La puerta de la habitación estaba abierta y Verónica entró. Su mamá seguía acostada, con los ojos abiertos; no dormía. En la mesa de luz se acumulaban varios vasos, algunos vacíos, otros con jugo de naranjas, agua, gaseosa ya sin burbujas; pañuelos de papel, un reloj despertador con la alarma apagada, el teléfono móvil con la batería baja. Verónica se arrodilló ante la cara hinchada, pálida, de su madre: no sabía qué decirle. Ella también estaba triste, ella también extrañaba a Martín, pero no quería seguir encerrada en la casa, con todo el verano afuera, los gritos de los chicos en las piscinas de las casas vecinas, las colas de gente en la heladería de la esquina y el cielo de un celeste completo, sin manchas blancas, tan cercano que parecía al alcance de la mano si uno se ponía en puntas de pie, extendía el brazo y cerraba los ojos. Verónica no aguantaba más esa casa que, por cerrada, conservaba la frescura de una primavera fría y no quería seguir pensando en los últimos días de Martín, que había ido lleno de miedo a la cirugía, que nunca, nunca, se había creído las palabras optimistas de sus padres, de sus médicos, de nadie.
—Mamá —dijo. —Mariela me invitó a la pileta. ¿Puedo ir?
Mariela era nueva en el barrio —se había mudado con su familia a la casa de la esquina, una de las más grandes de la cuadra, hacía apenas tres meses. Solían verse en la parada del colectivo, cuando lo esperaban juntas para ir al colegio y a veces se cruzaban en el minimercado o el kiosko: Verónica estaba a cargo de las compras desde hacía semanas porque su madre ni siquiera se levantaba de la cama y su padre, cuando volvía del trabajo, se sentaba a llorar frente al televisor.
A veces Verónica creía que exageraban el duelo, que la muerte de Martín les dolía demasiado. ¿Sería porque ahora debían conformarse apenas con ella? La habitación de Martín seguía intacta, como solía pasar en las películas trágicas que pasaban los sábados a la tarde: nadie había tocado los posters de Nirvana y los White Stripes, ni la guitarra eléctrica apoyada contra la pared, ni siquiera los medicamentos que brillaban bajo el sol, sobre el escritorio. Habían pasado cuatro meses y Verónica creía que, si seguían sin atreverse a tocar esa habitación —que quedaba al lado de la suya— se llenaría de polvo y de algo más, de una presencia flotante, escondida. Ella ya la sentía. No entraba a la habitación de Martín salvo que estuviera obligada a hacerlo, porque creía que él, con sus labios azules y sus dedos azules y el tubo de oxígeno con rueditas, la esperaba detrás de la puerta. Su madre, dos veces, le había pedido que trajera de la habitación la laptop de Martín: la quería para leer sus archivos, mirar sus fotos, recordar y llorar. Las dos veces Verónica había entrado corriendo a buscar la computadora, siempre imaginando que Martín salía del armario, con los ojos hundidos y susurrando no te lleves mis cosas no miren mis cosas no te metas hija de puta.
O peor: cuando imaginaba que Martín estaba todavía en la cama, se levantaba con los cables y tubos que le habían puesto en el hospital colgando de los brazos —y con los dedos largos y azules, eran tan extrañas esas manos de ahogado, tenían ese color por la falta de oxígeno— y le gritaba por qué yo, por qué vos no, por qué a mi, por qué vos no.
—Quién es Mariela —dijo su madre.
—Es la vecina nueva, de la esquina. Me invitó a la pileta.
Su madre la miró con ojos llenos de desprecio y de reproche. Cómo podía querer dormir al sol, refrescarse, jugar y reír en el agua de enero después de la muerte de su hermano, eso decían los ojos irritados de su madre. Pero en cambio dijo:
—Claro, claro.
Verónica buscó su bikini, que estaba perdida en el cajón de la ropa interior, y la guardó en la mochila, junto a una gaseosa bien fría, para convidarle a Mariela, y una toalla. Cuando cerró la puerta y guardó las llaves en el bolsillo del jean, sintió que se alejaba de una bóveda helada y el sol la encandiló, como si ella también fuera una pequeña muerta que volvía a conocer los días.
Era sábado por la tarde, y la familia de Mariela descansaba del asado bajo el toldo del patio. La madre, gorda y hermosa, de pechos inmensos y un pareo de tela hindú que le cubría las caderas, le presentó al resto de la familia. Osvaldo, el padre, llevaba anteojos negros aunque estaba a la sombra; Paulina, la hermana mayor, estaba vestida como si fuera otoño, con una remera de mangas largas y pantalones anchos: parecía que no le gustaba la pileta. Tenían dos perros, Lula y Bauer, que saltaban excitados.
—Mariela ya viene — dijo Julia, la madre. —Fue a comprar helado. ¡Nos olvidamos del postre!
Paulina ofreció un vaso de Coca Cola y preguntó si quería comer algo: habían sobrado chorizos, podían hacerle un sandwich, o un plato de ensalada, si prefería. Verónica dijo que no de pura vergüenza: en su casa la comida no faltaba pero era siempre la misma dieta de congelados y hamburguesas y pizza. Hubo un silencio incómodo y Verónica vio cómo los padres de Mariela intercambiaban miradas. Fue la madre, finalmente, la que se atrevió:
—Nos contó Mariela que tu hermano murió hace unos meses.
Verónica no contestó. Pero la madre de Mariela insistió.
—¿Cómo están tus padres?
—Bien.
Otro silencio. Solamente se escuchaban a los perros, peleando por un hueso, que resoplaban en el calor del patio.
—Si necesitan ayuda, estamos a disposición.
—Ayuda espiritual —agregó Paulina, mientras servía Coca Cola. —Somos cristianos. ¿Ustedes son cristianos?
Verónica tuvo que admitir que no.
—Ah, pero nunca es tarde para Dios —dijo Paulina.
Mariela llegó en ese momento, con un kilo de helado en un pote de telgopor, envuelto en una bolsa de plástico. Lo dejó sobre la mesa para saludar a Verónica: parecía contentísima de verla. Ella misma sirvió el helado en unas copas que llamó «especiales». Mariela estaba bronceada y olía a coco; ni bien terminó de tomar su helado corrió hasta la pileta y se zambulló con un golpe de agua que asustó a los perros e hizo enojar a su madre. Verónica la siguió, con más cuidado: entró al agua cuidadosamente, un pie por vez, después los muslos, el vientre, hasta que hundió la cabeza bajo el agua y ahí, en esa tranquilidad celeste, con los pulmones llenos de aire y la boca bien cerrada, pensó que nunca, nunca quería volver a su casa.
Las visitas a la casa de la esquina duraron todo el verano y, de a poco, se fueron haciendo más extensas. Verónica empezó a llamar a la familia por su apellido: los Domínguez. Así pedía permiso cada vez que iba a visitarlos. Sencillamente gritaba: «Mamá, me voy a lo de los Domínguez”. Sus padres nunca querían retenerla. A fines de enero, Verónica empezó a quedarse a dormir en casa de los Domínguez. El único día que no visitaba a los Domínguez era los domingos: la familia entera iba al Culto, como llamaban a su iglesia. Si al principio la familia de la esquina le había parecido ideal, ahora que las tardes volvían a ser frescas y la escuela aparecía en el horizonte como una tormenta amenazante, los Domínguez ya habían mostrado algunas de sus fallas. La casa tenía demasiados cuadros religiosos, escenas que Verónica no podía comprender pero le parecían vagamente amenazantes o violentas: un hombre de barba blanca metiendo la mano entre las costillas descarnadas de Jesús; el Cristo con dos otros hombres a cada lado, las manos retorcidas por los clavos, la sangre chorreando sobre la madera; una estatua blanca que miraba arder a una ciudad, el fuego del incendio en el horizonte de la noche. Y la peor de todas: Jesús abriéndose el pecho con las manos, dejando el corazón a la vista, un corazón muy rojo rodeado de llamas o alas; trataba de mirarlo lo menos posible, de olvidar los detalles, le recordaba a Martín, a la operación.
Tampoco le gustaba la abuela: había pasado todo el mes de enero sin conocerla, porque la anciana pasaba el principio del verano con su otra hija, la tía de Mariela, hermana del padre. Había vuelto una mañana, cuando todos tomaban el desayuno —jugo de naranjas, leche chocolatada— en la cocina. La abuela tenía el pelo muy largo y completamente blanco peinado en una larga trenza y, como el padre, usaba anteojos oscuros. Era un problema en los ojos, le había explicado Mariela: los dos tenían fotofobia, si no usaban anteojos les dolía tanto la cabeza que no podían levantarse de la cama. Verónica saludó a la abuela con un beso pero fue como besar a una muñeca. No se movía, no respondía de ninguna manera. Con los días se enteró de que estaba muy enferma y que no tenía energía para más que ver televisión en su cuarto, leer la Biblia e ir al baño. Verónica se la había cruzado yendo al baño, por la noche: no llevaba puestos los anteojos y en la oscuridad los ojos le brillaban como llamas de fósforos, como si tuviera las cuencas huecas y, a través de los agujeros, se pudiera ver el fuego que la consumía por dentro. No volvió a dormir esa noche y se la pasó escuchando la respiración de su amiga, lenta y pacífica, mezclada con la de la abuela que, como el cuadro de Jesús, le hacía acordar a su hermano, a la respiración agitada, superficial, agónica, de sus últimos días.
Pero, pensaba Verónica, de todas maneras seguía prefiriendo la casa de Mariela a la suya propia. Varias veces los Domínguez le habían insistido en que trajera a su madre para tomar un té o incluso sugerían visitarla. Decían que no podía seguir así, que tenía que superar la muerte de Martín, que ellos eran capaces de llevarle la paz de Dios y ayudarla a aceptar Su voluntad. Verónica seguía rechazando los pedidos, amablemente; había escuchado demasiadas veces a su madre insultando a Dios. Sabía que un encuentro, cualquier tipo de encuentro, era imposible.
En la casa de los Dominguez había que orar antes de dormir, todas las noches, y confesar a los padres los pecados del día. Paulina nunca confesaba: la hermana mayor no pecaba. Pero Mariela sí; y si la madre consideraba que los pecados eran muy graves, la castigaba. La hacía limpiar la habitación, o lavar los platos después de cada comida durante una semana, o le prohibía usar internet. Cuando Verónica trataba de ayudarla, la detenían: «Tiene que cumplir con Dios ella sola», le decían.
Mariela no se quejaba. Una noche, cuando terminó de rasquetear una olla que había pasado demasiado tiempo sobre el fuego, pidió permiso para quedarse un rato en el patio antes de ir a dormir: la noche estaba cálida y hermosa. Los padres la dejaron. Mariela y Verónica se sentaron al borde de la pileta, con los pies dentro del agua, para refrescarse. Un poco de viento movía los rosales sin flores; iba a llover.
—Es horrible que te castiguen así —dijo Verónica. Cada vez que veía a su amiga trabajar después de confesar sentía que la ahogaba el enojo, la injusticia.
Mariela se rió.
—Mis papás son super blandos; no sabés las cosas que les hacen a otras chicas del Culto.
—¿Qué cosas?
Mariela movió los pies adentro del agua.
—No sé si te puedo contar cosas del Culto.
—¿Por qué no?
Mariela se dio vuelta para comprobar que sus padres estuvieran en la sala, ante el televisor, viendo una película. Desde la pileta se veía el resplandor azul, que titilaba.
—El verano pasado la mejor amiga de Paulina se escapó de la casa. Se llamaba Celeste. Bueno, se llama; nadie sabe dónde está, pero nos hubiéramos enterado si está muerta. Desde que Celeste se fue Paulina se volvió más religiosa, como es ahora. Celeste era muy devota, ayudaba al pastor, daba clase de lectura de la Biblia en la escuelita del culto y era solista del Coro. Pero veía cosas. Decía que, por su barrio, andaba un auto sin nadie al volante, que había visto el volante moviéndose solo, porque el coche llevaba las ventanillas bajas. O contaba que en la alcantarilla de la esquina de la Iglesia se asomaba un hombre con la cara pintada de blanco y decía que había que tener cuidado porque, a veces, sacaba las manos y atrapaba los tobillos. Es pecado escuchar y contar historias así, en la Iglesia nos prohíben las películas y los cuentos de terror. Celeste confesaba cada vez que veía algo y su mamá la castigaba con el Armario. La encerraba. El Armario, adentro, tenía una pintura de Satanás, con cabeza de perro y ojos rojos; eso me contó Celeste. La pintura estaba iluminada por una lamparita y el armario era muy chico, nunca podía estar cómoda, siempre se contracturaba o le hormigueaban las piernas hasta que no las sentía más. El castigo duraba hasta que su mamá lo decidía, la encerraba con llave. El Armario es un castigo común en el Culto, pero mis papás piensan que no sirve. Y creo que tienen razón. El problema con Celeste era que no paraba de contar historias porque, según ella, no las inventaba. Ella veía cosas de verdad. Pero el desastre fue cuando empezó con lo de la casa abandonada de su barrio. Decían que estaba embrujada.
—¿Ustedes creen o no en esas cosas?
—Claro que creemos. El Diablo existe. El Diablo toma muchas formas. Pero tenemos que darle la espalda. La mejor manera de combatir al diablo es ignorarlo, dice el Culto.
El diablo puede tomar muchas formas, pensó Verónica.
Puede ser un auto sin conductor, o un hombre con la cara pintada en una alcantarilla puede ser un chico con un tubo de oxígeno detrás de una puerta o una vieja con fuego en los ojos
no no no
Mariela continuó:
—Celeste estaba obsesionada con la casa embrujada. No sé cuántas veces le dijimos que se olvidara; rezamos juntas, con mis papás, para que dejara de pensar en la casa. Pero ella decía que, cuando pasaba por la puerta, la llamaban desde adentro. Que había visto una mano en la ventana, saludándola, aunque la casa estaba deshabitada. Una tarde se metió en la casa. Quería comprobar que nosotros teníamos razón, eso nos dijo, que la casa estaba vacía. Y lloraba, gritaba que estábamos equivocados. Subió hasta el primer piso de la casa y, cuando entró en una de las habitaciones, vio a una persona ahorcada, colgada de una viga del techo. Decía que la persona, un hombre, tenía la cara negra. Y que, cuando ellá entró, abrió los ojos.
—Ay, no Mari, no.
—Eso contó Celeste. Si es pecado repetirlo, que Dios me perdone.
—¿Y qué hicieron?
—La mamá llamó a la policía. Pero no encontraron nada. Los policías dijeron que no se podía subir al primer piso de la casa porque la escalera estaba demolida. Estaban seguros de que Celeste jamás había estado en el primer piso. Salvo que haya, no sé, volado.
—¿Vos qué crees?
—Yo le creí. Celeste no vio a un ahorcado. Vio al Diablo. Esa noche la mamá la encerró toda la noche en el Armario. A la mañana, cuando le abrió, estaba desmayada. Se había hecho pis y caca ahí adentro, un asco. La dejó ir a bañarse y descansar antes de visitar al Pastor, pero, nadie sabe cómo Celeste se escapó. Y no la encontraron más.
Verónica no supo qué decir. En todo ese verano nada, ni los rezos antes de dormir, ni la abuela con los ojos ardientes, ni los cuadros llenos de sangre la habían preparado para una historia así, con esa chica probablemente loca encerrada en un armario por una mujer bruta. Durante todo el verano habían hablado de los chicos que les gustaban, de la escuela —iban a la misma, aunque a distinto grado; Mariela tenía 12 años, uno más que Verónica—; habían mirado blogs de moda, habían hecho listas de la ropa que querían comprarse, habían visto películas y leído mangas y habían pasado horas en Facebook. Los padres dejaban que Mariela hiciera exactamente lo mismo que cualquier otra nena: como a todas, le controlaban lo que veía en Internet, no la dejaban mirar televisión después de las diez de la noche, ni hablar horas por teléfono ni salir sola. Cierto: las películas de terror estaban prohibidas en la casa de los Dominguez. Pero Verónica conocía muchas casas con esa regla, de otras amigas que no eran religiosas. Salvo por los domingos en la Iglesia y las oraciones, era una familia normal. Paulina era rara pero Paulina tenía 16 años, la misma edad que su hermano cuando murió; y Martín también había sido raro y no porque estuviera enfermo, se había puesto raro cuando empezó la secundaria y dejó de ser su amigo, y Paulina era igual.
Esa noche Verónica no se quedó a domir en casa de los Domínguez, aunque estaba invitada. En su cama, en su habitación, le costó dormirse: algo se movía en la habitación de su hermano. En el armario de su hermano. Sabía que era su madre: algunas noches acariciaba la ropa de su hijo y hojeaba sus carpetas del colegio. Pero no podía dejar de pensar en Celeste, encerrada con una lamparita que colgaba del techo y el Diablo que la miraba, con ojos rojos, desde la pared.
Verónica evitó ir a la casa de Mariela durante dos días. Le mandó un mensaje, dijo que tenía que empezar a preparar las cosas de la escuela. Era mentira: no quería verla. Trató de contarle a su padre pero, antes de empezar a hablar, mientras revolvía un puré instantáneo algo rancio, se arrepintió. Mariela era su amiga y, en estos meses, a pesar de las estupideces sobre el Diablo, la había tratado mejor que sus padres. La había hecho reír, le había preparado milanesas al horno, le había acariciado el pelo cuando ella lloraba porque extrañaba a su hermano; porque lo extrañaba, a pesar de que en los últimos años, Martín había dejado de hablar con ella, aunque siempre estaba de malhumor porque se sentía mal.
No le dijo nada a su papá sobre el Diablo y los Dominguez. Hablaron de la escuela, que empezaba en dos semanas y del verano, que se terminaba. «Si tu mamá está mejor», dijo su padre, «el verano que viene nos vamos al mar”.
Al día siguiente, volvió a la casa de Mariela. La abuela estaba sentada en el patio, peinándose, con un camisón blanco y las piernas hinchadas. El pelo le llegaba casi hasta el suelo. Los perros estaban sentados a su lado: parecían sus custodios. Los Domínguez la recibieron con la alegría de siempre. Y, durante la cena, la invitaron por primera vez al Culto.
Verónica dijo, rápidamente, que tenía que pedir permiso en su casa, aunque no iba a hacerlo: sus padres no podían enterarse. Le hubieran prohibido ir. Solían decir que los religiosos eran ignorantes, y peligrosos.
—¿Tengo que llevar algo en especial?
—El corazón abierto, nada más —dijo Paulina y hubo algo en su sonrisa que le disgustó a Verónica. Sonreía como si guardara un secreto.
Nunca había estado en una Iglesia así. Tenía una cruz en la entrada pero adentro parecía más bien un club, con sillas de plástico y un escenario, nada que ver con las Iglesias de banco de madera y altar y vitreux; nada que ver con una iglesia católica, las únicas que Verónica conocía. El pastor era joven y estaba gordo: cuando gritaba, su cuello se enrojecía. Hasta la mitad del sermón, Verónica pensó que el Culto era bastante aburrido. Pero entonces el pastor habló del espíritu santo y Paulina, que estaba a su lado, empezó a llorar con los brazos extendidos y a hablar. No se le entendía nada de lo que decía. Muchos otros se acercaron al pastor, que, cuando les apoyaba la mano en la cabeza, los desmayaba. Verónica tuvo miedo pero Mariela le susurró que no era nada, que su hermana hablaba en lenguas y que los que hacían fila para el pastor estaban recibiendo al Espíritu Santo. Después fue el momento de Dar Testimonio y dos mujeres hablaron: una contó que el Señor Jesús le había curado la artrosis, la otra que el Señor había expulsado al demonio de su casa y le había devuelto la paz. El lugar olía a transpiración y a comida. A veces los gritos hacían temblar las sillas de plástico. Pero Verónica no estaba impresionada. Tampoco estaba convencida. Al final, todos —menos ella, que no sabía la letra— cantaron una canción que decía:
Al Gólgota ve, alma mía;
Contempla por fe al Señor,
Que clama y la muerte ansía,
Sufriendo por mí con amor.
—¿Te gustó? —Paulina le sonreía otra vez, con ese gesto burlón. Estaba despeinada y con las mejillas coloradas.
—¿Qué se siente cuándo hablás en lenguas? —quiso saber Verónica.
—Se siente a Dios. No lo podés entender.
Me odia, pensó Verónica. Antes de que pudieran seguir hablando, el Pastor se acercó para saludarlos. Habló, alejado de las chicas, con los padres; la abuela no había venido, estaba demasiado débil. Después de un rato, vio a Verónica. «¿Quién es esta muñeca», preguntó, y le acarició la cabeza. «Sería lindo que nos acompañes mañana en el Bautismo», le dijo, sonriendo. Y después se fue, listo para saludar a otra familia.
En el auto, los Domínguez comentaron lo extraño de la invitación del Pastor, porque el Bautismo era una celebración a la que no solían concurrir personas que no fueran miembros del Culto. Julia, la madre, miró a Verónica por el espejo retrovisor y le preguntó si quería participar del Bautismo. «Es mañana a la mañana, te podés quedar a dormir».
—Bueno —dijo Verónica, y no preguntó más. Estaba segura de que se trataría de otra ceremonia llena de gente que gritaba.
Algo la despertó y, cuando miró a su alrededor, no supo dónde estaba. En la oscuridad reconoció la habitación de Mariela y, en seguida, la vio durmiendo en la cama de enfrente, con una pierna destapada y la almohada sobre la cabeza.
También reconoció rápido qué la había despertado. Unos golpes en la ventana, secos, claros. Verónica se sentó en la cama y vio, a través del vidrio, a su hermano. Allí estaba, con una camisa abierta desprendida y el pecho abierto, el esternón partido y el corazón al aire, completamente quieto.
El corazón muerto.
Su hermano se llevó uno de sus largos dedos azulados a la boca, para indicarle que no gritara. Verónica lo intentó, para despertarse de la pesadilla, pero no pudo. Como solía pasar en las pesadillas, estaba muda.
—Vení, Vero —dijo Martín. Hablaba bajo, pero ella le entendía perfectamente. —Tengo algo que decirte.
Es un sueño, pensó Verónica. Y se dejó llevar. Era su hermano. Lo extrañaba, quería volver a hablar con él. Trató de mirarlo a la cara, que era casi la de siempre; no se parecía a la del funeral, tan delgada y gris.
(pero el pecho, y la sangre, esa herida)
Martín la guió hasta los rosales secos. Los perros dormían inquietos, gimiendo. Verónica quiso tocar el brazo de Martín pero no pudo. Como si su hermano estuviera hecho de humo. No le gustaba ese sueño, ahora. Estaba a punto de llorar. Los ojos de su hermano parecían cansados y reflejaban la luna. De noche, tenía los labios y las manos más azules que nunca.
—No vayas. No vayas. Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién puede conocerlo?
—¿Qué no vaya adónde? Martín, mamá te extraña mucho.
Su hermano la miró con paciencia, con ternura.
—Recordá lo que acabo de decirte. Hay cosas peores que la muerte.
Verónica empezó a llorar, quiso volver a tocarlo, pero su hermano retrocedió y se fundió en la pared detrás de los rosales. Ella se arrodilló sobre el pasto y se golpeó la cabeza para despertarse, se tiró del pelo, intentó gritar otra vez y, por fin, despertó.
Mariela seguía durmiendo en la cama de enfrente, ahora totalmente tapada por la sábana. El vidrio de la ventana estaba cubierto por las cortinas. Verónica intentó volver a dormirse. Sentía mucha más tristeza que miedo y tenía los pies muy fríos, como si hubiera caminado toda la noche por sobre una pista de hielo.
Al despertar, Verónica ya había olvidado los detalles de la pesadilla. Recordaba, sí, una pesadilla. Unos golpes en la ventana. Estaba triste. Nada más. No habló mucho durante el desayuno ni en el auto, pero todos iban callados. Llovía y parecía que, más tarde, podía desatarse una verdadera tormenta de verano.
El Bautismo se hacía en la parte de atrás de la iglesia. No había demasiada gente; unas cincuenta personas, todas rodeando un piletón blanco. La mitad de las personas vestían túnicas blancas, estaban descalzas y, en el caso de las mujeres, llevaban el pelo suelto. El Pastor, con la Biblia en la mano, caminaba sobre una plataforma y nombraba a quienes se sumergían en la bañera; no era un bautismo como el de los bebés en las iglesias que Verónica conocía: los fieles se metían por completo en el agua, hundían la cabeza y el cabello largo de las mujeres quedaba flotando alrededor de sus cabezas como moluscos velludos.
La gente seguía llegando y se acomodaba como podía, porque el espacio era relativamente chico. Traían con ellos la humedad de la lluvia que se evaporaba y hacía chorrear a las paredes. Algunos de los recién llegados empezaron a cantar pero a Verónica le costaba verlos porque ya no quedaba espacio, la empujaban, y en un empujón demasiado fuerte perdió de vista a los Domínguez. Empezó a transpirar: se dio cuenta de que tenía miedo. El coro cantaba pero la melodía era extraña, nerviosa, y no podía entender una palabra de la letra. Estaba segura que no era una de las canciones del día anterior. Era una música horrible, repetitiva, y se escuchaban gritos.
Otro empujón la arrojó al lado de la plataforma por donde el pastor caminaba y leía la Biblia. Desde ahí podía ver la fila de los bautizados. Se sorprendió: la siguiente en la fila de los bautizados era la abuela de Mariela. Verónica buscó a su amiga, y a los Domínguez, pero no pudo verlos. La abuela, con su largo pelo blanco, se desnudó para entrar en el agua.
Tenía la piel verde y cubierta de pelusa, como una mandarina podrida. No llevaba los anteojos oscuros y Verónica volvió a ver los fósforos que ardían bajo sus párpados en lugar de las pupilas.
—Jeremías diecisiete nueve —gritó el pastor. — Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?
Entonces Verónica recordó. Cómo podía haberse olvidado.
no vayas no vayas
Pero ya había venido. La vieja de piel verde llena de fuego se hundió en el agua y Verónica no quiso ver más. ¿Podría cruzar la plataforma desde la que predicaba el pastor sin que nadie la detuviera? La gente cantaba y gritaba, no prestaba atención. Intentó trepar de un salto pero entonces vio los zapatos del Pastor. Eran enormes. No eran zapatos normales. Tiene los pies deformes, pensó Verónica. Eran lo suficientemente grandes como para calzar la pezuña de una vaca. O de una cabra.
hay cosas peores que la muerte ay por qué no le avisé a papá que venía acá, él lo hubiera recordado, él no me ignora, está triste eso es todo está triste pero nos vamos al mar sí el año que viene nos vamos al mar
Puedo pasar por debajo de la plataforma, pensó Verónica, y se agachó. No había nadie ahí abajo, ella era ágil y delgada, no había mucho espacio pero podía agacharse. Pasó por debajo del escenario caminando en cuclillas como un cangrejo. Del otro lado quedó atrapada entre la gente que lloraba y cantaba; desde ahí no podía ver a la vieja verde en el agua, apenas oler su podredumbre. Un nuevo empujón le dejó un insólito vacío y se arrojó hacia ese espacio entre dos mujeres que babeaban. Pero no pudo moverse. Algo la estaba sujetando de los tobillos. Miró el suelo y vio dos manos azules que le rodeaban los pantalones, justo encima de los pies. No se atrevió a luchar contra las manos, intentar deshacerse del abrazo. Eran manos de uñas finas, eran dedos azules que ella conocía muy bien.
Escribe
Cuando sientan en sus manos el peso de la nueva revista Orsai, huelan sus páginas y lleguen por fin al cuento de Mariana Enriquez, dejen prendida alguna luz de la casa. Como le es costumbre, la mejor escritora de terror de la actualidad —y, por mucho, una de las mejores plumas de la literatura hispana— nos espanta con una historia brillante, hasta hoy inédita en Argentina: «Los Domínguez y el diablo».
El relato cuenta la historia de Verónica, quien tras la muerte de su hermano decide alejarse del luto familiar y comienza a frecuentar a sus vecinos, los Domínguez, que le ofrecen días de gaseosas, pileta y una extraña transformación espiritual. La primera que escuchó el cuento fue Caro Martínez, editora de Orsai, en un espectáculo teatral de la autora llamado No traigan flores. Como le heló la sangre, le pedimos a Mariana el texto para publicarlo en la revista N10, y ella lo cedió gentilmente.
Pero no solo se trata de un cuento que se publica por primera vez en Argentina, sino que es un tributo perfecto al rey del terror, Stephen King, con la impronta Enriquez y lo que mejor sabe hacer: darle al género un abordaje local y cotidiano que nos hace pensar que en cualquier momento nos puede caer encima una desgracia de proporciones bíblicas.
Ilustra
Por si no bastaba con las cosas que nos hace imaginar el texto de Mariana, el arte de Val García Durán no hace más que contribuir a la causa. Las ilustraciones son tan maravillosas como inquietantes, dialogan con el cuento de manera perfecta y completan el cuadro perturbador de la historia. Son un sueño. O mejor: una pesadilla.
<- Boceto 1Boceto 2 ->
La interpretación sonora, a cargo de Malena Villa, actriz de «La muerte de un comediante»
Si de algo podemos jactarnos en Orsai es de exprimir al máximo los talentos que nos cruzamos en el camino. Por esa razón, Malena Villa, la genial actriz que interpreta el papel de Leena en «La muerte de un comediante», es la voz a cargo de la versión sonora de «Los Domínguez y el diablo». Su lectura es espectacular y marida perfectamente con la historia. Aquí, un adelanto.
00:0000:00