida. La abrazó, con genuino cariño.
―Qué genio Tao. ―Le tocaba la cara, no lo podía creer―. Viste que era bueno. Yo te dije.
―Por eso vine, Juanita ―Elena miró alrededor, a las otras mesas―: quería agradecerte. Tao es increíble.
―Qué bueno. Me realegro.
Se sentaron y advirtieron que el mozo estaba junto a ellas con dos menús. Juana dijo:
―Esperamos a alguien más.
El mozo asintió y se alejó hacia la barra.
A Elena le vino un súbito ataque de pánico: no estaba lista para una reunión con desconocidos. ¿Cómo que «alguien más»?
―¿Más gente? ―dijo, tratando de calmarse.
―Disculpáme que no te avisé, Helen. Surgió a último momento. Hace unas semanas conocí a un señor, y me viene arrastrando el ala. Venía negándome a sus invitaciones, pero es tan galán…
―Me alegro.
―Hace un rato me llamó, y no me pude resistir. Pensé que no iba aceptar verme ya mismo y donde yo quisiera, pero dijo que sí. Debe estar lleg… Te enojaste, Helen. Perdón, no me di cuenta.
―No es nada, Juanita. No tenés que preocuparte por mis mambos.
―No, sí. Debí pensar que para vos podía ser difícil. Qué boluda.
―No es nada.
―Vos muy bien no sabés mentir, pero de todos modos ahí está llegando. Mirá.
Elena miró, sin poder evitar un oscuro presentimiento. Y cuando Juana señaló más explícitamente al tipo que recorría la vereda en busca de la entrada de la confitería, a ella se le cortó la respiración.
El hijo de puta.
Sin saber cómo, un segundo después ella se alejaba hacia la otra puerta cubriéndose la cara con la cartera, mientras le parecía oír la voz de Juana llamándola y las miradas de todos los comensales clavándose en sus manos derretidas y en su cara emparchada como la de la novia de Frankenstein. Pero no le importaba nada de todo eso, solo que el hijo de puta no la viera.
Salió a Rivadavia y paró un taxi, se subió y, sin dejar de relojear la puerta de Las Violetas, le pidió al chofer que arrancase. Los recuerdos del día aquel, el fuego, el olor a carne asada, todo volvía a su mente con cada latido desbocado, en terribles flashes. En la cara le iba ganando un escozor, cada nuevo trozo de piel parecía recorrido por hormigas antropófagas. ¿Por qué Juana la había traicionado así? ¿O acaso pretendía que lo perdonara? O quizás él la estaba extorsionando.
―¿Para dónde vamos, señora?
―Ah, sí.
Ya estaban llegando a Primera Junta cuando Elena logró decirle al taxista la dirección de su casa. Decidió apagar el celular, no quería recibir mensajes ni llamadas de Juana. O de él.
Mirando paranoica de una punta a la otra de la calle, entró en su casa. Pero no prendió ninguna luz.
Se movió con sigilo durante el resto de la tarde. Ni siquiera se bañó: si la habían seguido, oirían la ducha.
Subió al dormitorio y se tiró en la cama, y revivió una y otra vez el origen de sus quemaduras.
Y volvió a pensar en lo que acababa de pasarle en ese bar de mierda, en esa traición imperdonable de su «amiga».
Pero recordó que ella nunca le había dado detalles de Raúl: Juana no tenía ni idea de quién la había desfigurado.
Cada vez se convencía más de que todo debía de tratarse de una macabra coincidencia: su amiga ni sospechaba quién la estaba seduciendo, y el hijo de puta no era tan sutil ni tan imaginativo como para usarla de puente a su amiga.
Eran más de las diez de la noche cuando sonó el timbre. Elena se agarró a las sábanas y aguantó la respiración. Otro timbrazo.
No podía ni pensar en un plan de huida ni en pedir ayuda a los gritos. Ni se le pasó por la cabeza la idea de llamar a la policía.
―Helen, soy Juana. Abrime. ―Era la voz de Juana, sí. Pero… ¿y si no estaba sola? O, peor, capaz que el otro la había llevado hasta ahí amenazada―. Elena, soy yo. Ya entendí todo.
Podía ser cierto: Juana era viva.
Elena tomó coraje y, descalza y en puntas de pie, bajó las escaleras y se acercó a la puerta. Con cuidado se asomó por la mirilla: Juana, sonriente, la saludaba sacudiendo la mano. Era evidente que venía en son de paz.
―¿Juana? ¿Estás sola?
―Sí, Helen. Tranquilizáte. Me lo saqué de encima. Elena sacó el pasador y abrió las dos cerraduras.
―Pasá.
―Era él, ¿no? ―preguntó Juana entrando, y como si hiciera falta―. Si querés podemos prender unas luces, estoy segura de que no me siguió.
Elena prendió la luz del living y se dejó abrazar por Juana.
―Al toque me di cuenta de que era él, Helen. Pero si me iba con vos iba a resultar muy sospechoso, así que me quedé y le di charla y le saqué un montón de información.
Elena se largó a llorar, se dio cuenta de que Juana era una amiga de las que valen la pena.
―Date un baño caliente ―dijo Juana―. Mientras, yo preparo algo de comer.
―Dale, gracias. En la cocina hay de todo.
Cuando volvió, más tranquila, escuchó la información que Juana había sacado del hijo de puta:
―Se hace llamar Alejandro.
―¿Alejandro? Si se llama Raúl.
―Nunca me lo habías dicho, pero seguro que por eso la policía nunca pudo agarrarlo cuando se fugó. Seguro que conoce gente turbia que le consiguió un nuevo DNI.
―Nada me sorprendería de él. Nada.
―Tengo su dirección. Para que les tires el dato a los investigadores de tu caso y lo metan en cana de una buena vez.
―Gracias, Juanita. No puedo creerlo.
―Yo tampoco. Me salvaste.
―¿Yo? Si me fui como una cagona y te dejé sola con él.
―Eso es entendible, él te dejó marcada. ―Juana se quedó pensando―. Mirá si me pasaba a mí también.
―Hijo de puta.
―¿Querés llamar a la policía ahora?
―Mejor mañana. No van a hacer nada a esta hora de la noche.
―¿Querés que me quede a dormir? Trancamos las puertas y listo.
―Ya hiciste mucho por mí. Me presentaste a Tao, y ahora esto.
―No me molesta, de verdad.
―Me encantaría.
Elena preparó con sábanas limpias la otra cama y le prestó a Juana un camisón. Estaban contentas las dos con la idea de acompañarse esa noche. Mientras charlaban, Elena fue a buscar un espejo y se pasó por la cara el ungüento. Todavía le quedaba bastante.
―¿Esa es la crema milagrosa?
―No sabés las ganas que tengo de meter una espátula y dejar de verme estas marcas horribles en los dedos.
―¿Y por qué no lo hacés?
―Tao no me deja. Me dijo que era para la cara. Que en la mano el hueso está muy cerca de la superficie, y eso no sé qué problema trae.
―Si Tao lo dice…
―Imagináte que no lo voy a contradecir, con los resultados que me está dando.
Elena siguió poniéndose la crema. Juana sacó de la cartera un anotador y una birome:
―Te anoto la dirección de Alejandro barra Raúl, así después no me olvido.
―Dale.
Cuando Juana le extendió el papel, Elena tembló y se quedó sin aire.
―¿Qué pasó, Helen? No te entiendo.
―Esa es…, es… Es mi casa anterior. Es donde ocurrió el episodio.
Tapándose la boca, Juana ahogó un grito, justo cuando tres golpes ―tres mazazos, más bien― amenazaron con tirar la puerta abajo.
―¡Ábranme, putas, me creen boludo!
―¡ÁBRANME, CARAJO, O LAS PRENDO FUEGO!
Elena y Juana se abrazaron.
―Ojalá lo oigan los vecinos ―dijo Juana temblando.
―En este barrio nadie se mete en los quilombos de los demás. ―Y menos en los míos, pensó Elena. Menos en los de la monstruo―. Y al vecino más cercano lo tengo a treinta metros.
Y fue Juana la primera en agarrar el celular y llamar al 911.
―¡Hay un tipo que nos quiere matar! ¡Va a tirar la puerta abajo! ¡Nos quiere prender fuego!
―Ahora todas las unidades están ocupadas. Fíjense si pueden escapar por atrás o esconderse bien.
―¿¡Qué dice!? ¡Mande a alguien ya!
―Lamentablemente…
―No van a venir. ―Elena miraba hacia la puerta.
Juana cortó y volvió a marcar. El otro seguía gritando y amenazando, y la puerta ya crujía. Y se olía humo.
―Dejá de marcar, Juana ―dijo Elena, extrañamente calma.
―Estás loca.
―Loca o no loca, soy yo la que tiene que terminar con esto.
Y Juana habrá visto en ella la enorme determinación que la iba ganando, porque dejó de marcar y dijo:
―Nosotras. Juntas.
Bien agarradas de las manos, se pusieron en pie. La puerta se sacudía con cada mazazo, entraba humo por la rendija.
Elena salió disparada a la cocina, con Juana atrás: revolvieron cajones buscando con qué defenderse.
Juana eligió un cuchillo enorme y puso al fuego una olla con agua. Elena siguió hasta el lavadero y volvió con un martillo.
Se miraron. Los golpes y las amenazas no paraban, se hacían más fuertes. Y, por supuesto, ningún vecino se había acercado.
―Hacemos que venga a la cocina ―dijo Elena― y acá le tiramos el agua hirviendo en la cara, y después le entramos a martillazos y cuchilladas. ―Juana la miró como si estuviera loca, y a lo mejor tenía razón―. Si algo sale mal, Juani, subimos corriendo y nos encerramos en el cuarto.
―Yo le abro, Helen. Dejame a mí.
―Soy yo la que tiene que enfrentarlo.
―Haceme caso. Vos preparáte en la cocina y llamálo. No creo que a mí me ataque de una.
―No lo conocés, Juani.
―Dejáme, tengo el cuchillo. ―Fue hacia la puerta, trató de sonar conciliadora―. Pará, Alejandro. Tranquilizáte. Ahí estoy yendo.
El tipo no dijo nada. Pero las dos oyeron pisotones que retumbaban en el umbral, seguramente estaría apagando el felpudo o lo que fuere que había prendido fuego.
―Alejandro…
―Qué Alejandro, pelotuda. Si ya sabés que me llamo Raúl.
―Bueno, pero tranquilo.
―Estoy tranquilo, Juana. Sólo quiero hablar, para aclarar las cosas.
Sin soltar el cuchillo, Juana giró la llave. Y la puerta se le vino encima de un sacudón. Sintió el golpe en la frente, en el ojo, en la nariz. Al llevarse las manos a la cara, se le soltó el cuchillo.
Vio que Raúl daba otro topetazo, y vio que alzaba un revólver. Le encajó un culatazo en la pera, y Juana cayó en la negrura.
Unos golpes, un grito ahogado, un cuchillo que resuena contra el parqué.
Silencio, y una sombra que se acerca al umbral de la cocina.
De reojo, Elena miró la escalera, pero descartó el pensamiento de escapar: si Juana seguía con vida, no iba a dejarla a merced del psicópata.
Agarró un repasador y miró la olla: faltaba para que hirviera. La aferró sin levantarla del fuego, y vio algo que volaba hacia ella, pero no llegó a tiempo a evitar que el cuchillo se le clavara en el brazo y le quedase colgando de la carne. El dolor fue terrible, enseguida se le durmió el brazo. Y como en cámara lenta vio brotar la sangre, y el martillo se le cayó al piso. En qué estaba pensando cuando creyó que podría defenderse.
―Esta vez te destruyo, deforme de mierda.
Vio la cabeza de él asomándose. Se desclavó el cuchillo del brazo y se lo tiró. Él estaba apuntándole con un arma, y tuvo que manotear para que el cuchillo no se le clavase. El disparo destruyó un azulejo, hizo volar revoque. Elena vio que había llegado a tajearlo: el hombro de la campera verde oliva de él se empapaba de sangre.
―¡Forra!
Ella sintió la sangre tibia que le chorreaba por la manga, pero ni pensar en darse primeros auxilios: debía apurarse antes de que él se recuperara y le disparara de nuevo. Levantó la olla, y cuando él estaba por apuntarle de nuevo, le echó el agua caliente encima.
―Vas a quedar peor que yo, hijo de puta.
Pudo ver el horror en esa cara fofa, oyó el tiro que escapó para cualquier parte cuando el revólver dio contra la mesada, y sin darle tiempo a reponerse de la sorpresa Elena levantó el arma y le pegó en la boca con el caño.
Él retrocedió agarrándose la cara, se chocó contra la heladera y cayó de culo, y Elena aprovechó para huir de la cocina y mirar hacia donde estaba Juana: seguía tirada de costado, cerca de la puerta de calle.
Resistió la tentación de salir a la vereda y rajar: ahí sí que sería presa fácil del loco de mierda, y encima la dejaría sola a Juana.
―Hija de puta ―dijo él, y cuando ella lo miró ya se había levantado y se acercaba con la cara ampollada. Ella subía los escalones de dos en dos, directo a su pieza, pero él era más rápido.
Sumida en el horror, se había olvidado del revólver. Se descubrió empuñándolo ―había llegado a la planta alta, y él ya estiraba las garras hacia sus tobillos―, y entonces apuntó y disparó. El cimbronazo le hizo doler el hombro y la herida del cuchillo y le retumbó en la base del cráneo. Un círculo rojo apareció en el pecho de él, que cayó grotescamente hacia atrás y por su peso rompió la baranda. Rebotó contra un adorno de la chimenea y terminó descuajeringando la mesa ratona. Asomándose por la baranda rota, Elena volvió a apuntarle, pero él no se movía.
Fue hasta Juana, le tomó el pulso y vio que solo tenía algunos golpes. Recordó que en esos casos lo más conveniente era no mover a la víctima. Por suerte, Juana abrió los ojos y tardó unos pocos segundos en recordar dónde estaba.
―Tranquila, Juanita. Ganamos.
Pero cuando se acercaron al tipo ―Elena siempre apuntando con el revólver, admirada por lo fácil que le había resultado disparar―, se dieron cuenta de que seguía vivo. Bah, respiraba apenas. Tenía la cabeza llagada y heridas por todas partes: un hueso le asomaba por arriba del codo, y otro por debajo de la rodilla.
―Qué hacemos ―dijo Juana masajeándose el cuello―. Llamamos a…
―No ―dijo Elena―: lo van a llevar a un hospital y se va a curar.
―¿Y la policía?
―Hasta que algún juez se digne a intervenir, va a seguir libre. Y nosotras vamos a tener que estar todo el tiempo con mil ojos, con miedo a que surja de alguna esquina.
―¿Lo atamos?
―¿Te parece que puede ir a algún lado con esas heridas? Dejémoslo ahí, que capaz que se muere solo.
En el fondo, Elena sabía que estaban haciendo una estupidez al dejarlo vivo, pero se sentía tan bien verlo sufrir.
―¿Te curo el brazo, Helen?
Elena se miró; le goteaba sangre del codo, se había formado un charquito en la alfombra. Y dijo, señalando el tremendo chichón:
―El golpe que te encajó en la cabeza tiene prioridad. Si querés andá al hospital, yo me ocupo de esto.
―Ya estoy bien. Si te sentís segura con él ahí tirado, vamos a curarte el brazo, nos calmamos y después vemos cómo seguimos.
Juana le limpió la herida con alcohol, aunque le parecía que necesitaba sutura.
Elena no llegaba a verse, le señaló a Juana el frasquito que estaba sobre la mesa:
―Si me arregló la cara, puede con un cortecito.
―Tao ―dijo Juana―, cuánto lo quiero. ―Y le puso ungüento en la herida, una pincelada ínfima.
Elena agarró el frasquito ―todavía quedaba bastante― y miró al hijo de puta, desmadejado en el living entre astillas, sangre y vidrios.
―¿Qué? ―dijo Juana―. No lo querrás curar a él.
Pero Elena no contestó. Se levantó de la silla y se acercó al cuerpo ―el turro trataba de hablar y movía los ojos, seguramente tenía la columna destrozada―. Con el mismo pincelito le esparció el ungüento chino por el hueso que asomaba del brazo, y después siguió con el hueso de la pierna. No vio que sucediera nada particular, pero era bastante lógico que el efecto no fuera instantáneo. Ya que estaba, se lo pasó también por los dientes, y cuando terminó le oyó un quejido. Bien, seguía con vida.
―Helen ―dijo Juana, que se había acercado―. ¿Qué hacés?
―Lo que Tao me prohibió terminantemente. Cerró el frasquito y lo dejó sobre la mesa.
―Es tarde ―dijo Juana.
―¿Te quedás a dormir?
―¿No tenés miedo de que se escape? A pesar de cómo lo dejaste, digo.
Helen caminó alrededor del cuerpo, apreciando cada herida. Y negó, enarcando las cejas:
―Este no camina más.
Subieron al cuarto y acomodaron las almohadas. Por las dudas, Elena se llevó el revólver.
No tardaron en quedarse dormidas.
La primera en abrir los ojos fue Elena, y la había despertado la luz del sol. Oyó unos quejidos ahogados que llegaban desde el living: aquel no había podido escapar, pero tampoco había muerto.
Ansiosa por ver los resultados del ungüento en sus huesos, Elena agarró el revólver, se levantó y fue hasta el living.
Eso que había sido él era ahora un mazacote de piel y carne que seguía desparramado ―o más bien derramado― sobre el parqué. Algunas partes intentaban moverse o levantarse ―lo había pensado en términos de «algunas partes», porque no podía considerarse a aquello como a un ser uniforme―, era como un soldadito de plástico expuesto a una lámpara. Y el quejido era el doloroso intento de un grito, ahogado por el mismo peso de la carne y de la piel. La hendija que era ahora la boca vibraba con cada estertor, lo mismo que los dos orificios nasales. Los ojos solo se notaban porque había cejas y pestañas en los alrededores, justo debajo de una pelota blanduzca que debía de ser el cerebro, bajo nada más que una fina capa de piel. La ropa y los zapatos todavía le daban algo de forma humana.
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