El último día de Aldo Martínez no fue muy distinto a otros y tampoco había motivo aparente para que lo fuera. San Julián no brindaba demasiadas posibilidades para concretar esa diferencia. Así que, ni bien se despertó, saltó de la cama. Odiaba hacer fiaca. Una tos seca interrumpió sus bostezos y enseguida comenzó a vestirse, porque en la casa uno siempre tiene que andar vestido. Se acomodó las bombachas de grafa sobre los calzoncillos largos, se ajustó la camisa hasta el último botón y se cubrió el torso con la polera de lana que usaba para trabajar en invierno. Se lavó la cara con un jabón de pan, escupió saliva y mocos en la pileta del baño y fue a la cocina para poner la pava. Se tomó unos cuantos mates bien calientes y con mucha azúcar, masticó un pedazo de galleta con algo del chorizo seco que todavía quedaba de la última carneada de los Malnatti, se calzó la gorra y salió.
Había un sol bastante intenso recién pasadas las nueve. Le dio mucho gusto sentirlo de lleno en la cara mientras les echaba maíz a las gallinas, pero igual hacía frío y empezó a moquear. La lluvia por fin se había dejado de joder desde hacía una semana, pero en la radio decían que pronto habría sudestada, así que tenía que apurarse y seguir desmontando mientras estuviera seco. Además, toda la leña que tenía para vender se le había echado a perder por culpa del hijo de puta ese de Larsen, que le dijo que vendría desde Los Cardos para ayudarle a cambiar la chapa del techo del galpón. Él no podía solo, aunque lo intentó y siguió intentando, pero ya no podía. ¿A quién le pediría ayuda en este pueblo de mierda? Le deseó una dolorosa muerte por cirrosis a ese dinamarqués mugriento.
Estiró un brazo hacia la caja de su camioneta buscando el bidón de nafta. Desenroscó la tapa y volcó combustible en el depósito de la motosierra. Metió el dedo en el tanque para comprobar que estuviera lleno, se lo limpió con la lengua y arrancó. Las ruedas de la rastrojera mordieron la tierra seca, que consiguió resistir durante unos segundos al deslizamiento del caucho. Aldo estaba acostumbrado a los tosidos famélicos del motor. Aun así, hoy también tuvo ganas de escuchar el casete de Favio, pero un trapo grasiento, unos tornillos desparramados y el atado de Particulares en el hueco donde hace mucho hubo una casetera cumplían la función de aceptar y naturalizar la ausencia definitiva del aparato.
Al pasar por el bar Savoy volvió a mirar su fachada. Le brotaba cierto orgullo de arraigo, muy leve pero genuino, cada vez que hacía esto. Y se juraba a sí mismo que no hubo un solo día en que no hubiera mirado para el Savoy cada vez que pasaba por ahí con su camioneta. Hacía años que le costaba distinguir un nuevo matiz del deterioro externo del único bar que hubo alguna vez en San Julián. Pero esto parecía importarle poco, porque la mirada de Aldo trataba de traspasar las paredes e intentaba exorcizar los fantasmas que quizás seguían deambulando en las mesas polvorientas y oscurecidas por las ventanas tapiadas con maderas.
El sol irradiaba cada vez más calor, podía sentirlo en el dorso de la mano izquierda, apoyada en el marco de la ventanilla abierta. Le gustaba ese placer gatuno en la piel mezclado con el frío viento sureño, que tampoco daba tregua. Llegando a la Escuela Nº 6 se giró hacia el retrovisor para comprobar si llevaba la bordeadora; como siempre, no la llevaba. Podía volver a su casa para recogerla (la distancia era ridículamente corta), pero la gente de esta zona no suele hacer estas cosas y siempre se arregla con lo que lleva, sin chistar.
Detuvo la rastrojera en la puerta de la escuela y se bajó sin ninguna herramienta. La caja sí que la tenía, pero parece que no había nada dentro que pudiera servirle. Los yuyos más altos solían ser siempre los que tapaban un acceso cómodo por la puerta de entrada, como si la naturaleza quisiera resaltar estratégicamente que hacía muchos años que ya nadie transitaba por allí. Aldo se agachó y fue arrancando a mano pelada los pastos largos de a puñados. Para los cardos, usó un pañuelo de tela a modo de guante. Una vez despejado el acceso, miró alrededor de la casucha y decidió que hoy también sería una tarea extenuante arrancar a pulso todo ese yuyerío que rodeaba la escuela. Además, debía apurarse y aprovechar la seca. Se subió a la camioneta y la seis quedó detrás, circundada de una maleza frondosa que Aldo nunca encontraba tiempo para quitar y con su entrada totalmente limpia.
No le quedaba otra que pasar por el boliche de Armentía, no había otro camino para llegar al lugar del desmonte. Y se sorprendió, una vez más, de atesorar ese rencor añejo por ese gallego de mierda que en realidad era el hijo que un vasco tuvo, posiblemente, con alguna india o con alguna negra del interior. Pues así era: el trauma revivía cada vez que Aldo pasaba por el boliche y después de tantos años de que Armentía hubiera sido sepultado bajo tierra y de tanta hiedra vieja que había tapado por completo cualquier marca de que ahí, alguna vez, existió un almacén de ramos generales en el que Aldo, antes de cada aprovisionamiento, se tomaba un Cinzano de pie, apoyado en el mostrador, y se rajaba a puteadas con Armentía por política, siempre en buenos términos, todas las veces respetando un extraño y secreto código compartido que les impedía agredirse más allá de lo verbal. Hasta que un día Aldo se tomó más Cinzanos que de costumbre y el Vasco lo sentó de una piña seca en el suelo mugriento de su boliche. El juramento de venganza fue instantáneo, pero la decisión de aplicarla fue tan lenta que, en medio de promesas y conjuras, el corazón del bolichero reventó como un sapo.
Después de una media hora que se le hizo eterna y con el sol bien arriba como única atracción posible en un cielo totalmente despejado, Aldo llegó al lugar. Solo cuando estaba trabajando disfrutaba del discurrir del tiempo. Cualquier otra situación lo hacía sentir como suspendido en una nada monótona que, a medida que envejecía, le costaba más tolerar. Y hacía años que había dejado de parecerle divertido esquivar los baches y las lagunitas que se formaban de manera irregular en todos los caminos que cruzaban San Julián.
Estuvo talando durante dos horas, tal vez tres (daba un poco igual contar horas en San Julián). Y a Aldo le tenía sin cuidado la medición del tiempo, hacía mucho que no usaba reloj. Solo se detuvo para hacer una nueva recarga de combustible en su motosierra y poder seguir trabajando. Pero no interrumpió su tarea para descansar, ni siquiera para darle un trago a la botella de caña quemada que antes guardaba bajo el asiento del acompañante y que ahora siempre colocaba sobre él. Trabajó duro y sin interrupciones. Hasta que no llenó al tope la caja de la rastrojera, no dejó de cortar leña.
Nunca tuvo especial habilidad para adivinar la hora de acuerdo con la posición del sol, pero al ver que calentaba mucho más ahora y que, al fin, conseguía amainar el efecto punzante del viento, calculó que sería la una y media. Tenía hambre y sueño. Rodeó su camioneta, abrió la puerta del acompañante y, ahora sí, acogotó la botella de vidrio con sus dedos gruesos y le dio un trago largo y áspero que lo hizo toser y escupir. Se sonó los mocos con la manga del pulóver, sacó un cigarrillo del atado y se lo fumó mirando la vía. Tiró el cigarro, lo pisó bien y caminó hasta llegar a los durmientes. Dio un pequeño salto y se subió, balanceándose sobre el hierro. Le costó encontrar un trozo que no estuviera cubierto por matas gruesas de pasto. Para donde mirara, la poca vía que no había sido atrapada por la maleza estaba llena de óxido. Encendió otro cigarrillo. Después de tanto mirar el horizonte, distinguió un trozo de papel, a lo lejos, que posiblemente había sido blanco en su origen y que ahora se veía gris, marrón, ocre o cualquiera de los colores del deterioro. Alcanzó a distinguir una eme y una o impresas en color negro, algún vivo rojo o naranja y supuso que sería una bolsa de cemento Loma Negra, pero no se acercó a comprobarlo. Lanzó una sonora carcajada que si alguien la hubiera escuchado no habría sabido separar la tristeza de la ironía. Y volvió a la camioneta, secándose la transpiración de la frente con la manga del pulóver.
Muchos metros antes de llegar a su casa, a su almuerzo y a su siesta, distinguió la inconfundible silueta del Chueco Massari, una anatomía que aún difusa y vista desde lejos y a través de las gastadas retinas de Aldo no podía pertenecer a ninguna otra persona. Y menos en San Julián. Cuando detuvo la camioneta se lamentó no haber aceptado el cachorro de ovejero alemán que le quiso regalar la vieja Mallo y que ahora mismo, en este instante, sería un perro adulto y feroz.
Justo en el momento en que la rastrojera dejó de toser, no antes, el Chueco se persignó con toda la paciencia del mundo, exagerando la lentitud de cada uno de los cinco pasos del ritual, las piernas arqueadas y tensas, las alpargatas bien aferradas al suelo. La transpiración de Aldo se volvió fría y se tocó el bolsillo izquierdo del pantalón; fue un movimiento reflejo que no pudo evitar, sabía perfectamente que no llevaba su navaja porque habría sentido el acero en su pierna. Con la mano izquierda tanteó la manija de la puerta y con la derecha el mango de la motosierra, deseando que aún le quedara algo de combustible dentro del depósito. No sabía si tendría tiempo de abrir el bidón y hacer una recarga.
Fue una batalla corta. Eso es lo único que más o menos pudo deducir la Policía forense sobre la duración de la pelea: que los muchachos tardaron más en desangrarse que en enfrentarse. Aldo se bajó de la camioneta y Massari, sin mediar palabra, se llevó la mano detrás de la cintura. Aldo no dudó: encendió su motosierra y lo alivió sentir el rugido del motor alimentándose del poco combustible que afortunadamente quedaba. El Chueco le tiró un puntazo a la altura de la panza, que Aldo esquivó con destreza, pero sin contar con un movimiento lateral y corrector de su contrincante, que consiguió clavarle el cuchillo bajo la axila. Massari puso tal pericia en esa segunda puñalada que olvidó lo vital que hubiese sido prever, él también, una rápida reacción de Martínez o contar con que tendría que esquivar una motosierra. Al sentir el cuchillo entrando en su cuerpo, Aldo soltó la máquina encendida y, mientras se tapaba el agujero con las manos embadurnadas en su propia sangre, tuvo una leve satisfacción al ver cómo la hoja de la motosierra daba dentelladas histéricas sobre la carne de ese chueco de mierda.
El último día de Alfredo Massari está a punto de acabar. Los vértices irregulares de su piel desgarrada vuelven a juntarse en un mismo y oscuro magma, la sangre regresa a sus arterias, el cuchillo se mete en su vaina y el tractor da marcha atrás para transitar las cuatro calles que separan la casa de Aldo de la suya. El caminero empieza a desandar el camino. Un líquido turbio salta de un vaso engrasado una, dos, tres, siete veces hacia una botella verde que se cierra herméticamente y va a parar a una alacena. El Chueco tiene ganas de chupar, lo necesita. Siempre tiene ganas, pero hoy es distinto, y pretende abrir esa botella y tomársela toda. Podrían haber sido dos si no fuera porque en la radio decían que se venía la sudestada, y si no terminaba lo que había empezado a hacer ayer tendría que hacer todo otra vez y el trabajo ya hecho sería al pedo.
El tractor pone la marcha atrás y se aleja de la casa de Massari, mientras los rayos del sol van perdiendo la cólera del mediodía. Al pasar por el Savoy, el conductor se ve ganando guita en la mesa de tute e invitando la próxima ronda de whisky para los perdedores. Desde el vehículo, las pocas casas que quedan en San Julián, todas convertidas en taperas, se suceden en un plano invertido. El Chueco detiene el tractor en un terreno de tosquilla completamente plano y el rolo aplanador rebobina y desciende hasta tocar el suelo. El motor vuelve a encenderse y la tierra emparejada comienza a elevarse, amontonándose en nubes de polvo como si fuera humo inhalado desde el suelo. Las partículas se unen para convertirse en piedras. Las grietas se abren gruesas, largas, profundas o estrechas, llenando de cicatrices el camino. Pequeñas lomas desparejas comienzan a emerger de la superficie plana y el tractor se detiene frente al campo del escocés Cameron, que sigue sin poder acceder a su latifundio porque el camino está hecho un desastre por la lluvia y el viento de la semana pasada.
El sol sigue desandando su camino hacia el horizonte, el viento va ganando en frialdad. El vehículo levanta su rolo aplanador y continúa retrocediendo, pasando por la cancha de pelota paleta con las paredes podridas de verde y las flores violetas de los cardos cada vez más altas en sus tallos. El tractor hace un alto en la antigua Shell, donde el Chueco siempre se baja a mear, como si fuera un perro marcando patéticamente un territorio que solo a él le importa. La línea que marca el combustible en el tablero continúa subiendo hasta comunicar que el tanque está casi lleno. El encargado de aplanar las rutas para que transiten camionetas y maquinarias agrícolas está en su casa. Massari tiembla en la mesa de la cocina. La mañana apenas comienza y el frío le cala los huesos. Unas migas mojadas salen de la boca del caminero, se convierten en trozos de pan duro en sus manos y se unen en galletas que van a parar a una bolsa de arpillera colgada de la pared. Un chorro de leche regresa a su caja, otro de agua hirviendo vuelve a su pava, y el saco de mate cocido se retuerce para secarse las últimas gotas antes de regresar al frasco. El Chueco retrocede hacia su cama y se sienta. Acaba de despertarse. Escucha la intensidad del viento y abre una ventana para sentir el aroma transportado de los eucaliptus, pero no le llega nada. Abre una hendija de la persiana de su dormitorio, esperando ver intactos a los tres últimos árboles que le quedan sin talar en su terreno. Pero no están. Y como los troncos no regresan a sus raíces, se jura que ahora sí, que esta será la última vez.
Tardaron varios días en encontrar los cadáveres. Un peón del escocés fue el que se dio cuenta, por el olor. Un tipo de campo, muy baqueano, con el olfato tan entrenado como para percibir la diferencia entre la osamenta de una vaca y los cuerpos de dos cristianos muertos. Las sutilezas de dos tipos de pestilencia. El tipo solo podía fiarse de su nariz, porque los chimangos, siempre hambrientos de carroña, hacía muchos años que ni se molestaban en pasar por ahí.
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