Hasta que un día, quién sabe cómo, en lugar de un diseñador de renombre apareció un buscavidas que fingía hablar un idioma exótico, y convenció al emperador de que era el mejor diseñador de Oriente.
El emperador le creyó. Entonces el falso diseñador le dijo que tenía para ofrecerle una prenda única: un traje que no se había puesto todavía ningún rey de Occidente, y que tenía una virtud excepcional: era un traje confeccionado con una tela exquisita que solamente podía ser vista por personas inteligentes. Es decir: el que no veía el traje era un estúpido.
El emperador quedó extasiado. El traje era la herramienta perfecta para detectar a los idiotas de su entorno. «Quiero doce trajes, uno por mes» dijo, y pagó una fortuna por adelantado.
El diseñador se llevó la plata y mandó a decir que estaban importando la materia prima: unas telas que, cortadas con maestría, marcarían un antes y un después en la historia de la moda.
Pasaron dos semanas y el emperador, muy ansioso, quiso ver el primer traje. Pero como tenía miedo de que pasara lo peor (es decir: no poder ver el traje y quedar en ridículo), mandó a su jefe de Gabinete a la casa del diseñador. Cuando el diseñador abrió el ropero y le mostró el traje, el jefe de gabinete no vio nada, y tuvo que disimular para no quedar como un estúpido.
«¡Qué hermosura!», dijo. «¡Que no sean doce trajes, que sean cincuenta y dos, uno por semana!».
El Gobierno pagó un montón más de dinero y el falso diseñador se hizo rico. Hasta que unos días después, más ansioso que nunca, el emperador mandó de nuevo a su jefe de Gabinete para ver cómo iban los cincuenta y dos trajes.
Cuando el hombre vio el ropero, otra vez vacío, se deshizo en elogios y decidió que el emperador debía tener trescientos sesenta y cinco trajes, uno por día. Y los mandó a confeccionar.
Los trajes mágicos tenían en vilo a todo el pueblo. Y el emperador se moría de ganas de ponerse el primer modelo. Así que aprovechó el día de la independencia y se hizo traer uno de los trajes.
Cuando le mostraron la prenda, al emperador le dolió la panza. «¿No es una maravilla?», le preguntó el jefe de gabinete. El emperador tragó saliva, porque no veía ningún traje. Buscó con la mirada al diseñador, que sonriente le dijo: «Es un traje increíble, de un género muy liviano, como si fuese una tela de araña… ¡Pruébeselo, emperador! Quizás le parezca que no lleva nada, ¡pero esa es justamente la gran virtud de esta tela!».
Acorralado por el diseñador y el jefe de gabinete, el emperador se sacó la ropa despacio y empezó a ponerse el traje nuevo. A ciegas, porque no veía ni tocaba nada. «Increíble, emperador», le dijo el jefe de gabinete, «es hora de lucir esto en la calle. El pueblo lo está esperando».
Lo más resuelto que pudo, el emperador salió a la calle y se enfrentó a un pueblo que, descolocado, vio a un hombre viejo y algo fofo con la piel colgando, aunque (para no quedar como estúpidos) todos intentaron disimular.
«¡Qué lindo traje!», decían los hombres. «Qué bien cosido», murmuraban las señoras. Hasta que, en medio de la multitud, un nene colorado se soltó de la mano del papá y, señalando la entrepierna del mandatario, gritó: «¡El emperador está en bolas!».
El jefe de gabinete se quedó blanco. Dos soldados miraron al nene con estupor y se acercaron para apresarlo. Entonces el nene colorado dijo: «¡Pero si todos lo están viendo! Tiene un huevo más alto que el otro». Y entonces los soldados, como despertando de un letargo, empezaron a decir: «Es verdad, tiene un huevo más alto». Y el rumor se convirtió en un murmullo, el pueblo empezó a gritar: «¡El emperador está desnudo!».
Y aunque el emperador siempre había pensado que el pueblo nunca tiene razón, por las dudas se tapó los dos huevos con las manos y se metió en el palacio. Al día siguiente, echó a su jefe de gabinete y contrató al nene colorado, porque fue el único que le dijo la verdad.