A menudo sueño despierto con Buenos Aires. Por momentos, estoy hojeando libros en las librerías de usados en la avenida Corrientes, o estoy tomando un café con leche en Las Violetas, sobre la avenida Rivadavia. En otros ensueños, estoy en el departamento de mi padre, en Sánchez de Loria, en el séptimo piso de un edificio gris y brutalista, contemplando cómo el sol se pone sobre el cemento blanco.
Más que un ensueño, es un anhelo; un anhelo por otro tiempo y otro lugar. A veces estoy viajando por la Victoria Line, una mañana sombría londinense, y mi cerebro invoca la locución de una publicidad argentina de panchos de los años ochenta y entonces me dejo llevar, hechizado.
Quizás ya llegué a una edad en la cual la nostalgia es mi droga preferida.
Conocí Buenos Aires en 1987, cuando tenía doce años. Estábamos visitando a la familia de mi padre, a la mayoría de la cual nunca había visto. Nos hospedamos en el Eleven Palace Hotel, un hotel de estilo colonial venido a menos frente a la Plaza Miserere, que en ese momento era una zona llena de casas de empeño judías, de puestos callejeros que vendían tela al por mayor. Una terminal de ómnibus ruinosa traía un flujo constante de pasajeros que venían del interior a comprar. El hotel no era nada especial; un hotel de barrio, elegido porque quedaba a pocas cuadras de la casa donde mi padre se había criado, donde mi abuela aún vivía con mi tío.
No sabía qué esperar de Buenos Aires. Solo sabía que era la ciudad mítica donde mi padre se había criado. Habíamos ido de vacaciones de verano a Menorca y a Barcelona, pero esto era diferente. No había piletas ni playas; había palmeras, pero no se veía ninguna reposera. En cambio, nos encontramos con una enorme ciudad descontrolada, calurosa, polvorienta y cubierta de grafitis.
Buenos Aires era, yo pensaba, lo que una ciudad debía ser: rascacielos, tráfico y taxis con la radio a todo volumen. Se sentía viva. Y, sin embargo, mucho de la ciudad era una fotografía de una época olvidada; los mozos de los cafés se vestían de manera formal, de blanco y negro, y eran atentos como mayordomos ingleses. El ascensor del hotel tenía puertas corredizas del viejo estilo, se podía detener el ascensor entre pisos abriéndolas (hacíamos mucho eso). En la calle a la cual daba el hotel, los autos se mantenían unidos con cinta scotch y optimismo. Las veredas estaban todas rotas y parecía haber un genuino compromiso cívico por mantenerlas así. Los estilos de pelo eran de los años setenta, mullets de los Rolling Stones, corto por delante, largo por atrás.
Conocí a mi familia argentina, a la que había visto solo en fotos. Al principio era incómodo. Todos hablaban. Fuerte. Todo el tiempo. Había chistes que no entendía y discusiones políticas acaloradas («Por favor, ¿podrían dejar de pelear?». «¿De qué hablás? Estamos charlando nomás». «¡Están gritando!». «¡Bueno, así charlamos!»). Me costó un tiempo acostumbrarme al volumen. Ahora valoro la táctica de ganar una pelea simplemente por hablar más fuerte que el contrincante.
Igualmente, me encantaron esas vacaciones. Descubrimos el submarino (una barra de chocolate que se dejaba derretir en leche caliente) y masticábamos Chiclets (chicles que venían en una caja de cartón muy distintiva) y comíamos pizza de Ugi’s, una pizzería de bajo presupuesto que vendía solo de mozzarella. Comíamos sándwiches de miga, como una parodia de un té inglés refinado. Tomábamos la línea A del subte, con sus antiguos vagones de madera y lámparas de cerámica. Viajábamos en colectivos, cuyos choferes decoraban sus cabinas con todas las figuras católicas que entraran. Nos maravillábamos ante el hecho de que cada cosa que comprábamos, desde Coca-Cola hasta zapatos de cuero, decía INDUSTRIA ARGENTINA. Mi abuela nos cocinaba knishes y mi tío nos enseñó a jugar al póquer, apostando fósforos.
Más que nada, me encantaba que Buenos Aires nos perteneciera. Hoy es otra gran ciudad más en un recorrido global, y cada viajero más o menos aventurero con una guía de Lonely Planet ya pasó por unos días de bifes y tango en San Telmo. Pero en ese entonces Buenos Aires estaba sin descubrir. No vimos ningún turista angloparlante en aquella primera visita. Era nuestro propio mundo privado adonde podíamos escaparnos. Era nuestra Narnia. Era mágica.
Esas vacaciones fueron las últimas que pasamos en un hotel de Buenos Aires.
En nuestra segunda visita, mi padre se había mudado a Buenos Aires, y paramos con él en su nuevo departamento.
Solía decir que era mitad argentino. No lo soy.
Nací y me crie en el norte de Londres, hijo de madre inglesa y padre argentino. Me crie bajo la sombra del Alexandra Palace (vi su destrucción por incendio dos veces: la primera vez, en tiempo real, desde el patio de la escuela, y más tarde, esa noche en el noticiero, emocionado por el hecho de que algo tan cercano a nosotros estuviera en la televisión). Jugué al fútbol y a los Top Trumps [cartas Tope y Quartet en Argentina], leía Las crónicas de Narnia, Tintín y Asterix, y pasaba el resto de mi tiempo libre jugando en mi computadora ZX Spectrum. La mayoría de los viernes improvisábamos una cena de Shabbat, prendíamos las velas y rezábamos, si bien ninguno de mis padres era tan religioso como para seguir una dieta kosher u observar las reglas del Shabbat. Disfrutaba de una niñez inglesa de clase media, cómoda, poco remarcable. Mirábamos programas para adolescentes como Grange Hill y Neighbours. No estaba pateando una pelota en un potrero de un barrio porteño.
Hay una manera de ser inglés y argentino a la vez. Existen conexiones históricas entre los dos países. Una ola de inmigrantes británicos se radicó en Argentina en el siglo XIX y rápidamente ganó en prominencia. Uno puede ver esto en los nombres de algunos lugares como Banfield, Temperley, Canning, o en los clubes de fútbol llamados Newell’s Old Boys y River Plate. Mi padre se crio en la calle Virrey Liniers, que cruzando Rivadavia se convierte en Billinghurst. Las conexiones entre Reino Unido y Argentina aún existen en las clases altas; se ven en la gente del polo y del rugby, que van a partidos de polo en el Hurlingham Club de Buenos Aires y toman tragos en Twickenham. Creo que en mi vida nunca conocí a nadie más cheto que los argentinos de clase alta, cuya anglicidad se conserva gracias a que nunca pisaron Inglaterra. Pero aquella versión de inglés-argentino no era para mí. Esas personas vienen de una Argentina diferente a la de mi padre, y existen en una Inglaterra diferente a la mía. Me dan miedo.
Entonces, no, no puedo decir que soy mitad argentino.
Vivimos en una época donde la identidad es nuestra carta de presentación. Cualquier persona que haya pasado un tiempo en las redes sociales verá lo rápido que todos aprendemos a sacar ventaja de nuestras identidades; intuitivamente, entendemos cómo tomar un pequeño elemento de nuestra existencia y construir una marca personal con él. ¿Qué hay en mi formación que me dé autenticidad? ¿Qué es lo que me da la superioridad moral? ¿Qué es lo que me hace parecer menos clase media, menos privilegiado? Resaltamos los aspectos exóticos e interesantes de nuestra identidad y escondemos nuestra educación de colegio privado y nuestra niñez en un barrio acomodado. Somos diferentes, especiales; nuestros puntos de vista tienen verdadero peso. Es un juego que he jugado también, pero, honestamente, ¿qué puedo hacer con mi media argentinidad? No me ayuda para nada. No parezco argentino. No puedo fingir ser latino (mis antepasados eran todos judíos europeos). Nunca viví en Argentina. No tengo ciudadanía. No me crie escuchando a Charly García ni comiendo milanesas. ¡No tomo mate! Hablo un castellano pasable, imperfecto. Estoy increíblemente orgulloso de mis raíces argentinas, pero ¿qué conexión tengo que no sea solamente indirecta? ¿Qué derecho tengo a reclamar un país como propio? Me sentiría un impostor.
Si no soy medio argentino, ¿qué soy? Lo mejor que puedo decir es que soy más inglés que cualquier otra cosa. Soy inglés pero no completamente. Soy incompletamente inglés e incompletamente argentino. Más que nada, soy incompleto.
Además soy londinense, judío, clase media, sexualmente indeciso e hincha de Tottenham Hotspur. Como dije, incompleto.
No puedo escribir sobre Argentina sin escribir sobre mi padre.
Mi padre era la persona más graciosa que conocí. Los chistes a menudo eran malos, pero los contaba con tanta calidez y sentido de travesura que uno no podía evitar reírse. Era artista de vocación y agente marítimo para pagar las cuentas. Era petiso, pelado y panzón (¡gracias por aquellos genes, pa!). Se jactaba de que podía almacenar sopa en sus bigotes. Hablaba inglés con un fuerte acento argentino y tenía un conjunto de frases que desplegaba cada vez que había un silencio en la conversación: «¡Ayer es historia, mañana es misterio!», «¡Compre ahora, pague mañana!», «¡Nunca un momento aburrido!».
Nació en Buenos Aires en 1936, el segundo de cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. No se sabe si su madre nació en Argentina o llegó a los pocos años. El padre de mi padre nació en Ucrania, pero huyó por una combinación de antisemitismo y la posibilidad poco atractiva de ser conscripto en el Ejército ruso. Llegó a la Argentina con veinticuatro años. Entendía algo de castellano después de cinco años de haber vivido en Rumania. Vendía electrodomésticos al por mayor a diferentes negocios. Mi abuela trabajaba en uno de los negocios de su recorrido. La invitó a salir y ella aceptó.
Me da la impresión de que mi padre tuvo una niñez feliz. Mientras yo me quedaba en casa, leyendo y jugando a los videojuegos, él estaba en la calle, rateándose del colegio y jugando al fútbol en el barrio con sus amigos. Creo que estaba más cómodo en compañía de otros que yo. Estar cómodo en compañía de otras personas es una habilidad de vida poco valorada.
Amaba a Boca Juniors y el básquet (como yo, medía un metro sesenta y cinco e insistía en que este deporte tenía que ser organizado por altura, igual que el boxeo se organiza por peso, con canastas más bajas para gente petisa), pero su verdadera pasión era el arte. Dibujaba, pintaba y hacía grabados. No creo que le costara ser artista (le costaba comercialmente, pero creo que siempre sentía una alegría pura al dibujar, que nunca perdió). Cuando salíamos a comer, sus servilletas terminaban cubiertas de garabatos. No podía resistirse. Siempre le envidié esa seguridad.
A comienzos de los años sesenta se mudó a Nueva York, en parte por un deseo por la aventura, en parte por la situación política en Argentina. Fue allá que conoció a mi madre. Ella estaba probando suerte en Estados Unidos y terminó trabajando con la hermana de mi padre. Así se conocieron. Cuando mi madre regresó a Inglaterra, al poco tiempo mi padre la siguió. Se casaron un año más tarde. Trato de imaginarme cómo habrá sido para mi padre mudarse a Inglaterra a finales de los años sesenta, después de vivir en Buenos Aires y en Nueva York. Lo imagino como el mago de Oz pero al revés, viajando de un mundo de color a uno en blanco y negro. Recientemente, descubrí unas viejas películas de ocho milímetros que mi padre filmó en los años sesenta. Las películas de Nueva York están llenas de color y de movimiento. Las películas de Londres son grises y deprimentes; todo impregnado de té y de lluvia.
Buenos Aires es una cuadrícula geométrica, una ciudad construida para arriba, no para afuera. Los porteños viven en departamentos, no tanto en casas, con balcones en lugar de patios. Todos viven (literalmente) uno arriba del otro. Y en casi cada cuadra hay un café, una panadería y un kiosco; podés tomar un café y comer una medialuna sin cruzar la calle. Cuando imagino a mi padre como hombre joven en Buenos Aires, está conversando en la puerta de su edificio, o esperando afuera de un bar, o charlando en una esquina. La vida se vivía afuera, en la calle.
Londres no es una cuadrícula. Es una serie de pueblitos que se expandieron con el paso de los siglos hasta que se fundieron uno con el otro; es un mosaico de calles sinuosas, bordeadas de casas de obreros donde el hombre inglés puede refugiarse sin tener que hablar con nadie. Para mi padre, los suburbios del norte de Londres se deben de haber sentido como el campo. Consideraba escandaloso tener que caminar diez minutos al almacén más cercano.
Si mi padre extrañaba Argentina, no lo demostraba. En la época en que mis hermanas y yo empezamos a ir a la escuela, mi padre tenía un buen trabajo en el centro de la ciudad, alguna que otra exposición de su arte y mucho de lo que ocuparse. Pintaba en un atelier improvisado en el sótano, escuchando el noticiero en una vieja radio Roberts. Los sábados a la mañana entrenaba al equipo de fútbol del colegio en los campos de juego del barrio. Cuando el Tottenham Hotspur fichó a los ganadores del Mundial 78 Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa (Ossie y Ricky, para los hinchas de los Spurs), mi padre ofreció sus servicios como asistente y traductor, y durante unos meses los ayudó a establecerse en Londres. Después consiguieron un agente y mi padre pasó a otra cosa, pero siempre estaba orgulloso de haber ayudado a Ossie y a Ricky a acostumbrarse a la vida en Inglaterra. Hace diez años conocí a Villa en una presentación de un libro. Le mostré una foto de mi padre de aquella época y le pregunté si lo recordaba. Dijo que sí.
En retrospectiva, me doy cuenta de que su forma de lidiar con su nostalgia por Argentina fue hacer como si su país no existiera. No lo visitaba y apenas hablaba en castellano en casa. Lo bloqueó y trataba de concentrarse en su vida en Inglaterra. Funcionó por un tiempo.
Es difícil contemplar este período con ojos de adulto, tratando de recordar cómo lo experimenté de niño. Me perdí tantas cosas porque no las estaba buscando. No tenía motivo para sospechar que algo no estaba bien. Era mi padre, dulce y gracioso. ¿Por qué tenía que cambiar?
En abril de 1982 las tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas. Días más tarde, Reino Unido y Argentina estaban en guerra. Los colegas de mi padre lo acompañaban, pero debe de haber sido difícil no sentir un rechazo cuando los títulos de los diarios despotricaban contra los «argies». De repente, él era el enemigo.
El conflicto no duró mucho tiempo, pero el impacto se sintió. Para cuando terminó, mi padre no solo estaba del otro lado del mundo, sino del otro lado de la guerra. Sé que sus problemas no empezaron con las Malvinas. La nostalgia, la soledad y la alienación venían hirviendo a fuego lento desde hacía rato, y la guerra sacó todo a la superficie. Una semilla de infelicidad floreció en una pena enorme. Lentamente, luego rápidamente, se desmoronó.
Para mi familia, esta era una larga e infeliz época de indecisión. La recuerdo como un par de cortinas cerradas. Mi padre se desesperaba por volver a Argentina y se desesperaba por quedarse en Londres con nosotros. No sabía qué elegir. No estaba ni acá ni allá. Durante mucho tiempo, creo que no estuvo en ningún lado.
Y entonces, en 1988, se decidió. Se compró un departamento en la esquina de Sánchez de Loria y Moreno, a dos cuadras de la casa de su madre, de su niñez. Volvió a Buenos Aires.
Al principio nos visitaba todos los años, y hubo un intervalo surreal de normalidad. Pasaba tres semanas en Londres, en la casa de la familia, fumando habanos gruesos y dejando un rastro de ceniza por toda la casa. Me llevaba a la parada del colectivo para ir al colegio y a la noche mirábamos partidos de snooker [billar británico] y películas viejas. Mi memoria más vívida de esta época es que preparaba muchas ensaladas y usaba demasiado la palabra «condimentos». Me río ahora cuando lo pienso.
Y luego volvía a Buenos Aires. Yo racionalizaba su ausencia diciendo que prefería tener un padre feliz en el otro lado del planeta que un padre roto acá, pero era un compromiso miserable. Lo visitamos en Argentina al año siguiente. Recientemente redescubrí unas fotos de esa época, y hay una comedia negra y deprimente en comparar nuestros primero y segundo viajes a Buenos Aires. En el primero es primavera y estamos sonriendo, felices de descubrir esta nueva ciudad maravillosa. En el otro es invierno y estamos en las profundidades hoscas de la adolescencia; malhumorados y resentidos por las cartas que nos dio la vida. Nadie sonríe. La ciudad tiene un aspecto desolado.
No era del todo deprimente. Existían ventajas en tener un padre en el otro lado del planeta. Durante dos veranos consecutivos de nuestra adolescencia mi hermana melliza y yo volamos a Buenos Aires para visitarlo. A pesar de todas las complicaciones familiares, era glorioso poder escaparnos de Londres para ir a este otro mundo. Se habían instalado varios locales de videojuegos sobre la avenida Corrientes y pasábamos las tardes jugando al OutRun y comiendo churros rellenos con dulce de leche y chocolate. Jugábamos al pool en la Richmond, una confitería lujosa de la calle Florida, y comíamos bifes baratos en la calle Belgrano, en un local plagado de moscas. Era fan de los cómics, y en Argentina adquirí un gusto por Fierro, una antología semipornográfica que me sirvió de introducción a los grandes de los cómics argentinos: Solano López, Alberto Breccia, Muñoz y Sampayo. Pasaba horas curioseando en las librerías de usados sobre Corrientes, donde los cómics y las novelas gráficas estaban apilados al lado de revistas condicionadas envueltas en celofán. Todo se sentía tentador y transgresor. Todavía leo esos cómics; todavía siento un leve resto de aquella anticipación adolescente.
Con el paso del tiempo, mi padre visitaba Londres cada vez menos. Quizás pensaba que no lo necesitábamos tanto. Hubo un período de tres años en que no lo vimos en ningún momento. Recibía una carta suya cada seis meses, siempre rezagada, mientras él luchaba por saber quién era yo. Adjuntaba notas sobre estrellas de pop en quienes yo había perdido interés meses atrás. Estaba resentido: habría preferido que no me escribiera, en lugar de mandarme estas cartas que me recordaban lo poco que sabía de mí. En realidad, no importaba. Para ese entonces estaba descubriendo las chicas y la música indie y estaba muy ocupado, reinventándome a mí mismo con una campera de cuero, como para pensar en él. Nunca es fácil saber qué hacer con un padre o madre ausente. No te enojás con ellos, sino que te enojás con los que se quedaron. Alguna vez me preguntaron cómo me sentía con respecto a mi padre, y dije: lo perdoné hace mucho tiempo, y nunca lo voy a perdonar.
En Buenos Aires, él estaba rearmando su vida, lentamente. Enseñaba inglés y plástica. Realizaba sus grabados. Mis padres se divorciaron y él volvió a casarse con una mujer argentina, católica, de ascendencia italiana, dulce y más joven, que lo adoraba y se preocupaba por él. Yo la quería mucho.
Los dos nos esforzamos por reparar nuestra relación. A medida que yo crecía, viajaba más a Buenos Aires. Visitábamos a familiares o andábamos por el microcentro o jugábamos al pool en un boliche destartalado de Boedo. Me mostraba su arte y yo le mostraba mis cuentos. Comíamos pizza y milanesas y empanadas y bifes, los cuatro alimentos fundamentales de la cocina porteña. Me obligaba a hacer una visita guiada a la Bombonera, a pesar de que ya la conocía. A veces yo salía de copas en Palermo o San Telmo y llegaba a las cuatro de la mañana, y él me esperaba en la oscuridad, una compensación agridulce por perder mis años de adolescente.
Hablábamos del pasado. De las decisiones que él había tomado. Siempre me decía que me amaba y que estaba orgulloso de mí. Trataba de creerle. Hablábamos de Argentina. Insistía en que él no era realmente argentino, sino porteño. «¿Qué tengo en común con un hombre del interior? ¿De Santa Fe o de Tucumán?». Era verdad. Su mundo eran las cuarenta cuadras entre su departamento y el microcentro. El subte de Loria a Perú. Todo lo demás era otro mundo. Era un hombre que vivió en Nueva York y en Londres, pero que vivió los últimos veinticinco años de su vida a dos cuadras de donde se había criado. No podía escaparse de su hogar.
Nuestra situación mejoró. Internet hizo más pequeño el mundo. Encantaba a mis amigos en Facebook. Su suerte como artista también cambió: tuvo exposiciones individuales en Ámsterdam y en Londres, y en 2014 ganó el primer premio en el Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano, un prestigioso concurso nacional de grabado. Estaba orgulloso de él.
Los dos nos esforzamos por reparar nuestra relación. A medida que yo crecía, viajaba más a Buenos Aires. Visitábamos a familiares o andábamos por el microcentro o jugábamos al pool en un boliche destartalado de Boedo. Me mostraba su arte y yo le mostraba mis cuentos.
Una noche gris de diciembre de 2015, era anfitrión de un evento en una librería en el norte de Londres. Había tomado. El evento había terminado, y con unos amigos estábamos ordenando el lugar. Sonó mi teléfono. Era mi tío, en Estados Unidos. Estaba llorando. Me dijo que me sentara.
Me senté.
Me dijo que había habido un accidente. Mi padre y su esposa eran pasajeros en un auto que fue embestido por un camión. Habían muerto instantáneamente.
Mi cerebro insistía en que no podía ser verdad, que era ridículo, impensable, mientras otra parte de mi cerebro supo enseguida que era absolutamente verdadero, irrevocable, innegable, tan real como mis manos o la gravedad. Sentí que iba a vomitar. Grité de dolor. Escribiendo estas palabras ahora, siento un eco de aquel horror y pánico. Nunca desaparece por completo.
Llamé a mi madre y mis hermanas y acordamos en que iría yo a Buenos Aires al día siguiente. Teníamos que apurarnos; las leyes judías insisten en un entierro rápido, y no quería perderme el funeral. Esa noche dormí mal, sin saber qué era real. Recuerdo que sentía mucho calor a pesar del clima de invierno.
Fue un vuelo de trece horas a Buenos Aires y, para ser sincero, fue maravilloso. Durante trece benditas horas estaba solo. Nadie me podía contactar para preguntarme qué había pasado o mandarme su pésame. No había ruido salvo el de los motores. Nada de conversación. Nadie quería nada de mí. Podía fingir que nada de eso había pasado. Miré películas olvidables y el mapa del vuelo. Yo era un punto pequeño atravesando el océano. De alguna manera querría que ese vuelo hubiera durado para siempre; acurrucado en una manta, comiendo comida de avión, ni acá ni allá pero en otro lugar completamente distinto, suspendido en el aire y suspendido en el tiempo.
A pesar de todo, se sentía bien estar en Buenos Aires. Después de estar en pleno invierno inglés, de repente me encontraba rodeado por los jacarandás y el perfume de la ciudad. Era un sueño. Era imposible sentir el duelo; había demasiado para absorber. Sospecho que era más difícil para mi familia en Londres.
Tardé dos días en ubicar a alguien que tuviera las llaves del departamento de mi padre. El mismo departamento que había comprado en 1988, en la esquina de Sánchez de Loria y Moreno. El departamento en el cual nos habíamos quedado tantas veces en las vacaciones, con su piso de linóleo con efecto madera y su heladera cubierta de imanes; con la vista de la primaria enfrente, donde los niños jugaban en sus guardapolvos; con el balcón del séptimo piso, donde mis hermanas y yo lanzábamos aviones de papel hacia el tránsito abajo. Con todas estas cosas, pero ahora sin él.
Entramos con mis tías, hermanas de mi padre. La heladera estaba llena de comida en tuppers; la ropa estaba ordenada en la cama, planchada y doblada; en la mesa había una nota de papel, un recordatorio para más tarde. Todo dejado como si estuvieran a punto de volver. Hay algo ilícito y de voyeur en eso; sentía que invadía su intimidad. Pero alguien lo tenía que hacer. Pasamos un par de horas ordenando algunos de sus efectos. Tomé algunas cosas que mi hermana me había pedido. Levanté suéteres que tenían su olor; una de sus amadas gorras de béisbol que lo hacían parecer un turista norteamericano; una chomba de Boca Juniors. Me llevé un sobre con fotos de la familia y un conjunto de sus pañuelos. Los tengo todavía. Intentamos dejar todo en orden y nos fuimos. Planeaba volver cuando pudiera. Nunca regresé.
Dos días después, una tarde soleada y calurosa, en un cementerio en las afueras de Buenos Aires, enterramos a mi padre. No sabía cómo sentirme. Todavía no lo sé. Luego un auto nos llevó directo del cementerio al aeropuerto y me subí a un avión a Londres. Llegué a casa el veinticinco de diciembre. Merry Christmas.
De alguna manera querría que ese vuelo hubiera durado para siempre; acurrucado en una manta, comiendo comida de avión, ni acá ni allá pero en otro lugar completamente distinto, suspendido en el aire y suspendido en el tiempo.
Amenudo mi esposa tiene que detenerme de entablar conversaciones con hispanohablantes en público. En medio de un paseo perfectamente agradable en el parque, se da cuenta de que escuché a una pareja charlando en castellano y me he acercado con la esperanza de interrumpir su conversación. Me da una mirada. Ahora me está resultando más fácil alejarme.
Pero en las pocas oportunidades en las que me tropiezo con argentinos en público, no puedo evitar abordarlos y hablarles. Les cuento la historia de mi vida en un castellano oxidado, nunca con la certeza de saber qué es lo que estoy buscando. Pocas veces termina bien. Ellos quieren vivir su vida y yo quiero ocuparlos con una conversación nostálgica sobre un país que eligieron abandonar. Supongo que anhelo una conexión: con mi niñez, con mi padre, con otra versión de mí mismo que perdí en el camino. Pero no me pueden devolver las emociones de 1987. No pueden lograr que tenga doce años otra vez. Solo pueden conversar de manera cortés y luego irse corriendo.
A veces me gusta imaginar un yo alternativo, que se crio en Buenos Aires pero cuyo padre vivía en Londres. Me imagino vacaciones de verano, caminando las calles de Walthamstow o Wood Green, o contemplando maravillado el Mercado de Camden u Oxford Street. ¿Cuáles serían las partes de Londres por las que sentiría nostalgia? ¿Me obsesionaría con la cadena Angus Steakhouse o con la disquería Our Price? ¿Anhelaría el Trocadero o los jingles de la radio Capital FM? ¿Me pondría sentimental por los colectivos de dos pisos, o por la línea Piccadilly? ¿Soñaría con golosinas inglesas, con el té inglés? Sé que todo esto es ridículo, pero es igual de ridículo que mi nostalgia indirecta por Buenos Aires.
Para muchos de nosotros, existe un momento. Un punto al final de la adolescencia cuando el mundo mágicamente se abre; cuando ya escapaste de la tiranía del secundario pero aún no tenés las responsabilidades de ser adulto. Es un momento en que te sentís al borde de grandes descubrimientos: sexo y música y drogas y libros e ideas. Sabés que estás en la cúspide de algo especial; sentís que todos los secretos de la vida están ahí, justo debajo de la superficie, brillando, esperando a que te zambullas y los descubras. Se revelarán grandes glorias.
Y luego, la vida ocurre. Y la mayoría del tiempo está bien, y por momentos es maravillosa, pero nunca se compara con ese momento cuando tenés dieciséis, lleno de potencial, cuando cada puesta del sol arde con relevancia. Sospecho que mucha gente pasa su vida en la sombra de aquel momento, sin abrazar completamente el presente, sin comprometerse con el aquí y el ahora, siempre mirando hacia atrás, a una edad cuando todo se sentía posible. Es una trampa, pero es una trampa muy seductora; se mete adentro tuyo como un gusano y te susurra todas las cosas que quieras escuchar. Para mí, Buenos Aires es una trampa. Hay un yo mítico en Buenos Aires que vive en el momento a todo color de un chico de dieciséis años.
Estoy consciente de que mi visión de Buenos Aires es un espejismo. Pasé suficiente tiempo allá para enterarme de la interminable corrupción, la inestabilidad económica, la pobreza, la suciedad, la burocracia sin fin, las manifestaciones constantes y el café siempre decepcionante. Cada vez que visitaba a mi padre, la delincuencia y la basura de Plaza Miserere estaban más cerca de su departamento. Sé que en la vida real es una ciudad como cualquier otra, llena de alegrías y decepciones. No es Narnia: simplemente es otro lugar. Otra ciudad.
Supongo que anhelo una conexión: con mi niñez, con mi padre, con otra versión de mí mismo que perdí en el camino.
Ya pasaron siete años desde que falleció mi padre, y ahora yo también soy padre. Mi vida actualmente es un caminar por Walthamstow, acompañar a mi hija a la escuela, tardes interminables en la placita, algún tren a la oficina y visitas aún menos frecuentes al pub. Argentina podría ser la luna. Y sin embargo, Buenos Aires se ha metido debajo de mi piel. Se filtra en mis sueños. No lo puedo resistir. Me meto en Google Street View para seguir las huellas de viajes que hice hace décadas. Miro videos en YouTube de paseos en bicicleta por la ciudad. Miro fotos en Instagram de la avenida 9 de Julio. Hay un mapa antiguo de Buenos Aires en la pared de nuestro baño y lo contemplo todo el tiempo; la calle donde vivió; la calle donde murió.
Buenos Aires es el fantasma que me obsesiona.
Hay un video de mi padre en la casa donde se crio. Está dando una pequeña visita guiada para la familia, charlando a la cámara en castellano. Su arte cuelga en las paredes, y en el fondo la radio está sintonizada en Dos por Cuatro FM, reproduciendo tango veinticuatro horas por día. Hace que mi corazón cante. Me destruye.
Argentina me dio a mi padre y me lo quitó. Dos veces. Es el país que amaba y el país que eligió en lugar de nosotros. No, no soy mitad argentino, pero es el país de mi padre, y alguna parte de ese país sobrevive en mí. No puedo escaparme de eso. Volveré.
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