AEsteban le pareció al principio algo fácil de resolver, y que no le haría bulto en el equipaje. ¿Solo eso?, le había preguntado, ¿no quisieras algo más? ¿O que te traiga cuatro o cinco, de otros colores?
Después de todo, iba a Nueva York, y quién sabe cuándo la rotación de los congresos lo llevaría allá otra vez. Pensó en la lista vertiginosa que habría hecho su primera mujer. Pero ella había insistido en que solo quería el esmalte de uñas, de ese color y de ningún otro. Era un esmalte que no se conseguía en Argentina, le explicó, de un tono entre rosa dorado y cobrizo, y le escribió en un papel el nombre que debía buscar en la etiqueta: Penny Thought. Él lo repitió en voz alta, intrigado. Cada color tiene un nombre así, le dijo ella, y le hizo un gesto de advertencia: si no está, aunque te digan que es parecido, no me traigas ningún otro.
Esteban ya había comprobado que ella podía ser muy vehemente con los colores. Cuando recién se habían conocido, apenas unos meses atrás, él le había regalado una pollera y le había traído también de otro viaje una pashmina, y en los dos casos ella le había señalado algún problema. La pollera la había cambiado de inmediato porque el color borravino no le quedaba bien y era difícil de combinar. Y sobre la pashmina, era verdad que su color favorito era el amarillo, pero eso no era amarillo sino maíz, ¿no se daba cuenta de la diferencia? Él lo había tomado de buen humor y le dijo que la próxima vez se llevaría prestada su pantonera en la valija. Sí, admitió ella, era una deformación profesional, y enseguida le señaló la pizarra alargada que él tenía sobre su escritorio, acribillada de símbolos matemáticos y letras griegas: ¿pero dirías vos acaso que todas esas formulitas son lo mismo?
El avión subió y subió hasta perforar las nubes y cuando llegó a la velocidad de crucero Esteban volvió a revisar los papeles de su charla. Estaba todavía algo inseguro sobre el principio. Era la primera vez que le tocaba dar una conferencia inaugural, y no todos en la sala serían matemáticos. Se le había ocurrido empezar con los distintos criterios para ordenar una biblioteca y las ambigüedades fatales de cualquier método de clasificación, ya fuera por países, por temas, o aun por orden alfabético. Luego —segundo ejemplo— comentaría los intentos, también siempre fracasados, de ubicar «por afinidad» en las góndolas todos los productos de un supermercado. En este punto intercalaría, como una nota de humor, una transparencia con la clasificación delirante de los animales que citaba Borges en El idioma analítico de John Wilkins. Todo esto debía dejar en claro, al menos intuitivamente, que si un conjunto era vasto y variopinto —como el universo— no debía esperarse que existiera una clasificación exhaustiva de sus elementos por clases. Y sin embargo, diría, y esperaba dar aquí un golpe de efecto, en el otro extremo estaba el teorema de Ramsey: si el conjunto era lo bastante grande, el desorden absoluto también era imposible. El universo, que no era totalmente clasificable, tampoco era totalmente desordenable. Sintió una vez más la suave emoción que le daba el enunciado del teorema, con su demostración astuta y a la vez elemental, hecha de nada. Había querido la noche anterior ensayar con ella la versión con dos colores que esbozaría en la charla, pero ni siquiera con el señuelo del marcador amarillo había logrado que se sentara a escucharlo. Tuvieron la primera discusión amarga por esto: después de todo, había alegado Esteban, él la escuchaba cada día cuando ella volvía del trabajo y conocía al detalle hasta la pelea más minúscula que tenía con sus jefes. Por favor, había dicho ella: él fingía escucharla, con la cara en blanco, y mientras tanto seguía pensando en sus problemas matemáticos. Se habían reconciliado a medias, sin deponer del todo las armas, recién en el desayuno, unos minutos antes de que él tomara el taxi al aeropuerto. Esteban enrolló y desenrolló distraídamente el papelito con el nombre del esmalte, escrito con la letra redonda y prolija de ella. Sí, sería mejor que lo buscara sin falta al día siguiente, apenas dejara las cosas en el hotel.
Al bajar se encontró en el lobby con varios de sus colegas: el grupo de rusos, que habían llegado todos juntos; la inquietante y siempre risueña Erika, que lo había arrastrado alguna vez a bailar tango y se acercó de inmediato; el lógico colombiano Francedo, que lo presentaría al día siguiente. Y sobre todo Johanna, que solo lo saludó de lejos, quizá porque había ido esta vez con su pareja. Francedo y Erika quisieron invitarlo a tomar un café en el bar del hotel, pero él se disculpó: debía salir a comprar algo. ¿Salir ahora?, ¿has visto cómo está afuera?, le dijo Francedo y le señaló la borrasca blanca por la puerta giratoria. Esteban alzó las manos para enseñar sus guantes, como si fueran defensa suficiente, y les prometió reencontrarlos en el cocktail de la noche.
Estuvo a punto de arrepentirse cuando lo embistió de frente la ventisca gélida al cruzar la calle, con sus ramalazos impiadosos de nieve que casi le impedían abrir los ojos. No había llevado gorro y sintió en los oídos el frío penetrante, sibilino, criminal. Pero después de todo la perfumería que le habían indicado, en la avenida Broadway, estaba muy cerca, a solo cuatro cuadras. Se subió las solapas del abrigo lo más arriba posible, hundió el mentón en el cuello y corrió con espíritu deportivo, aunque sentía que sus zapatos no del todo cerrados empezaban a encharcarse en la nieve acumulada. Al llegar a la puerta el guarda de seguridad lo miró con alguna sospecha, quizá porque ya tenía el aspecto de un yeti, con el abrigo totalmente blanco y los grumos de nieve enredados en el pelo y la barba. O quizá porque sus zapatos habían dejado marcas de agua en el parquet de la entrada. Se secó como pudo, se acercó a una empleada desganada y le mostró el nombre del esmalte en el papelito. La mujer asintió, como si lo reconociera de inmediato, pero a la vez se tratara de un caso dudoso. No es seguro que nos haya quedado alguno, debería ver por usted mismo. A Esteban le pareció que contenía un resoplido. Venga, sígame, le dijo y se adelantó por uno de los pasillos con un repiqueteo súbitamente marcial de tacos, como si quisiera librarse de él lo antes posible. Lo condujo hasta un sector que tenía en lo alto el cartel «Nails» y una sucesión de cajoneras laqueadas de un largo que él no hubiera imaginado que existían. La mujer se detuvo frente a una y tuvo que estirar los brazos para asir de cada lado una manija. Forcejeó un poco para entreabrir el cajón y se escucharon adentro los tintineos de vidrio, hasta que logró separarlo lo suficiente y quedó al descubierto un mundo enmarañado de frasquitos superpuestos, volcados, entrechocados unos con otros. Todos los rosas están aquí, le dijo la mujer, help yourself, y lo dejó solo. Esteban le dio una segunda mirada desalentada al interior del cajón. Hundió las manos, removió algunos, alzó al azar dos o tres, y se convenció de que jamás podría reconocer por simple inspección entre ese mar de rosas el matiz cobrizo del que le había hablado ella. Como tantas veces antes en su vida de matemático, cuando no le quedaba otro remedio que hacer un cálculo algebraico largo y odioso, se arremangó mentalmente y barrió con las dos manos hacia uno de los costados la multitud de frasquitos, en una ola de vidrios que se alzó hasta casi rebalsar el borde. Ahora que había dejado libre la mitad del cajón, se dijo, solo debía traspasarlos de uno en uno y mirar las etiquetas hasta dar con la inscripción «Penny Thought». Pronto adquirió velocidad: le bastaba un vistazo para descartar un frasquito y alzar de inmediato otro. Aun así no dejaba de leer cada etiqueta, a veces con una sonrisa interior, a veces intrigado por una alusión que se le escapaba. Cada color tiene un nombre así, le había dicho ella. Y ahora todos esos nombres se deslizaban dentro de sí con su caligrafía envolvente, en susurros breves e imágenes apenas despertadas, como pompas efímeras sopladas una tras otra. Suerte radiante, Envuelta en pétalos, Placer culpable, Tercera cita, ¿Tu casa o mi casa?, High class affair. Había muy pocos, cada tanto, que hacían alguna referencia al color: La vie en rose, Pink Panther, This rose is a rose is a rose, Salmón contracorriente, El nombre de la rosa. Y menos aún los que recordaban las uñas, casi siempre en juegos de palabras: Love: nail it!, Nails for sail, To be or not to be nailed. Parecían predominar las voces de ánimo, lanzadas por un mentor infatigable y enérgico detrás de bambalinas, No hay dos como tú, Nace una estrella, Esta noche será, Que el mundo te conozca, Míralo y fulmínalo. O también los desafiantes, triunfales, casi como autoaplausos: Veni vidi vici, Reina del Zodíaco, La que maneja soy yo, El futuro en mis manos, Mírame-admírame, Arranca corazones, Seductora designada, Mrs. Right. Pero a medida que avanzaba, lo que más lo intrigaba a Esteban era algo del orden de la cantidad, de la escala. Miraba la montaña acumulada de un lado, que apenas había hecho bajar, y pensaba que aquello era solo un cajón, de solo un color, de únicamente una entre el centenar de perfumerías que habría en la ciudad, quizá ni siquiera la más grande. Se preguntaba, ahora con cierta admiración, cómo sería el sistema para asignar la frase a cada color. Había creído al principio que habrían ideado algo semiautomático, una variante computacional de los discos de Ramón Llull para la generación de conceptos, o un programa de Machine Learning, o una gramática de Chomsky a partir de pares color-adjetivo. Pero las notas de humor, las alusiones literarias y el doble sentido que advertía cada tanto lo convencieron muy pronto de que había una persona detrás —o más bien una persona por cada color— que barajaba durante ocho horas por día miles de posibilidades, para someter unas pocas cada vez a jefes puntillosos que las vetaban o aprobaban. Aunque no hubiera sabido decir por qué, se imaginó de inmediato a un hombre en su cajón, un Mr. Rose que mordisqueaba pensativo la punta de un lápiz en un cubículo de vidrio, un paciente auscultador de ilusiones, un detective minucioso de anhelos vagos y contradictorios, tal vez un poeta contrariado con espíritu metódico, un continuador de los afanes combinatorios de Oulipo, que iba construyendo en silencio esta obra continua modesta y secreta de etiquetas cedidas al Desorden. Esteban pensó que quizá solo a él, por el accidente del encargo, le era dada ver esa obra en toda su prodigiosa arborescencia, leerla íntegramente. Esto lo llevó a preguntarse cómo buscarían las mujeres dentro de ese mismo cajón. Sin duda revolverían entre los frascos en busca antes que nada de un matiz o un brillo que les capturara el ojo, y apenas repararían en la frase de la etiqueta, o la pasarían olímpicamente por alto. Y, sin embargo, si fuera así, se objetó a sí mismo, no habría un Mr. Rose con su lápiz pensativo y una planilla de sueldo. En el otro extremo, tampoco podía creer que alguien fuera a elegir un esmalte por una de esas frases, como una invocación mágica, o un placebo para la autoestima: algunas le parecían hasta insultantes por lo ditirámbicas y ridículas. Pero entonces, ¿cuál sería el encanto subliminal, el truco invisible? Reparó de pronto en que había una mujer cruzada de brazos que parecía esperar a que él terminara de una vez. La había visto antes rondar el cajón y alejarse, pero ahora se había plantado lo bastante cerca para que él la notara. Se sintió un intruso de un mundo que no le pertenecía, que había tenido a la vista algo casi impúdico, y aunque no había logrado revisar ni la mitad de los frascos le cedió su lugar. Sabía que ya no podría volver después: bastaba que la mujer quitara o moviera un solo frasquito ahí adentro para que debiera reiniciar la búsqueda desde el principio. Se acercó ya sin esperanzas a uno de los mostradores y le preguntó a otra empleada de cara más solícita si podría encargar por catálogo uno de los esmaltes que no había logrado encontrar. Sí, eso podía hacerse, le confirmó la chica, solo que demoraría tres o cuatro días para que llegara de la fábrica al local. Esteban negó con la cabeza: no estaría tanto tiempo en la ciudad, aunque… ¿y si fuera él hasta la fábrica? ¿Estaba muy lejos? ¿Se lo darían allá? La chica lo miró con una expresión algo extrañada. Suponía que sí, si llevaba el número de catálogo. No era tan lejos, la fábrica estaba en White Plains, en el East Bronx, y uno de los trenes suburbanos llegaba hasta allá. Solo que era una zona un poco desolada, le aconsejaba no llevar nada de valor.
Afuera la tormenta de nieve solo había empeorado. Esteban se alzó otra vez las solapas del abrigo y corrió de regreso al hotel. Ahora sus zapatos se hundían sin remedio en el barro blanquecino que lo cubría todo y el agua helada se filtraba a través de las medias para morderle los tobillos. Ya dentro del hotel, detenido a la espera del ascensor, sintió unos escalofríos violentos, irreprimibles, que lo sacudían como descargas eléctricas y le hacían castañetear los dientes. Apenas entró en la habitación subió al máximo la temperatura del aire y se dio una ducha caliente, pero sospechaba que ya era demasiado tarde: en su oído izquierdo se había alojado un dolor todavía silencioso y discreto, pero que cavaba dentro de sí como un gusano, a la espera de la noche. Se metió dentro de la cama, pero ni aun ovillado y con el grueso cobertor encima lograba que el calor le volviera al cuerpo ni que cedieran los espasmos, aunque sentía, como una contradicción, que la fiebre empezaba a arder en su frente. Estiró la mano hacia su Blackberry. La conexión en el cuarto era débil, apenas una rayita, pero no se sentía con fuerzas para bajar al lobby. Envió un mensaje y ella contestó de inmediato. ¿Por qué había tardado tanto en comunicarse? ¿Qué había hecho toda la tarde? Había salido a buscar su esmalte, escribió él y lamentó que la frase no pudiera vibrar con algo del tono ofendido y el temblor de sus dedos al escribirla. ¿Toda la tarde para conseguir un esmalte? De manera que ella no le creía. Toda la tarde, sí, y ni siquiera lo había encontrado. ¿Pero a cuántos lugares había ido? A uno solo, escribió él, y enseguida se arrepintió de no haber mentido. Le pareció que ella estallaba del otro lado: ¿A uno solo? Y apareció a continuación una línea entera de signos de pregunta. Trató de explicarle como pudo del cajón inabarcable y la tormenta de nieve. Le dijo que le habían dado la dirección de la fábrica y que iría a buscarlo al día siguiente, si se sentía bien. ¿Si se sentía bien?¿Qué significaba esto? Esteban le contó entonces que estaba ahora metido en la cama, afiebrado y con dolor de oído. La señal era errática y él no podía saber, en la pausa que siguió, si ella escribía una respuesta del otro lado, o si estaba decidiendo entre creerle o no. Finalmente aparecieron una detrás de otra dos frases de preocupación cariñosa. Aun así, parecía guardar una desconfianza secreta, o bien quería asegurarse, por una razón todavía más absurda, de que él no dejara de cumplir el encargo, como si aquel pedido fuera el verdadero hilo entre los dos mientras estaba de viaje. Espero que no estés preparando la excusa para no ir mañana. Claro que no, le escribió él, moriría por llevarle el esmalte. Enseguida le preguntó cómo estaba ella. No muy bien. ¿Qué había pasado? Ella escribió todo un párrafo de corrido. La había llamado su madre para decirle que debería buscar otro lugar para el gato. Le había roto el tapizado de los dos sillones y cuando quiso sacarlo al patio le había saltado a la cara y le había arañado la frente y los brazos. Así que le había dado un ultimátum, pero aunque ella pensaba y pensaba, no se le ocurría a quién dárselo. Esteban sabía perfectamente qué era lo que ella, sin decirlo, le estaba pidiendo otra vez, y sabía también que debía resistir y no ceder. Cuando vuelva ya pensaremos juntos en alguien, se limitó a escribir. Esto pareció molestarle y ella se despidió enseguida, de una manera que le pareció fría, casi cortante. Todavía tengo trabajo pendiente. Besos y Suerte en tu charla mañana.
La charla mañana. Esteban no había vuelto a pensar en esto y ahora estaba ya demasiado cerca, como la imagen de un cartel que se agrandara de pronto en la ruta. Había dejado sus papeles y las transparencias sobre el escritorio del cuarto al llegar, para repasar una vez más lo que diría, pero se sentía tomado por la fiebre, incapaz de prender la luz y salir de la cama. Todo había quedado a oscuras en la noche temprana. Por la ventana, afuera, veía caer la nieve silenciosa, pero tampoco tenía fuerzas para levantarse a cerrar las cortinas. Solo alcanzó a poner el despertador una hora antes para la mañana siguiente y a cubrirse la cabeza con una de las almohadas, como si pudiera sofocar así el dolor que latía dentro del oído. La fiebre, en algún momento, pudo más y lo hundió piadosamente en el sueño.
Cuando se despertó, a la mañana siguiente, los ruidos del pasillo y de las habitaciones contiguas le llegaban extrañamente amortiguados. Pensó al principio que tendría que ver con el paisaje de nieve detenido que veía por la ventana —la franja blanca deslumbrante y enmudecida de la calle sin autos—, pero cuando abrió la canilla para cepillarse los dientes tuvo que reconocer que parte de ese silencio estaba en sí: había dejado de escuchar con el oído izquierdo, como si tuviera embutido un algodón insidioso que no podía quitarse. Vio también en el espejo que todavía algo de la fiebre le titilaba en los ojos. Se dijo que estaba a punto de convertirse en un matemático absoluto, como tantos otros de sus colegas que se había cruzado en congresos a lo largo del tiempo: la mirada ardiente y afiebrada, los ojos entrecerrados, y a medias sordos al mundo. Se sentía débil pero lúcido. Al bajar al comedor para el desayuno se cruzó con Erika y le pidió una aspirina. Ella lo miró con preocupación y le puso una mano inesperada en la frente, pero él le aseguró que estaría bien y se parapetó con sus papeles y una jarra de café en una mesa apartada. La charla, que por suerte debía darla en la sala de conferencias, dentro mismo del hotel, fue bastante bien. Solo tuvo dos momentos incómodos: el primero, casi al principio, cuando trató de descifrar una seña disimulada que Erika le hacía una y otra vez, hasta que entendió que estaba hablando demasiado fuerte por su problema en el oído. El segundo, cuando al ir hacia el pizarrón y buscar entre las tizas de colores recordó de pronto el cajón de frascos y le volvieron, como un torrente de voces desatadas por lo bajo para confundirlo, los nombres de las etiquetas, en su aparente caos de contradicciones, ese pequeño misterio banal, absurdo, pero que clamaba de nuevo dentro de sí para ser atendido. Trató de acallarlo para volver a su demostración, pero una y otra vez se interponía, con algo de burla secreta y obsesiva, la imagen sin rostro de su elusivo Mr. Rose, riendo suavemente para sí con el lápiz en alto. Si esa mujer impaciente no lo hubiera apartado del cajón, pensó, si lo hubieran dejado seguir hasta el final, quizá habría adivinado por sí mismo la matriz por detrás, el árbol entero de la clasificación. Aunque esa tarde, se dijo, podría pedir en la fábrica el catálogo. Sí, debía haber un catálogo. Esta idea, que acudió de la nada en su ayuda, bastó para serenarlo, y pudo recobrar el hilo para salir a la superficie y terminar la charla sin otros sobresaltos.
Erika y Francedo se acercaron para felicitarlo y quisieron arrastrarlo al grupo que empezaba a reunirse en el lobby para el almuerzo en Delmonico’s. Los dos se asombraron cuando Esteban les dijo que pasaría del almuerzo porque debía buscar un regalo. ¿Otro regalo? Bueno, bueno, parece que esta vez sí va en serio, rio Erika. Esteban no se detuvo a explicarles: había calculado que el viaje le llevaría una hora y media, y que si salía hacia White Plains apenas terminaba su charla podría volver a tiempo para escuchar la conferencia sobre Raymond Queneau en la sesión de la tarde. Se cuidó de dejar en la caja de la habitación su pasaporte, sus tarjetas y casi todo su efectivo, y también de bajar esta vez con su gorro y suficiente abrigo. Solo llevaba encima cincuenta dólares, su libreta de notas matemáticas y su Blackberry, del que no se resignaba a separarse ni por un momento durante los viajes. Le escribió a ella desde el lobby un mensaje muy breve para contarle que todo había ido bien en la charla, y salió a la calle sin esperar su respuesta.
Bajó al metro en la estación Fulton y emergió muy pronto al hall colosal de ecos de la Grand Station. El único tren que salía a White Plains a esa hora era uno lento, con una docena de paradas, que demoraría en llegar casi una hora. Esteban se resignó al traqueteo, al paisaje blanco uniformado por la nieve, al rayo de sol benigno que entraba por la ventanilla para adormecerlo. Harlem, Melrose, Tremont. No era finalmente tan distinto del tren que debía tomar cada día a Ciudad Universitaria durante su época de estudiante. Sentía volver la fiebre en una oleada casi benéfica, ¿o era el sol que le calentaba la cara? El oído no le dolía, pero tampoco había recobrado la parte perdida de audición, y el mundo alrededor, dentro y fuera del vagón, se atenuaba con algo mullido y calmo. Fordham, Woodland, Wakefield. La sucesión anunciada de estaciones le hizo recordar las etiquetas y se dijo, entredormido, que debía preguntarle a ella cómo elegía los esmaltes y si alguna vez se había dejado llevar por la frase del frasquito. Crestwood, Scarsdale, Hartsdale, White Plains. Su cuerpo recobró el estado de alerta. Había llegado. Bajó al andén desierto y atravesó la estación hacia calles todavía cubiertas de nieve, también vacías. En un rincón de lo que parecía una playa de estacionamiento abandonada vio humear un gran tambor herrumbrado, con alguna gente aterida alrededor. Le llegó un grito confuso, posiblemente dirigido a él, pero no se dio vuelta. Apuró el paso y pronto vio el frente fortificado de la fábrica, con rejas trenzadas de hierro, una hilera alta de ventanas también con barrotes y solo una ventanilla blindada al exterior. Se inclinó hacia la cara pecosa de una chica muy joven que lo miró desde adentro con algo de sorpresa y accionó un interruptor para escucharlo. Esteban desenrolló el papelito con el nombre del esmalte y lo extendió contra el vidrio. Me dijeron que aquí lo tendrían, dijo, no muy seguro de cuán fuerte hablar. La chica le hizo una seña con la mano para que esperara, alzó un teléfono y habló hacia adentro durante algunos segundos. Esteban pudo ver cómo su boca formaba el nombre Penny Thought un par de veces, cómo le dedicaba una breve sonrisa mientras quedaba en vilo a la espera, y luego su gesto de decepción al escuchar la respuesta final. Abrió otra vez el micrófono y adelantó su cara contra el vidrio con una expresión de disculpa.
—Aunque no lo crea, despachamos esta mañana el último. Lo siento mucho, es un color muy pedido. Pero sí tenemos uno muy parecido, de la nueva colección de invierno: A Million Dollar Thought. Por el mismo precio —dijo, como si intentara un pequeño chiste.
Esteban quedó por un instante desconcertado, aturdido. No le irritaba tanto el viaje en vano como la defección deplorable de Mr. Rose en esa etiqueta. A Million Dollar Thought casi lo indignaba. ¿Qué vendría después? ¿Todos los números intermedios, de mil en mil, y luego los fraccionarios? ¿Pensamientos de tres al cuarto? A la vez, algo dentro de sí se inclinaba por disculparlo: debía ser muy difícil, después de las cien mil primeras etiquetas, dar todavía con alguna combinación ingeniosa o realmente original. La chica lo estaba mirando con algo de impaciencia. ¿Entonces? Decidió que sí lo compraría, al menos para mostrarle a ella que había ido hasta allí y lo había intentado todo: no había logrado llevarle el pensamiento de un penique, podría decirle, pero le traía al menos el de un millón de dólares. La chica alzó a medias la ventanilla para que él pasara su billete, lo inspeccionó con cuidado y lo depositó en la caja de metal de un pequeño montacargas que se hundió a sus espaldas. Él le preguntó entonces por el catálogo. ¿Un catálogo de todos los esmaltes? ¿Desde el principio de los tiempos?, dijo ella, sorprendida. No, no tenían nada así, y se rio: ¡sería un libro del tamaño de la Biblia! Podía darle, si él quería, la publicación de la última temporada: la colección de otoño-invierno. Esteban dio una mirada a la hilera de ventanas iluminadas e hizo un último intento. ¿Quién se ocupaba de pensar los nombres de las etiquetas? ¿La firma tenía sus propios creativos y publicistas? ¿Trabajaban en las oficinas de arriba? La chica lo miró ahora algo alarmada. No podía contestarle nada de aquello, le dijo. ¿Por qué no?, preguntó Esteban, extrañado. Bueno, podrías ser un espía, dijo ella. ¿Parezco un espía?, preguntó él, divertido. Se supone que los espías no deben parecer espías, dijo ella, con una sonrisa ambigua, y dio por terminada la conversación. El montacargas había vuelto a subir con un silbido neumático; en la caja de metal estaba el frasquito junto con su vuelto. La chica se lo extendió sin ninguna clase de envoltorio y cerró la ventanilla.
Esteban retrocedió por la explanada hasta quedar fuera de la vista de ella y, detenido en la esquina, sin resignarse del todo, volvió a mirar hacia arriba la hilera de ventanas. El reflejo del sol le impedía ver adentro, pero adivinaba detrás de uno de los vidrios el movimiento leve y acompasado de un hombre en una silla giratoria. Ensimismado, no alcanzó a ver a las dos figuras que se acercaron por atrás hasta que las tuvo encima. Uno de ellos, andrajoso, inmenso, de ojos enturbiados por el alcohol, se puso por delante y levantó un cuchillo indudable a la altura de sus ojos. Su compañero, apenas un chico, mucho más bajo y menudo, bailoteaba a su alrededor con algo payasesco y le daba palmadas en los hombros con chillidos de burla. Míralo ahora, man, mírale el susto, a que sí nos saluda ahora, dijo en español, con un acento latino indescifrable, y saltó con un grito hacia su cara: Hello, míster! Esteban, petrificado, murmuró también en español que no tenía más que unos treinta dólares y rescató del bolsillo todo el vuelto que acababan de darle. ¿Argentino?, le preguntó el chico, algo incrédulo, y cuando él asintió, rio como si aquello fuera particularmente divertido: Argentino-boludo, y volvió a dar un chillido mientras le pegaba con la mano abierta bofetadas suaves en una de las mejillas. ¿Por qué no saludaste, argentino? Mírate ahora. Ya dame el telefonito que tienes ahí. Esteban le extendió el Blackberry y el chico pareció apreciarlo antes de guardárselo, como si fuera algo que pudiera pesar a su favor. Por un momento Esteban pensó que todo podría terminar bien. ¿Y en ese otro bolsillo? Esteban hundió la mano hacia el frasquito de esmalte y al dárselo pensó que ella nunca le creería cuando llegara con las manos vacías. El chico miró el frasco a la luz con curiosidad y soltó una carcajada. A Million Dollar Thought! Sí que eres boludo, argentino, venirte hasta aquí para esto. Pínchalo, man, pínchalo por argentino boludo. ¿Era una broma o no lo era? Esteban vio la cara inescrutable de la mole frente a sí, con el cuchillo impávido, y algo en su cuerpo lo hizo girar para escapar. Siempre se había considerado rápido, pero la nieve lo hacía hundirse y lo lentificaba, igual que en las pesadillas. El chico lo alcanzó muy pronto y saltó por detrás a horcajadas sobre él. Chillaba con una alegría salvaje, como si hubiera montado un caballito. Esteban alcanzó a ver, cuando intentó desprenderse de él, que tenía el cuchillo en la mano y sintió cómo se lo hundía por la espalda antes de soltarlo y escapar corriendo. Cayó de rodillas, giró un poco a un costado, sin lograr levantarse, y quedó tendido boca arriba. Pensó que su abrigo era grueso y que tal vez el chico no lo hubiera lastimado tanto. Solo tenía que hacer un esfuerzo por incorporarse y llegar hasta el tren. Por suerte había comprado boleto de ida y vuelta. De alguna manera llegaría hasta el hotel o entraría en un hospital. Era una suerte también que hubiera dejado el pasaporte en la habitación. No vas a creer lo que me pasó, le diría a ella, y podría mostrarle la herida. Estaba seguro de que ella habría llevado ya el gato al departamento, pero bueno, tendría más paciencia esta vez, ya lo resolverían de un modo u otro. Sin embargo, entumecido por el frío de la nieve, no conseguía que su cuerpo hiciera el pequeño esfuerzo por levantarse. Vio que allá arriba, en la hilera de ventanas, una se abría y alguien se asomaba a fumar un cigarrillo. Debía ser Mr. Rose, pensó, que hacía un intervalo en su trabajo. Tal vez él pudiera verlo y rescatarlo. Alzó una mano pero no lograba sacudirla en el aire, ni tampoco gritarle. Su mano quedó, débil, en alto, por un instante. A lo lejos, Mr. Rose alzó también la mano, como si le devolviera el saludo. Le hubiera gustado conocerlo, pensó, parecía alguien amable.
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