La tarde en que Alfonso vio el camión de mudanza estacionado frente al local de la esquina, corrió hasta allá para investigar qué pasaba. El local estaba vacío desde que tenía memoria. Un camión en ese lugar de la cuadra era una gran novedad. Hay pueblos donde ocurren asaltos comando, o terremotos, o fiestas a las que asiste la farándula. Pueblos con piquetes en las rutas, con puebladas o con choques múltiples. Pueblos donde pasan cosas fuera de serie. En Miraduna, en cambio, no volaba ni una mosca. Nunca.
Era un balneario medio pelo. Puro potencial que no terminaba de explotar. Miraduna podría haber sido la meca de las escapadas de los porteños que necesitan ventilar sus pieles verdosas de tanto microcentro. Pero no. La ruta once panceaba hacia el oeste y, a pesar de estar en el staff estable de las promesas de campaña, no había arteria asfaltada que atrajera a los turistas indispuestos a arriesgar sus amortiguadores para llegar a puro ripio hasta el centro mismo de la bahía. Las casas, siempre de una planta, tenían la pintura de colores aguados y carcomida con marcas de salitre que surcaban los revoques. El aire olía a algas descompuestas y, por suerte, el viento era casi permanente. Era tal la monotonía que todavía la gente conversaba sobre los pocos episodios extraordinarios que habían sucedido alguna vez.
Alfonso estaba agotado de escuchar los mismos chusmeríos todo el tiempo, harto de la anécdota ochentosa del circo Curazao, una compañía itinerante que pasó una semana en el poblado y que perdió la carpa completa en el único episodio ciclónico que se recuerde. O de la anécdota de la colonia de aguavivas que aparecieron en la costa. Era un grupo de medusas violetas que se volvieron fluorescentes durante la noche y ofrecieron un espectáculo casi extraterrestre. Durante un mes llegaron curiosos y periodistas de todo el país a sacar fotos y a hacer preguntas sin respuestas. Nadie sabía cómo se llamaba la especie ni qué hacía ahí. Solo se pudo aseverar que era venenosa porque Raúl, el director de la escuela, resultó picado, o mordido, y desde entonces rengueaba. Un circo y una colonia fugaz de aguavivas, de eso se hablaba aún en los bares del pueblo y en casi todos los cumpleaños. Las historias crecían en detalles, modelando las versiones según el ánimo y la creatividad del narrador. Necesitaban un tema para chusmear y cuando no sabían qué decir, lo inventaban. El resto del tiempo transcurría sin altos ni bajos. Después de la escuela, Alfonso pasaba sus tardes con su amigo Pablo en el cordón de la vereda. Seleccionaban las piedritas del ripio para jugar a la payana y guardaban las más planas para ir a hacer patitos al mar.
Pero esa tarde Alfonso no esperó a Pablo, se mandó él solo hasta el local y se paró al lado de la puerta. Vio que, a medida que el señor del flete subía la persiana gris, un hueco negro y polvoriento recibía los primeros rayos de luz en años. Era un salón más grande de lo que había imaginado. Mientras el señor de la mudanza descargaba y acomodaba las cajas dentro del antro, Alfonso permanecía tieso como una estatua. Esperaba con sigilo escuchar algún ruido, ver desplazarse una luz blanca fantasmal o ser testigo de la estampida de ratas que abandonaría el viejo hogar para buscar un nuevo destino. Nada. El olor a humedad madura que salió del hueco negro le impregnó la nariz. Nada se movía, nadie se escapaba, el antro era receptivo para lo que sus nuevos dueños quisieran hacer con él. Esa tarde, Alfonso volvió a su casa extasiado: llevaba novedades frescas y de primera mano sobre la cuadra.
Al día siguiente, la cosa se puso mejor. Cuando salió de la escuela, el local estaba abierto de nuevo y varios hombres lo estaban limpiando. Alfonso almorzó lo más rápido que pudo, pasó a buscar a Pablo y corrieron hasta el lugar a ofrecer su ayuda. Los recibió entusiasmado René, el nuevo dueño, un fortachón de unos cincuenta y tantos años, rubio, con los ojos desviados, y que había estacionado su moto roja, una Gilera 150, arriba de la vereda.
René les pasó unas escobas, un balde y algunos trapos. Les dijo que si lo ayudaban esa tarde les iba a dar cincuenta pesos a cada uno y ellos se pusieron manos a la obra junto al resto. El hueco negro ahora tenía una lamparita central encendida y de a poco se le iban viendo los colores velados por varias capas de grasa, polvo y mugre. Llegando la nochecita, el hueco ya era un local. Acá se viene el gimnasio más importante de la historia de Miraduna, dijo uno de los muchachos que aparentemente estaba trabajando desde temprano. No le cuenten a nadie, pero este que está acá —dijo señalando con la cabeza a René—, es el Hacha Sánchez, el boxeador con más títulos del país después de Monzón.
Para Alfonso, ese señor que estaba ahí parecía cualquier cosa menos un gran boxeador. Para empezar, era viejo y tenía panza. Pero además tampoco le cerraba la idea de que una celebridad del boxeo fuera a poner un gimnasio en su cuadra. Recién cuando días más tarde vio el ring armado y una pared llena de fotos amarillentas con la imagen de René el Hacha Sánchez usando cinturones dorados cada vez más anchos, dio crédito a los rumores que circulaban.
La tarde de la inauguración, René prendió las luces sobre el ring azul desgastado. Puso un disco de Los Tigres del Norte y preparó jarras con jugo y con vino para los vecinos que se acercaban curiosos a darle la bienvenida. Alfonso había llegado primero y se ofreció para ayudarlo con el evento. El segundo en llegar fue un tal Gregorio. René tardó en reconocerlo, pero luego le explicó a Alfonso que a ese señor lo llamaban el gordo Gregorio cuando iban a la escuela y que era quien le había dado la primera paliza de su vida. Lo había dejado tirado en el patio del recreo luego de un golpe sorpresivo en la boca del estómago. Para defenderse había tenido que aprender a golpear de manera inteligente. Fue clave en mi vida, dijo René y Alfonso comprendió que, en algún punto, en el nacimiento de la carrera del campeón estaba la imagen de un Gregorio mucho más ágil que el que ahora se presentaba a saludarlo.
El noticiero del canal local se dedicó exclusivamente a tratar el gran desembarco en el pueblo del excampeón pesado y semipesado. Luego de triunfar en el mundo, el Hacha había elegido volver al pueblo que lo vio nacer. Acá están mis raíces, aunque ya no me quede ningún pariente vivo. Y está la casa de mis padres, que tenían la proveeduría Celestial en los años sesenta. Hoy los espero ahí mismo para inaugurar el gimnasio Hacha Box, dijo en una entrevista frente a los periodistas que recordaban sus éxitos en todo el continente, como la vez que, a mediados de los ochentas, peleó contra Lucky Heart en Atlantic City para inaugurar el casino de un magnate norteamericano. Las historias sobre el Hacha Sánchez eran sobre éxito y nobleza, como aquella otra vez que no se dejó ganar por plata en manos de Cristian Jamón Martínez.
Cerca de las siete llegaron los dos hermanitos de Alfonso con su mamá. Todos igual de perfumados y limpios. El padre del niño había muerto hacía un año y la viuda aún vestía de negro. Era una de las primeras salidas de la señora desde la muerte repentina de su esposo. Un paro cardíaco lo había sorprendido a mitad de la noche. La gente de Miraduna también había inventado historias sobre esa muerte, se rumoreaba, entre otras atrocidades, que ella lo había dejado ir.
Alfonso esperó a que René se quedara solo un segundo para presentarle a su mamá. René, que parecía emocionado por la jornada, aprovechó para invitar al niño a que se sumara como alumno al gimnasio. Dijo que tenía que comenzar con las clases y prefería tener un par de alumnos gratis que mostraran un movimiento en el local. La gente trae gente, susurró René con seguridad. A pesar de que tenía las piernas como dos palitos y nunca había pegado una piña en su vida, Alfonso aceptó sin pensarlo.
Aunque hacía chistes todo el tiempo, en las clases René era exigente. A Alfonso a veces le dolía la panza por la risa y otras veces por las piñas que recibía. Arrancaron siendo cinco alumnos, y al finalizar el primer mes ya eran unos quince. El segundo mes llegaron a ser veinte, pero luego volvieron a ser quince otra vez. Había poco dinero en ese pueblo de empleados municipales y dueños de comercios. No muchos podían pagar una cuota de gimnasio y los que podían, al parecer, no se entusiasmaban con el box.
Para Alfonso el gimnasio era como un imán donde siempre se sentía parte. René lo apodó Arón, en honor a Aaron Pryor, un boxeador superligero que en 1985 la estaba rompiendo en Nueva York. Al niño le gustaba mucho más ser Arón que Alfonso y lo hacía imaginar una vida extraordinaria en su futuro. De tanto ir a visitarlo, Alfonso notó que a medida que René tenía menos éxito en su gimnasio, más hablaba de él mismo. De hecho, era casi de lo único de lo que hablaba. Mientras mostraba fotos viejas les contaba a sus alumnos las historias de sus peleas, como la vez que le rompió el tabique a Chiquito Peralta en los primeros segundos del tercer asalto de un torneo nacional. Fue una noche brillante en el Luna Park. Recordaba también cuando le hizo saltar un colmillo al Chapa Aguirre, con una acción ofensiva que desconcertó al retador y se convirtió en el golpe final del round. Hablaban de sus cinturones ganados y perdidos, de las noches de fiestas, de los managers (que pronunciaba con una tilde en la é) y del dinero que llegaba y se iba como agua de río. René se perdía en sus relatos y nunca notaba cuántas veces repetía cada anécdota. Alfonso lo escuchaba una y otra vez embrujado por los detalles y las enseñanzas. El Hacha era un manual para la vida y él quería aprenderse de memoria todas las páginas.
Se rumoreaba que el campeón había vuelto al pueblo con una mano atrás y otra adelante, luego de dilapidar una fortuna en los casinos bonaerenses. Alfonso sabía que René comía a las seis de la tarde para suplir el almuerzo, la merienda y la cena. Era su estrategia de ahorro. Cuando se ponía una de sus viejas musculosas, las carnes que alguna vez estuvieron turgentes como neumáticos nuevos, se veían como los pedazos de mondongo que Don Arturo colgaba en los ganchos de la carnicería. Por eso le llevaba las empanadas fritas de carne que preparaba su mamá. Alfonso quería hacer lo que estuviera a su alcance para que el gimnasio y René remontaran vuelo. Le partía el alma verlo rebotar gomoso contra el piso una y otra vez. Lo veía desarreglado, con el pelo crecido y con un olor a transpiración que podía ahuyentar insectos. Cada tanto el intendente llamaba a René para que lo acompañara a algún acto o participara de algún evento local, y en esas ocasiones los alumnos volvían a ver al campeón con pelo prolijo y ropa limpia. Fue el intendente quien lo ayudó a que armara su negocio paralelo: le instaló frente a la playa el primer puesto de Panchos René que estaban hechos, según decían en la radio, con receta norteamericana.
Panchos René fue un éxito desde el comienzo. Los sábados había colas de personas que iban a probar esos panchos servidos por el propio dueño y que se acompañaban con pickles, paltas, papitas y berenjenas, en su versión gourmet, y con mostaza, kétchup y mayonesa, en su versión tradicional.
Esa primavera el gimnasio se quedó con un solo alumno. Alfonso, alias Arón, no faltaba nunca y cada tanto quedaba de encargado, por si venía alguien. Finalmente, se transformó en un depósito de insumos para el negocio de los panchos que no paraba de crecer. René puso sillas y armó reparos antiviento para que la gente pudiera pasar el tiempo al lado del puesto. Casi siempre Alfonso lo visitaba a la salida de la escuela y ligaba gratis un pancho chico tradicional. Mientras comía, René le daba consejos, le decía que estudiara, que se convirtiera en alguien en la vida. Alfonso lo escuchaba con admiración y le contaba sobre las cosas que le pasaban en la escuela, en su casa, lugares donde casi todos los días extrañaba a su papá. Prefería ir a visitar a René que a cualquiera de sus otros amigos e incluso organizó una cena en su casa para que el campeón y su mamá pudieran conocerse mejor.
Esa noche el campeón llegó cerca de las ocho, bañado y con una Coca Cola grande para compartir en la mesa familiar. Alfonso estaba contento de ver a su madre estrenar una blusa color rosa pálido. René contaba historias y todos lo escuchaban con atención. Fue la primera vez que Alfonso escuchó en boca del campeón la idea del festival: festejaba el primer año de Panchos René y había hablado con el intendente para remontar la histórica y discontinuada Fiesta del Pancho miradunense, un evento que décadas atrás había conmovido al pueblo como si fuese un mundial de fútbol. Armarían una kermesse, pondrían música y festejarían nuevamente el Campeonato Nacional del Pancho, que consistía en comer la mayor cantidad de panchos durante diez minutos. Naturalmente, Alfonso se ofreció como asistente y trabajó codo a codo con René durante un mes.
La tarde de la Fiesta del Pancho hacía frío. Alfonso fue con su campera de invierno y se sacó una foto con el Hacha Sánchez que estrenaba equipo de gimnasia turquesa. Luego vio cómo el campeón se alejaba junto al intendente para saludar a los vecinos, jugar a derribar latas con piedras en la kermesse y sacarse fotos. Cerca de las cinco de la tarde se anunció por altoparlante el lanzamiento del Campeonato Nacional del Pancho. Había tres inscriptos: Carmela, una niña de 9 años, el Gordo Gregorio, que llegó vestido todo de negro y René el Hacha Sánchez, que, a juzgar por los aplausos, era el favorito del público.
El concurso se realizaría arriba de un escenario al aire libre donde habían puesto una mesa larga con sillas y una bandeja enorme con panchos chicos sin aderezos. Los concursantes participarían en simultáneo y el que lograra comerse más panchos sería el ganador de una orden de compra muy jugosa en el supermercado Analisa, cortesía del intendente. Debajo del escenario, Alfonso y el resto de los niños se sentaron en posición de indio en la tierra mientras que los adultos se quedaron parados. Algunos jubilados llegaron con sus propias sillas, recordando las glorias de los históricos campeonatos panchísticos.
Alfonso tenía la mirada en René que subió confiado al escenario, levantando los brazos y recibiendo la ovación del público. Era nuevamente el rey y medía al gordo Gregorio con la mirada. El niño sabía que el Hacha Sánchez estaba en una posición de dominio porque habían estado practicando juntos. René se sentó en su puesto y dirigió una sonrisa cómplice para Alfonso. El intendente explicó las reglas que consistían básicamente en no poder tomar agua e hizo sonar la campana. Los tres participantes agarraron la primera pieza. Carmela la engulló a velocidad en tres mordiscos. El gordo Gregorio se tragó el pancho entero de un bocado, alardeando un gran desempeño, y René lo dosificó en dos pedazos, pero antes de terminar de tragar la parte final, agarró la segunda unidad buscando engañar a sus contrincantes. Alfonso y el campeón habían ensayado ese truco donde el factor psicológico era la clave de la estrategia para meter presión desde los primeros segundos de la disputa. La idea era que se atragantara Gregorio y así obtener una definición positiva que evitara el contragolpe del adversario. Carmela tardó en terminar el segundo pancho lo que a sus competidores les llevó comer seis piezas. Se notaba que no tenía chances y nadie se sorprendió cuando pidió abandonar el concurso. Un médico, que estaba entre el público, la asistió al bajar del escenario. Los dos contrincantes miraban sus panchos con deseo. Los sostenían con las dos manos y los tragaban como si los necesitasen para vivir. Alfonso veía a René concentrado en la resistencia, era parte del plan que habían diseñado porque sabían que el camino iba a ser largo. Habían leído que el record mundial de ingesta de panchos lo tenía un yanqui que alcanzó a comer setenta sin beber ni una gota de agua. Habían entrenado para que René compitiera por un nuevo título en su vida, para reavivar el fuego del campeón.
El gordo Gregorio abrió los ojos como un sapo. Parecía que uno de los bocados se le hubiera quedado seco en la garganta. Se notaba que ya no era tan fácil hacer lugar en la tráquea, sin embargo, sorteó el golpe cruzado y se repuso a velocidad mirando de reojo al Hacha Sánchez que ya estaba cerca de alcanzarlo. Fresco, como si recién empezara, René agarró otra unidad y la engulló de tres bocados en pocos segundos. Alfonso escuchaba rumores a sus espaldas. No va a poder, Gregorio siempre lo tuvo de hijo, desde la escuela, decían. El niño decidió ignorar los cuchicheos y concentrarse en los gritos del resto del público que ensayaban cantos de cancha buscando rimar las palabras de manera improvisada. Observó a René que justo lo estaba mirando y le sonrió nervioso desde abajo, para darle fuerza. Parecía que los panchos ya estaban rasposos, pero el campeón prosperaba en pasarlos con tino. El público aclamaba, el Hacha Sánchez tenía la guardia alta y se notaba que no se le escapaba ningún detalle del pan, que sabía cómo empujar el mazacote por la garganta con una buena cantidad de saliva.
Con la cuarta decena de panchos comenzó el desenlace. El público pudo ver cómo al Hacha un bocado de proporciones ambiciosas le entró torcido, como un gancho en la mandíbula. Inspiró profundamente y revoleó los ojos sin control, pero progresó hacia el segundo mordisco, esta vez de tamaño más conservador. Comía achinado, como si se le hubiese nublado la vista. Parecía que no podía distinguir a Alfonso entre el público que cantaba: Vamos campeón, Ídolo y hasta Hacha te amo, que venía de un coro femenino cada vez más entusiasta.
La contienda cursaba su final. El gordo Gregorio quiso ultimar una pieza, pero quedó con los ojos clavados en el horizonte y detuvo sus movimientos. El Hacha Sánchez aprovechó, le pegó el último mordisco al pancho que le quedaba y se tapó la garganta con una mano como si le costara respirar, como si un knockout le empezara a madurar en el pecho. Miró hacia el público con una sonrisa que Alfonso nunca había visto antes: plástica, como ensayada. La hinchada gritaba desaforada: Uno más, uno más. Alfonso le hacía señas para que parara de comer, pero René, como un autómata, abrió la boca una vez más y clavó la mirada en un punto incierto. Luego comenzó a aletear mientras emitía un sonido silbante que aterrorizó a los presentes. El público de pronto enmudeció y alguien gritó que llamaran a un médico. Alfonso se trepó al escenario justo cuando René caía al piso de costado agarrándose la garganta. Estaba azul. El médico se acercó a velocidad y lo apretó arriba del ombligo. Hay que desatorarlo, gritó. Repitió diez veces la maniobra sin éxito. Intentó con respiración boca a boca. Era inútil, el campeón se había ido.
Al atardecer, cuando las voces se apagaron y en el predio donde se había celebrado el Festival del Pancho no quedaban más que botellas plásticas pisoteadas en el piso, Alfonso volvió a su casa caminando vacío como un zombi. Había comenzado a lloviznar y los autos dejaban fugaces pinceladas rojas en el asfalto mojado. Estaba en shock, lo habían derribado como a un barco de guerra. Recorrió en silencio las cuadras aguadas intentando no hablar con nadie. Cualquier palabra pronunciada tendría un efecto inmanejable. Aunque no supiera bien cómo, el contacto que había tenido con René, intenso y veloz, lo había marcado para siempre. Sabía una cosa: las palabras, de acá en más, serían todo. Estaba en juego la memoria de René, de alguien parecido a un padre. Era necesario cuidar que su historia no terminara pegoteada con los relatos del circo Curazao o con la aparición súbita de las aguavivas extraterrestres. Miraduna había tenido un campeón y así tenía que ser recordado.
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