De entre las tres muertes que había causado, solo se arrepentía de una: la única que no fue un asesinato. Estaba borracho y drogado en una fiesta, saltando al ritmo de la música, gritando como si fuese la única persona en un desierto, cuando, entre un exceso y otro, se le escapó un disparo. El ruido lo puso alerta, mientras sostenía el arma con la que habitualmente salía a la calle a robar. Buscó, con la vista, el destino de la bala. Vio a un joven tirado en el suelo, lleno de sangre. Ni si quiera lo conocía.
No hubo denuncia. Los deudos enterraron a la víctima sin ruido. Francisco Vargas, cuya arma se había disparado por error, tenía diecinueve años y era uno de los delincuentes más conocidos de cierto sector de Petare, un barrio venezolano de quinientos mil habitantes que en 2018, según El País, tuvo la tasa de homicidios más alta de Caracas. Es decir, de la —según dijo en 2015 Business Insider— «capital más peligrosa de América».
La primera vez que mató fue por venganza. La víctima estaba reñida con un amigo suyo; y en la calle, ya se sabe, las lealtades son extremas. Francisco junto a dos socios emboscaron al tipo en cuestión y lo mataron a puñaladas.
El siguiente muerto fue alguien que había tratado de asesinarlo a él y a miembros de la banda a la que pertenecía. De nuevo, recurrieron a los cuchillos.
Nunca se arrepentiría. Siempre, incluso muchos años más adelante, consideraría esa sangre como parte de los gajes del oficio. El cocodrilo sabe que cuando el tigre baja a beber agua solo uno de los dos va a salir vivo. El único arrepentimiento que lo perseguiría, incluso en esos días en los que pasaba más tiempo drogado que sobrio, era el del accidente en la rumba. ¿Quién dijo que un malandro no tiene consciencia?
Nació el veintitrés de noviembre de 1992 en Maracaibo, capital del estado de Zulia. Nunca conoció a su papá. Antes de que tuviera memoria, ya su mamá se había mudado con él y sus hermanos a Petare.
El problema de crecer en un sitio tan peligroso es que al mínimo tropiezo terminas en la frontera entre ser la sopita de los matones o malandrizarte. Por supuesto que siempre hay otras opciones, que van de la mano con todo el cuento del libre albedrío, como mantener un perfil bajo, o estudiar, o lograr el mítico «salir del barrio». Pero también hay estadísticas. En Caracas, alrededor de la mitad de las víctimas de asesinatos son varones de entre catorce y veintinueve años.
A los dieciséis, Francisco empezó a fumar marihuana y a coquetear con otras drogas. Iba a rumbas de amigos que estaban involucrados en narcotráfico o que pertenecían a bandas delictivas. Una vez, se encontraba pasando el rato en la calle, acompañado de dos panas. Él estaba sentado en el medio de ambos, hablando duro y riendo por cualquier tontería, cuando pasaron dos hombres que repartieron sendos balazos a sus amigos. Él se quedó allí, en el medio, temblando, viendo cómo los asesinos se iban y cómo los cuerpos, que hasta hacía nada hablaban, ahora eran cadáveres.
Con el tiempo, se aburrió de tener que pasar las noches encerrado en casa viendo televisión nacional, porque no tenía cable y porque afuera los monstruos repartían pólvora. Sus amigos tenían enemigos y, por simple asociación, él también terminaba siendo blanco de amenazas. No recuerda cuándo agarró su primera pistola.
Sí recuerda su primer robo. Iba con otros compinches hasta las afueras de un lugar en el que daban cursos. Todavía no anochecía. Una chama salió sola y la emboscaron entre tres, sin armas. De ahí adelante, no paró de delinquir.
Un año después, estaba a solo meses de graduarse de bachiller y dejó los estudios. En sus propias palabras, se malandrizó. Robos, drogas. Problemas. Su mamá y su tío materno decidieron meterlo en el cuartel. Lo llevaron, de nuevo, al estado de Zulia y lo inscribieron en la Base Aérea Rafael Urdaneta. Pasó todo el período de alistamiento: soldado raso, distinguido, cabo segundo. Cuando recibió ese último grado, ya no quería seguir en Zulia —uno de los estados más calurosos del país, en el que las temperaturas pueden llegar, cualquier día, a cuarenta grados Celsius— y pidió un traslado, que le concedieron, para la Base Aérea Francisco de Miranda, ubicada en La Carlota, en Caracas.
Al poco tiempo, empezó a vender marihuana entre sus compañeros y lo botaron. Volvió a Petare, a la banda a la que pertenecía.
No obedecía a su mamá, ignoraba a su tío. Consumía clonazepam mezclado con alcohol, de forma recreativa. Robaba a quien se le cruzara, siempre andaba armado. En esos tiempos, a sus diecinueve años, mató por primera, segunda y tercera vez.
Un día llegó su casa y encontró todo desordenado. Se enteró de que su padrastro había golpeado a su mamá. En consecuencia, ella se había ido a La Dolorita (otro sector de Petare, en el que vivía el tío de Francisco). Buscó a su padrastro y le disparó dos veces en la pierna. No lo mató por respeto a sus hermanos menores, hijos de él.
Francisco sabía que su padrastro también tenía conexiones criminales, así que se mudó a La Dolorita. Su mamá se separó de su padrastro y regresó a Zulia. Él decidió quedarse. Ya estando a sus anchas, dejó de pasar tanto tiempo en el barrio y comenzó a frecuentar la Plaza Miranda, en Los Dos Caminos.
Los Dos Caminos está a cinco kilómetros de Petare. Se trata de una zona con varias residencias clase media, media alta y alta. Casi todas, atravesadas por pequeños barrios populares. La Plaza Miranda, a su vez, fue inaugurada en 2008. Está al lado del centro comercial Millenium Mall, que, en general, es como cualquier centro comercial que se llena de familias los fines de semana. La Plaza Miranda incluye una pista de skate. En ella, aparte de patineteros, se reunían jóvenes a realizar batallas de freestyle. Francisco vio una oportunidad de negocios: empezó a vender marihuana.
En los alrededores de la Plaza Miranda, varios chicos como Francisco tenían sus buguis: refugios improvisados, que delimitaban con telas y les servían de «casa». Chicos desde seis años que vivían en la calle, delinquían y consumían drogas. La plaza no solo era un lugar para andar en patineta, rapear y tejer romances, sino también uno en el que cazar víctimas.
Francisco la frecuentó por espacio de dos años. Allí conoció a Deiker Carvajal Polo, que nació el once de enero de 1995 y que, en cierto sentido, era como una versión suya más adolescente y quizá hasta más light. Deiker cometía delitos pequeños, nunca había tenido una pistola en sus manos. Lo que más le interesaba era el placer, cualquier cosa que fuese una inyección pura de endorfinas: sexo, drogas, música. Una de las tantas tardes que pasaron por esos lados, comentó:
—Me quiero poner un nombre fino para rapear. ¿Cómo se dice «libertad» en inglés?
—Freedom —respondió un transeúnte que atravesaba la plaza.
Desde entonces, Deiker se hizo llamar así: Freedom. McFreedom. También se convirtió en el mejor amigo de Francisco.
Ambos comenzaron a alternar sus otras actividades con el freestyle. Francisco adoptó su propio ak, con el cual se fue haciendo conocido: DosK. Más de una tarde intercambió rimas con Akapellah, quien por entonces era una freestyler que acumulaba prestigio y que, en 2014, saltaría a la historia de la disciplina al ganar el God Level Fest, para luego dedicarse a la música y convertirse en una referencia hispana del hiphop; también amaneció un día improvisando con Neutro Shorty, quien, en los años siguientes, se convertiría en un trapero muy escuchado por los jóvenes venezolanos y hasta grabaría una de las famosas sesiones de Bizarrap.
Los destinos de DosK y Freedom, sin embargo, serían muy diferentes a los de Akapellah y Neutro.
DosK quería comprarle un teléfono a su novia. Un niño que dormía cerca de la plaza le ofreció uno a buen precio. En ese momento, no tenía dinero —casi todo lo que ganaba lo gastaba en droga, alcohol y cigarros— y lo acabó rechazando. El chiquillo, entonces, consiguió otro comprador. O eso dijo. Y le pidió un favor: «Acompáñame ahí para que no me vayan a robar».
DosK inspiraba temor, así que tomó la petición como un halago. Freedom se les unió.
La supuesta venta era, en realidad, una extorsión. El niño —que había hurtado el teléfono o que conocía a quien lo había hurtado— le estaba pidiendo rescate al dueño, quien denunció la situación en la policía del municipio de Sucre. Los funcionarios fueron quienes acudieron al lugar en el que, supuestamente, se daría la transacción y detuvieron a Freedom y a DosK. Alegaron que ellos estaban corrompiendo al niño. Los metieron en un calabozo.
Según la Constitución de Venezuela, ninguna persona puede estar detenida por más de cuarenta y ocho horas. En la práctica, durante todo lo que va de siglo veintiuno, esa ley no ha sido cumplida casi nunca. DosK y Freedom pasaron cuarenta y un días en el calabozo, hasta que los trasladaron a la Penitenciaría General de Venezuela, ubicada en el estado de Guárico, más o menos a dos horas de distancia de Caracas. En ese entonces, la PGV —como se le mentaba por sus siglas— era la cárcel principal del país. Era 2013, DosK tenía veintiún años.
En 2009, Patricia Clarembaux publicó A ese infierno no vuelvo, con la editorial Puntocero: un reportaje sobre la situación carcelaria. Allí cuenta que, en las treinta cárceles que había en Venezuela en 2008, más de quince mil presos (o sea, el 61,9%) estaban encerrados sin condena. En las películas generalmente se ve a personas que van a un juicio, rodeadas de abogados, y a un juez o jueza que, luego del proceso pertinente —que puede durar horas, días, meses o años—, condena al acusado de ser necesario, y a partir de entonces ya se sabe cuánto tiempo va a estar tras las rejas.
En Venezuela, por lo general, eso solo se ve en la ficción.
Uno de los testimonios más llamativos que recogió Patricia fue el de Jonaikel Ramírez, que ya había perdido la cuenta de las veces que literalmente se había cosido la boca para llevar adelante huelgas de hambre como protesta por su retardo procesal. Tenía seis años preso, sin condena. «Mira, yo ya no tengo plata para pagar más abogados, así que me toca a que alguien se decida a defenderme sin esperar nada a cambio», le dijo a Patricia. Ese año, en todas las penitenciarías del país se registraron cuarenta y cuatro huelgas de hambre, una huelga de sangre y veintinueve bocas cosidas. Varias de estas acciones en busca de algo irónico: los presos querían ser condenados.
A DosK y Freedom los acusaron de hurto, extorsión en grado de cómplice no necesario y uso de adolescente para delinquir. Ambos ya estaban al tanto de cómo funcionaba el sistema judicial: no tenían esperanzas de salir o de recibir una condena en mucho tiempo. Ni hablar de declararse inocentes —que, pese a sus historiales delictivos, en el caso en particular por el que los habían detenido lo eran—: eso podría haber supuesto otra buena cantidad de años tras las rejas en un juicio imposible.
El dato de Patricia Clarembaux fue refrendado en 2016 —o sea, tres años después de que DosK cayera preso— en el libro Los hombres libres nunca tendrán prisión, escrito a cuatro manos por el diputado y expresidiario Gilber Caro y el psicólogo y escritor Manuel Llorens.
Es decir, más de la mitad de las personas que pasaban años en una cárcel podrían haber sido inocentes. Aunque lo mejor para todas era declararse culpables. Por ejemplo, si alguien entraba a prisión y pasaba cinco años antes de tener en frente a un juez, en caso de declararse inocente e ir a juicio podría tener que esperar alrededor de diez años más hasta que todo se solucionara. De ser inocente, habría pasado quince años de su vida encerrada sin más motivo que la incompetencia judicial.
¿Qué significaba eso, aparte de lo obvio, para DosK? La propia Patricia tiene más datos en su libro: en las treinta prisiones de Venezuela ocurrían seis veces más muertes al año que en, por ejemplo, las 451 prisiones de México o que en las 952 de Brasil o que en las 621 de Estados Unidos. Se podría jugar a esto de los numeritos hasta el infinito y cada vez saldrían más cosas que ejemplificarían esa cita de Juan Villoro que dice que «la estadística es la expresión más desconcertante de la normalidad». Solo un año después de la publicación del libro, la estadística había evolucionado. Según la especialista María Gracia Morais, para el inicio de la segunda década del siglo veintiuno, «Venezuela sumaba cinco veces más muertes que las cárceles de México, Brasil, Colombia y Argentina juntas».
Freedom y DosK acababan de salir del prescolar y de la primaria del malandraje, respectivamente, para ir directo al lugar en el que se impartían maestrías y doctorados. Convivían con presos de todo tipo: desde gente que en realidad no había hecho nada, pasando por jíbaros que vendían marihuana en sus barrios y por asesinos a sueldo, hasta altos jefes de grandes bandas delictivas que harían poner de rodillas a los delincuentes más temibles de cualquier país de Sudamérica.
En un ambiente así, decidieron buscar la libertad en las palabras: haciendo freestyle. Rapeaban cuanto podían, como podían. Se movían entre los otros diez mil presos, que hacían vida en una cárcel con capacidad para ochocientos, rimando en la más mínima oportunidad. Era su manera de sentir que, de algún modo, no se habían ido nunca de la Plaza Miranda.
Fueron conectando con otros presos. Por ejemplo, con Daniel Ramírez, ak El As, quien había crecido en El Valle, ubicado en el sur de Caracas, y se había hecho conocido tanto por sus improvisaciones como por sus delitos. O con Robert, ak Trébor el Extraterrestre, que demostraba una agilidad verbal que los emocionaba. Y así, poco a poco, se fue armando un grupo. Hasta que se les unió Ray Martínez.
Ray solía vestir camiseta blanca marca Ovejita y bermudas playeras. Su cabello, rizado —y maltratado por la falta de productos y agua de calidad—, surgía de su cráneo sin ton ni son, de la forma más natural posible. Acaso, de vez en cuando, se lo recogía en una cola. La barba le crecía como hebras de una escoba de paja maltratada. Ray era alrededor de diez años mayor que todos y también tenía el prontuario criminal más largo. No había sido jíbaro ni raterito, lo suyo era delitos grandes, como liderar bandas que robaban carros para desarmarlos y venderlos por partes. Caminaba por el penal con ametralladoras guindando de sus hombros.
Ray le aportó al grupo un BlackBerry. Se encerraban en un cuarto, ponían el teléfono en el medio, encendían la grabadora y empezaban a cantar. A veces, improvisaban; a veces cada quien llevaba sus letras escritas. Las canciones hablaban de robos, enfrentamientos armados, muertes. Si mientras estaban en lo suyo alguien hacía ruido fuera del cuarto, se asomaban con una queja en los labios: «Manos, estamos trabajando aquí, vale, hagan silencio».
Se fueron convirtiendo en el entretenimiento de otros reos, quienes empezaron a respetar al grupo de trece que rapeaba cada vez que podía, cuando podía, como podía. Que grababan canciones que enviaban a sus conocidos, regados por todo el mundo. Así se les sumaron dos integrantes más: la novia de uno de ellos y un amigo de Ray, quienes eran libres y visitaban la PGV con frecuencia.
El grupo de quince empezó a ser conocido como «los raperos». Se les permitía moverse juntos, en contra de las normas del penal que rezaban que «la población» —es decir, los presos comunes, los que no tenían poder— no podía caminar en grupos mayores a dos personas. Era una manera que tenían los jefes de evitar motines.
Un día, haciendo lo suyo en medio de la cancha de fútbol sala, con un beat que sonaba en el teléfono de Ray, surgió el nombre que los definiría en adelante: Free Convict.
Ahora bien, para entender por qué Ray andaba armado por la cárcel, cómo es que tenía un celular que usaba a su antojo, de qué forma incluyeron en el grupo a dos personas que vivían en libertad, es necesario contextualizar un poquito.
Las cárceles venezolanas están lideradas por pranes. Un pran es un delincuente de alto calibre que toma las decisiones, establece las normas y encabeza todos los negocios. Él es quien lleva lo que se conoce como «carro», es decir, el gobierno. El carro ejerce su poder a través de los luceros, que son algo así como lugartenientes y, en consecuencia, tienen ciertos privilegios.
Uno de los primeros pranes en el país, pionero en esta forma de ejercer el control, fue Wilmito, quien mandaba en la prisión de Vista Hermosa, ubicada en el estado de Bolívar. Según explicó el periodista Jorge Cantillo en una nota de Infobae en 2020, el sistema de pranato fue impulsado por ciertos actores del gobierno chavista. Por ejemplo, en 2008, Tareck El Aissami era ministro del Interior y Justicia, «cargo desde el que introdujo cambios en las cárceles, como horarios de visita más laxos, al tiempo que redujo los controles para el ingreso de visitantes y equipaje. Esto ayudó a aumentar el contrabando al interior de las prisiones».
En A ese infierno no vuelvo, Patricia Clarembaux entrevistó a Miguel Ángel Morales, penitenciarista que entre 2004 y 2005 estuvo al frente de la cárcel El Rodeo II. Dijo: «Las mafias no me dejaron hacer mi trabajo. Están en la Guardia Nacional [Bolivariana] y dentro del propio Ministerio de Interior y Justicia. El régimen se ha perdido por culpa de las propias autoridades».
Del mismo modo, Humberto Prado, fundador del Observatorio Venezolano de Prisiones, declaró a InSight Crime: «Tareck El Aissami fue quien le dio reconocimiento a la figura del pran. Y le dio, de paso, la autorización para que los familiares pernoctaran dentro de las cárceles». De este modo, explicó Prado, los visitantes comenzaron a contrabandear todo tipo de cosas.
Así se consolidaron los carros, que cobraban una cuota de dinero semanal a los presos comunes, denominados «población». Ese dinero, llamado «la causa», era una suerte de derecho de piso que todos pagaban. Por supuesto, estos grupos delictivos también practicaban el narcotráfico y otras formas ilegales de generar ingresos. En 2013, Wilmito le dijo a la revista Time que su carro ganaba tres millones de dólares al año.
Narra Jorge Cantillo en Infobae:
El otro hito para terminar de consolidar el poder de los pranes sucedió en 2011, cuando Hugo Chávez decidió crear el Ministerio del Poder Popular para el Servicio Penitenciario, en respuesta a un escándalo internacional causado por un cambio de carro en las cárceles de El Rodeo I y El Rodeo II, una verdadera guerra entre pranes que duró veintisiete días y dejó —según cifras oficiales— veintisiete muertos y setenta heridos.
Ese ministerio quedó en cabeza de Iris Varela, una política chavista que este año dejó el cargo para integrar las listas de la Asamblea Nacional en las últimas elecciones.
Ella fue la responsable de «pacificar» las matanzas en las prisiones venezolanas, las cuales estaban disparadas, y lo hizo mediante el establecimiento de una «paz mafiosa» con la que los pranes ganaron cada vez más y más poder.
Básicamente, el Gobierno venezolano les entregó a estas mafias el control de las prisiones, los llamados «regímenes abiertos», en los cuales son los pranes los amos y señores; incluso la policía y la GNB les tienen que pedir permiso para entrar a las cárceles que controlan. Esto los convirtió en actores políticos, los hizo una extensión de la revolución chavista, algo similar a los llamados «colectivos» y ciertos grupos criminales que operan en los barrios pobres.
En 2015, Alfredo Mesa escribió para el libro Los malos, editado por Leila Guerriero, un perfil del ya mencionado Wilmito. Allí recuerda que Hugo Chávez, siendo presidente de Venezuela, en plena transmisión de su programa Aló, presidente, le dijo en tono jocoso al gobernador del estado de Bolívar, Francisco Rangel Gómez, «ese Wilmito como que manda más que tú, Rangel». El gobernador respondió con una sonrisa. Wilmito, por cierto, llegó a subir a su Facebook una foto con Iris Valera, en la que ambos estaban abrazados y sonrientes.
Ray era lucero en la PGV. Era un consentido de los poderosos. Su influencia fuera de la cárcel había sido tal que, en algún momento, hasta había evitado guerras entre líderes criminales. Cuando cayó preso, lo recibieron con honores y hasta se lo disputaron: cada subalterno lo quería en su pabellón. Ahora Ray era amigo de DosK.
Las canciones que grababan sonaban en las fiestas que organizaban los presos o eran el fondo musical que acompañaba varias de sus jornadas. El carro que gobernaba la PGV le permitió a Free Convict hacer lo suyo. Los respetaban y se referían a ellos como «los raperos».
Los quince integrantes tenían historias en común. Desde quienes habían sido rateros, pasando por delincuentes medios, hasta llegar a Ray, que no tenía idea de a cuántas personas había matado. Todos venían de sectores populares, con padres ausentes o maltratadores, con muchos hermanos. Todos rendían pleitesías a sus madres como diosas del único panteón del que alguna vez habían recibido afecto. Casi todos eran padres irresponsables, consumían drogas, habían dejado los estudios antes de finalizar el bachillerato. Y todos, también, escuchaban a los raperos del momento: Canserbero y McKlopedia.
La Penitenciaría General de Venezuela, donde estaba recluido DosK, en algún momento se conoció como PGV Sambil, en alusión a una de las cadenas de centros comerciales más visitadas del país. Esto debido a que, en comparación a las otras cárceles, se veían muchos «lujos». Televisores de pantalla plana de última generación, motos, consolas de videojuegos. Una cafetería bien abastecida y llena de electrodomésticos. Mesas, ubicadas bajo toldos, en las que se vendía cualquier tipo de drogas. Para tener una sobrepoblación de nueve mil doscientos presos, el olor era menos repugnante que el de otros penales, y las paredes estaban bien pintadas, al igual que la cancha de usos múltiples. Era una cárcel de régimen abierto, lo que significaba que si algún recluso quería vivir allí dentro con su esposa y su hijo podía hacerlo. De este modo, era normal ver a niños corriendo en cholas o a mujeres reunidas cocinando.
Una tarde de 2013, cuando no tenía ni un año preso, DosK vio en medio del patio a McKlopedia. Creyó que quizá estaba pagando condena, pero pronto descartó la idea: «Está demasiado chikiluki», dijo para sí al notar la ausencia de palidez, de vello facial mal arreglado, de tonos verdes o amarillos en su piel: no tenía el aspecto de quien acaba de ser trasladado a la cárcel.
Ramsés Guillermo Meneses, ak McKlo-pedia, es una de las primeras leyendas de las batallas de freestyle en español. Fue inspiración para cientos de miles de chamos como DosK, que veían sus enfrentamientos en YouTube o por grabaciones que circulaban de un teléfono a otro. Se convirtió, asimismo, en uno de los músicos más importantes de Venezuela, y desde hacía un par de años estaba residenciado en México. Para DosK era absolutamente irreal verlo allí, sin que nadie le estuviese pidiendo autógrafos, con los brazos cruzados y los ojos alerta.
—¡Verga, marico! ¿Cómo estás? ¿Qué te pasó? —se animó a abordarlo DosK, como si lo conociera de toda la vida.
—¡Épale, mano! —lo saludó McKlopedia, descruzando los brazos y aterrizando su vista, al fin, sobre un solo punto: su interlocutor—. Nada, que vengo a dar un concierto. Vine con un equipo.
DosK sintió algo que no experimentaba desde que era niño y llegaba la noche del veinticuatro de diciembre, cuando se supone que el Niño Jesús deja regalos a los pies del árbol de Navidad. Comenzó a dar saltos por todo el penal. «¡Marico, vino McKlopedia! ¡McKlopedia está aquí!», le gritaba en la cara al que se cruzaba por delante.
Pocos minutos después, McKlopedia, que todavía estaba mareado —por el olor, por el hacinamiento, por la impresión visual que le producía todo—, vio cómo lo rodeaban unos quince jóvenes que, sin saludarlo ni presentarse, empezaron a soltar rimas mientras uno de ellos hacía el beatbox.
McKlopedia bajó la guardia y empezó a freestalear. El tiempo se congeló entre punchlines, hasta que alguien gritó: «¡Ramsés!».
Era Andrés Figueredo, el líder del equipo que había ido ese día para organizar un concierto en la PGV y codirector de la productora audiovisual Capitolio. Era hora, le explicó al rapero, de hacer la prueba de sonido.
Andrés es caucásico, robusto, alto: un ave exótica dentro de una prisión donde la mayoría de los presos tienen rasgos fenotípicos parecidos, empezando por el color de la piel. Su manera correcta de pronunciar, la voz gruesa y esa seguridad en cada paso lo convertían en lo que muchos tildaban de «niño rico». De esos a los que muchos de los presos habían secuestrado, robado o asesinado.
Los Free Convict, a través de McKlopedia, se presentaron ante Andrés, quien, explicó, ya tenía meses yendo allí a hacer diversas actividades artísticas y culturales. Llevaba comida, montaba torneos deportivos, música, etcétera. Siempre con su cámara.
En la PGV era normal que cada semana se hicieran actividades recreativas, a muchas de las cuales, con la anuencia del pran, asistían personas de afuera. Por ejemplo, se rifaban motos, promocionadas por promotoras con cuerpo de gimnasio y bisturí. Se montaban colchones inflables para los niños, que también solían disfrutar de piscinas de plástico. Se hacían ferias de comida, cuyos tarantines se ubicaban al lado de los de venta de drogas. Se organizaban peleas de boxeo, que protagonizaban púgiles que estaban en libertad. Y también, por supuesto, se hacían minitecas y conciertos.
Esa noche, la atracción principal era McKlopedia, que cantó sobre una tarima mientras centenas de presos bamboleaban sus brazos de arriba hacia abajo. Al terminar, los Free Convict lo recibieron con una cerveza. La noche se abría paso, y todo el equipo liderado por Andrés —compuesto por unas doce personas, entre técnicos de sonido, camarógrafos, ayudantes y demás— se disponía dormir en la cárcel. Sin embargo, casi ninguno pudo descansar. Los presos, DosK a la cabeza, parecían chicos en Navidad: pasaron la noche freestaleando al lado de McKlopedia.
Al amanecer, en el momento de las despedidas, Andrés les hizo una promesa: «Van a volver a saber de mí».
Andrés Figueredo tenía veintipocos años. La primera vez que había ido a una cárcel fue en 2009. En ese entonces él, con la mayoría de edad recién cumplida, había formado una asociación civil que hacía trabajo en sectores populares. En una de esas jornadas, conoció a Gilber Caro, un diputado venezolano del partido Voluntad Popular que había sido delincuente, luego cayó preso y posteriormente se reformó. Años después incursionó en la política. Gilber solía contar que a él lo habían metido en una de las peores cárceles del país por vender marihuana. Nunca había siquiera sostenido un cuchillo. Adentro le tocó hacer cosas que nunca imaginó: fue como cursar un máster exprés en delincuencia. Salió libre, delinquió y lo volvieron a capturar. Tras barrotes por segunda vez, se hizo evangélico.
A Andrés, que soñaba con hacer cine, le impresionó su relato. Le dijo que le gustaría hacer un documental sobre las cárceles. Gilber dejó que, unos meses después, lo acompañara a una de las visitas humanitarias que hacía a los distintos penales. Fueron a El Rodeo. Apenas entró, Andrés sintió un uppercut directo a su nariz. Nunca sus fosas nasales habían experimentado tal putrefacción. Los sonidos eran difíciles de precisar: había mucho ruido. Lo único que sobresalía entre el bululú eran los gritos de «¡Visita en el penal!». Vio, en más de un caso, auténtica maldad en los ojos.
Cuando llegaron a la enfermería, el primer destino, lo impactaron tres cosas. Una, que no había enfermeros ni doctores, solo presos atendiendo a otros presos. Dos, la cantidad de enfermos y heridos. Tres, que había una cloaca en medio de la habitación, abierta y rebosada. Al fondo vio un esqueleto, que, a los pocos segundos, empezó a moverse. Andrés se sobresaltó, pero lo detalló bien: no era un esqueleto, sino alguien muy muy flaco.
Se trataba de un indígena wayú, al que habían metido allí por robar un reloj. Tenía tuberculosis. Para que no se muriera dentro del penal, el director de la cárcel le había dado la carta de libertad. Sin embargo, el tipo apenas podía moverse. Más tarde, Andrés acompañó a los activistas a llevarlo a Misión Negra Hipólita, una organización del Gobierno para atender a personas en situación de calle, en la que lo rechazaron. En consecuencia, trataron de ingresarlo en un hospital: allí murió.
Andrés quedó tan impresionado que se prometió hacer un documental para contarle al mundo cómo eran las prisiones venezolanas. Por su cuenta, comenzó a visitar prisiones. Hasta que en 2010 se mudó a Washington para estudiar cine. Vivió tres años allí, terminó sus estudios y regresó al país para continuar con las visitas carcelarias. En la PGV, había tejido buenas relaciones con el pran, quien veía su interés por mejorarle la vida a la llamada «población»: llevaba equipos de básquet, de fútbol sala, músicos, hacía jornadas para los niños. Pese a que siempre andaba documentando todo, no era un periodista que quería buscar un hit y luego olvidarse de los presos. Andrés estaba comprometido con ayudarlos.
El primero de septiembre de 2013, Mc- Klopedia lanzó el álbum Lirical Lacra. Andrés, que escuchaba hiphop desde que era niño, lo escuchaba una y otra vez. Por medio de Andrés Belloso, bajista de la banda de rock Los Mesoneros y amigo de él de toda la vida, conoció al rapero. Le dijo que sería muy valioso que fuera a enviar su mensaje a un lugar tan oscuro. Lo demás ya se narró.
Pocos meses después de esa visita, Andrés y McKlopedia volvieron a la PGV. Esta vez, su única intención era conversar con los Free Convict. Surgió una alianza. Andrés y su productora Capitolio prometieron apoyarlos con una condición: tenían que usar el proyecto musical para reformarse y reinsertarse en la sociedad. No podían seguir cantando rap gangsta; sus canciones debían ser honestas, hablar de lo vivido desde una perspectiva realista y compartirle al mundo cuál era el ambiente en el que habían crecido.
Los presos imaginaron una vida sin el estrés de ver a ambos lados en la calle por si te tropiezas con una venganza, pensaron en cómo sería ganar dinero trabajando, en no hacer daño. Recordaron los rostros de sus víctimas. Recordaron los rostros de sus familiares. Aceptaron.
Andrés empezó a visitarlos con frecuencia. Siempre acompañado por profesionales: realizadores audiovisuales, músicos, trabajadores sociales. Los Free Convict oscilaban entre la más pura ilusión llena de clichés («quiero comprarle una casa a mi mamá», «imagínate cuando llenemos el Poliedro de Caracas y nos presente Maite Delgado») a la desesperación, porque sus compañeros no actuaban ni pensaban igual que ellos. Era como estar en un preescolar, solo que estos infantes sabían robar y matar.
Parte del proceso era que pudieran construir normas y hacerse cargo de su vida. Crearon una rutina distinta a la impuesta en la cárcel, conformadas por horas de ensayo, otras para componer, otras para freestalear. Empezaron a apoyarse, desmontando, por ejemplo, costumbres penitenciarias que rezan que un preso no le puede cocinar a otro. Claro, en las primeras reuniones, las diferencias artísticas y de convivencia devenían amenazas de golpes y tiros; sin embargo, poco a poco, ese tono fue cambiando al ritmo al que lo hacían ellos.
Andrés les llevó profesores de teoría y solfeo, canto, oratoria y dicción, manejo de redes sociales. Era llamativo ver a un grupo de hombres adultos, desaliñados, con pequeños cuadernos sobre sus regazos tomando notas.
Un año y medio después, Capitolio organizó un concierto en prisión con Canserbero, una de las más grandes leyendas del hiphop. Ese día, entraron al penal con ellos McKlopedia y Mauricio Hernández —ak Solo Soul—. En los pasillos, sin que nadie supiera lo que iba a pasar, sonaban las canciones de Can. Cuando lo reconocieron, comenzaron a pedirle fotos. Los presos se dividían en dos grupos: los mayores de treinta y cinco años escuchaban principalmente salsa, mientras que los menores oían rap. Para estos últimos, era como si Dios hubiese ido a verlos.
Los Free Convict estaban emocionados y orgullosos de pasear con Can por los pasillos. Esa noche, también amanecieron freestaleando con McKlopedia, Canserbero y Mauricio. Este último, que lideraba la productora musical Habitat Music, prometió que les produciría un álbum.
Para eso era necesario un estudio. Y dado que todos los del grupo —salvo dos— eran presidiarios, el estudio tendría que estar en la PGV.
McKlopedia habló con un político para que donara fondos, Andrés consiguió un albañil. Y entre los de Capitolio y los presos se pusieron manos a la obra. DosK sentía que formaba parte de algo y que le estaba dedicando tiempo a cosas que de verdad le interesaban. Encerrarse en su bugui ahora significaba aislarse para crear, no solo para consumir drogas o maldormir.
En la PGV cada preso, al llegar y como si viviera en la calle, armaba su bugui. Había celdas, por supuesto, pero nadie las ocupaba de forma tradicional. Primero porque, como ya se dijo, el penal estaba diseñado para albergar a ochocientas personas y había diez mil. Segundo, porque puertas adentro la única ley era la que imponía el carro.
El estudio se construyó en lo que antes era un corral de cochinos, una habitación de dos metros cuadrados, que olía a excrementos y estaba rodeada de escombros. La construcción terminó en 2015. Para inaugurarlo, llevaron a un artista plástico, quien pintó las paredes con un diseño propio. También pegaron, en la entrada, el logo de Free Convict.
«Dentro de la oscuridad, la luz brilla más. Cuando pisas el estudio, la vibra es distinta», le dijo Andrés a su socio Pavlo, un joven de su misma edad, con quien había estudiado desde prescolar, que había sido uno de los últimos de Capitolio en atreverse a pisar la cárcel. A ambos se les notaba el orgullo en la mirada. Desde entonces, cada vez iban más miembros de Capitolio a la PGV. Esos días eran gloriosos para DosK y sus compañeros. Pero aun cuando estaban solos, en su rutina normal, podían pasar horas grabando, jugando con sus voces. Se sentían profesionales.
La familia de Andrés, por supuesto, estaba preocupada. Él es millonario de cuna. Nació con su vida económica resuelta, solo tenía que encontrar vocación, pasión y propósito. Lo estaba haciendo. Se quedaba durante días en la PGV, bebía de la misma botella de ron de Freedom y DosK. Saltaba con ellos cuando ponían música. Y les hablaba con dureza si era necesario.
Tras tener listas las maquetas del primer álbum, el treinta y uno de julio de 2016 se filmó el videoclip musical Desde la cárcel para el mundo. Andrés habló con el pran previamente, pidió permiso e hizo hincapié en que, a diferencia de como había sido en jornadas anteriores, ese día debían irse del penal. ¿Por qué? Porque iba con gente que prefería dormir en su casa.
Por ejemplo, los acompañó una periodista de investigación que había conocido a los Free Convict por primera vez hacía pocos meses. En esa ocasión se vistió con ropa ancha, procurando ocultar al máximo su cuerpo. Después descubrió que en pocos sitios se había sentido, como mujer, más segura que en la PGV. Parte del código de honor de los malandros es respetar a la visita ajena. Nadie puede echar una mínima mirada a la hermana, amiga, novia, esposa, prima, mamá, tía del preso de al lado. La periodista, desde entonces, comenzó a asesorar a los Free en el manejo de sus redes sociales.
El día del videoclip, además estaba Liana Malva, cantante, que era novia del productor Mauricio. Para ese momento, ella también era muy amiga de DosK y de los demás. La filmación ocurrió sin contratiempos. Drones volaban por encima del penal, había cámaras, micrófonos. Casi toda la cárcel se paralizó. Personas que no tenían nada que ver ayudaban a mover cajas y cosas por el estilo. El video, hoy día, tiene más de cincuenta mil reproducciones en YouTube.
El problema fue que terminaron de grabar más tarde de lo previsto. Cuando se dispusieron a salir, ya de noche, los guardias no los dejaron. El motivo es que ya había pasado el horario de cierre: el penal abría a las seis de la mañana y cerraba a la seis de la tarde.
Andrés decidió hablar con el pran, recordarle su promesa. Así que un par de líderes bajaron hasta la entrada, hablaron con los guardias. Eran casi las nueve de la noche cuando Capitolio se marchó. Andrés llegó a su casa pasadas las once. Se acostó a dormir, agotado. A la mañana siguiente, cuando revisó el celular, vio las noticias: el carro había secuestrado a cuarenta y dos funcionarios y mandado a cerrar el penal. Nadie podía entrar, nadie podía salir. El pran exigía, a cambio de la liberación, que trasladaran a la cárcel a alrededor de tres mil presos.
DosK llegó en 2013, cuando había diez mil reos. El punto más álgido fue de doce mil. No obstante, desde 2015, fueron trasladando a parte de los reclusos. En 2016, cuando se filmó Desde la cárcel para el mundo, quedaban alrededor de seis mil. ¿Qué significaba esto? Lo primero es que los ingresos del carro disminuían. Menos gente implicaba menos dinero para la causa. Lo segundo es que eran un poco más vulnerables en caso de una posible intervención: el Gobierno había entrado, de forma violenta, a otras cárceles para recuperar el control que habían entregado a los delincuentes.
La negociación duró semanas. Al final, los políticos al mando escucharon y acataron la petición del pran de la PGV. Los funcionarios fueron liberados y todo volvió a la normalidad, pero las tensiones crecían. Andrés, Pavlo y el resto de Capitolio tenían miedo.
En ese entonces, el jefe máximo era Franklin Paulo Hernández Quezada, conocido como Masacre o Viruviru, quien estaba allí desde 2015. No por orden de un juez, sino por voluntad propia. Se recluyó para protegerse de algunos cuerpos policiales que querían capturarlo. Ratón, que era el líder en ese momento, no solo lo recibió, sino que le entregó el poder y se puso a sus órdenes: Franklin había sido, en el pasado, su mentor.
Después de que el carro consiguiera que trasladaran más presos —y cumpliera con su palabra de soltar a los cuarenta y dos funcionarios—, Andrés y Pavlo trataron de ir de visita, pero no lograron ni acercarse. Algunos cuerpos policiales estaban armando un perímetro que cuidaban con celo.
En septiembre se celebró, dentro de la cárcel, el cumpleaños de Franklin Masacre, que coincidió con el día de visita. Había muchos niños y mujeres. El itinerario de la fiesta incluía un torneo deportivo y conciertos de pop y salsa con intérpretes nacionales y extranjeros. Antes de que la música en vivo comenzara a sonar, explotó una granada. Nadie sabe muy bien cómo, solo queda claro que fue un accidente. Las cifras «oficiales» dicen que hubo más de veinte heridos y al menos un muerto.
Los Free Convict saben que «al menos» son dos palabras que se quedan cortas. Había muchos cadáveres.
Franklin Masacre mandó a la población a que se encerrara en sus buguis mientras el carro se dedicaba a recoger y enterrar, allí mismo, los cuerpos. Un par de horas después, los luceros pasaron por cada una de las habitaciones ordenando a todos que salieran al patio. Allí, sobre la tarima, un grupo musical empezaba a tocar. Franklin quería que la fiesta continuara.
Lo de la explosión de la granada salió en prensa. Sin embargo, la gota que rebasó el vaso ocurrió días luego, cuando el Gobierno le atribuyó al carro de Masacre el robo de ochenta y cuatro armas que estaban guardadas en una sede militar en San Juan de los Morros, cerca de la prisión. Haya sido cierto o no el tema del robo, era claro que ya se estaba tejiendo una nueva narrativa oficial que llegaba a los medios de comunicación. Mientras tanto, Franklin y su séquito hacían lo propio: denunciaban, mediante videos que colgaban en YouTube, la crisis de salud y las condiciones insalubres en las que estaban.
En medio de esas tensiones, un lunes cualquiera de septiembre, Ray se acercó a Freedom: «Tu mamá te quiere decir algo, que la llames urgente», le dijo. Freedom obedeció. «Mira —escuchó al otro lado de la línea—, yo no me aguanto las ganas de decirte una cosa: te voy a buscar mañana».
Con la mirada puesta en ningún lado, repasó todo lo que había vivido en la cárcel. ¿Al fin saldría libre?
Tiempo antes lo habían llevado junto a DosK a tribunales. Allí les habían dado una sentencia, de la cual, dado que ya tenían casi tres años presos, el juzgado consideró que habían cumplido la mayor parte. Aunque no fue el caso de ellos, uno de los Free Convict contaría más adelante que cuando lo pararon en el juzgado ya habían pasado más de tres años desde que estaba preso. Entonces el juez le leyó los cargos, le preguntó cómo se declaraba y —al escuchar que «culpable»— le explicó que le iba a dar quince años de condena.
—Nooooo, quince años es mucho —respondió el miembro de Free Convict—. Para que me dé quince años, prefiero declararme inocente.
—Bueno, bueno, está bien —terció el juez—, entonces diez años. El joven sacó cuentas.
—No, juez, es mucho. Ya llevo tres años aquí. ¿Cuándo voy a salir, entonces?
—¿Ocho años?
Con ocho años, por sus delitos, podría salir libre por buena conducta a la mitad de la condena. Ya tenía tres preso, por lo que le faltaría solo uno.
—Bueno, okey, ocho años sí.
Esa clase de cosas pasaban en los juzgados.
Tras hablar con su mamá, Freedom fue corriendo a avisarle a DosK que mañana se irían. DosK pegó un brinco, se echó a reír y se puso a rapear. Llamó a su hermana para darle la noticia. Luego, al igual que Freedom, repartió las cosas que tenía en su bugui: la tradición carcelaria reza que quien sale regala sus objetos.
Al día siguiente, los dos amanecieron como perritos que ven la puerta a la espera de que lleguen sus amos. Lo que llegó fue una llamada.
«Mira, que la libertad no la pudieron mandar hoy, pero que la mandan mañana», le explicó a Freedom su mamá, que había recorrido ciento cincuenta kilómetros, desde Petare hasta San Juan de los Morros, para buscarlo.
Con «la libertad» se refería al papel que debía salir sellado desde el tribunal en Caracas hasta la PGV. Era el documento oficial con el que los guardias podían dejar salir a un preso. Diez días después, ese certificado seguía firmado y sellado en la oficina de la capital del país. Freedom y DosK dormían en habitaciones vacías.
Freedom despertó harto de esperar, extrañando la cartulina con su ak que, hasta hacía diez días, había tenido pegada en la pared. Él decía que ese era su televisor. Cuando salió al pasillo, se le acercó DosK: «Chamo, ¿dónde estabas tú? ¡Cámbiate! Ya llegó tu libertad —le dijo cruzando los brazos—. Llegó la tuya, la mía no».
Freedom, no obstante, tuvo que esperar desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. Aunque el papel ya estaba en el penal, había un problema con una firma. Luego de ocho horas sentado en la entrada, le notificaron que, oficialmente, le había llegado la extinción de la pena.
DosK lo vio salir, con la cara de un cachorrito que observa, desde su jaula, a los otros perros correr por el parque. Volvió a su bugui, en el que ya no tenía pertenencias, y se le agotaban las esperanzas. Sin embargo, a los pocos días, llegó el documento que certificaba la extinción de la pena. El problema es que eso sucedió justo cuando pasó lo que Andrés y Pavlo temían.
Los cuerpos policiales terminaron de montar el perímetro y ahora sí, de forma oficial, prohibieron a cualquier civil acercarse. También prohibieron la salida de presos. Había cientos de uniformados rodeando la cárcel. DosK estaba esperando a su mamá. Ella no pudo entrar. Nunca más podría. Había empezado la «guerra».
Las alrededor de dos mil personas —sobre todo mujeres y niños— que estaban de visita tampoco pudieron irse. El Gobierno cortó la señal telefónica, prohibió la entrada de alimentos y bloqueó las tuberías de agua.
Ni Andrés ni Pavlo pudieron comunicarse con los Free Convict. Las madres, novias y hermanas de los raperos se trasladaron a San Juan, a la casa de Ray. Ahí rezaban, apenas dormían y seguían las noticias. Algunas, junto a familiares de otros reos, protestaron en la calle. Hubo manifestaciones, tanto en Guárico como en Caracas, que atrajeron cámaras de televisión.
DosK no tenía ni idea de todo lo que estaba ocurriendo afuera. Solo se percató de que ya no estaba entrando el economato, puesto que los pranes empezaron a racionar la comida. Las porciones fueron disminuyendo hasta reducirse a solo un planto diario. Entonces comenzaron a desaparecer los animales. Había doscientas cabezas de ganado, cien cochinos. Estaban allí con fines agrícolas. Dejaron de verse también los perros y los gatos. Incluso un puma, que estaba en una jaula y probablemente era la mascota del pran o de uno de sus lugartenientes, se «esfumó». Lo mismo sucedió con un venado, así como una cochina de gran tamaño, a la cual —decían los rumores— el carro le daba de comer partes de cadáveres humanos.
El agua no faltaba, puesto que Franklin Masacre, o quizá Ratón, habían mandado a hacer un pozo. Más allá de eso, las condiciones eran cada vez peores. El carro habló con la población, explicaron que no iban a ceder y que si los funcionarios entraban iban a defender su poder a los tiros. En efecto, desde dentro de los muros salían disparos que eran respondidos con igual énfasis por los funcionarios.
El día a día se volvió más inseguro, comenzaron a romperse las normas. Varios reos entraban a los buguis de sus compañeros a buscar cualquier cosa para comer. Un robo, dentro de la cárcel, era penado por el carro con un castigo; dependiendo de la gravedad del asunto, podía ser desde un tiro en una parte del cuerpo hasta la muerte misma. Sin embargo, el caos se abrió paso y las leyes dejaron de importar. Desde el canal de YouTube de la PGV, Masacre mandaba mensajes pidiendo sentarse a negociar con el Gobierno. Nunca aparecía su rostro en los videos, solo su voz. La cámara, por el contrario, enfocaba a mujeres, presos y algunos niños que lo respaldaban.
Una vez se hubo acabado cualquier cosa comestible, el carro vació las bóvedas de droga y la repartió. Los pasillos se convirtieron en pasarelas por las que desfilaban zombis. DosK estaba en su sitio, se desmayaba, y se despertaba muchas horas después en cualquier otra parte del penal. Todo el día, al igual que el resto de la población, estaba consumiendo crack, cocaína y creepy: era la única forma de engañar al hambre. Hubo gente que desapreció y nunca fue encontrada, hubo muertos por tuberculosis, hubo muertos por desnutrición, hubo asesinatos. Nadie sabrá nunca cuántos cuerpos se tragó la tierra.
Muchos empezaron a «saltar la tela». Es decir, escalar una suerte de muro que daba al exterior del penal. Cuando un preso hacía eso, de inmediato era capturado por los funcionarios y trasladado otra cárcel. Aunque dentro del código de los malandros esto se consideraba un acto de cobardía, más de uno juzgó que era la única solución. DosK vio a varios pesos pesados del carro abandonar la PGV. Lo decepcionó y lo asustó al mismo tiempo: eran presos que ya habían estado internados en otros lugares y habían vivido guerras. Algunos fueron los primeros en huir: sabían lo que venía.
Algunos instaban a DosK a que saltara la tela.
«Marico, maldita sea. Todo es una puta mierda: yo debería haber salido hace dos meses. Y si salto la tela, quién sabe cuántos años más paso en esta cagada».
En efecto, salir de esa manera dejaría inhabilitada la carta de libertad. Tendría, probablemente, que enfrentar una nueva condena o, cuando menos, un nuevo retardo procesal: podría pasar varios años más en otra prisión.
Cuando era evidente que pronto los funcionarios lograrían entrar, los miembros del carro que no habían huido vaciaron todo el efectivo. Llenaron una piscina olímpica, que estaba sin agua, con millones de billetes de diferente denominación: dólares, euros, pesos de diversas partes del mundo, yenes, etcétera. Les prendieron fuego.
Hicieron lo propio con las joyas, el oro, la plata, la droga, los televisores, jacuzzis de mármol. La PGV ardía. DosK se desmayó y, cuando volvió en sí, estaba rodeado de ruinas. Se sintió dentro del videojuego Black. Lo que no estaba quemado lo habían usado para montar barricadas.
El carro empezó a repartir armas. Al despertar de una de sus pérdidas de conciencia —tras estar encerrado en un bugui con ocho personas y dos kilos de cocaína, dos kilos de creepy y dos kilos de crack—, DosK vio a Jofry, un hombre bajito, con sendas pistolas a cada lado de su cuerpo. Parecía un vaquero de dibujos animados. Él había sido el líder principal cuando el Gobierno tomó la cárcel de El Rodeo, en medio de más de dos semanas de balacera. DosK recordó que lo mismo había pasado en la penitenciaria de Zulia. Viendo la pistola que pusieron en su mano pensó: «Mierda, me voy a morir. Y me voy a morir preso».
Ugueth Urbina es un exbeisbolista venezolano que destacó en las Grandes Ligas de Estados Unidos por once años, con seis equipos distintos, y fue campeón de la serie mundial. Su carrera terminó cuando, el veintisiete de marzo de 2007, fue sentenciado a catorce años y cuatro meses de prisión por haber herido y quemado a siete personas el quince de octubre de 2005 en su finca, en los Valles del Tuy, Venezuela. Fue condenado por «homicidio calificado en grado de frustración y agavillamiento (reunión para delinquir)».
Estuvo recluido en la PGV hasta 2012, un año antes de que encerraran a DosK. Esa salida prematura se debió a su «buena conducta » y a que había creado tres fundaciones que realizaban labor social. Estando preso, hizo buenas migas con los pranes. Puesto en libertad, tenía muchos vínculos, a través de sus organizaciones, con el chavismo. Fue el encargado de negociar entre el Gobierno y Franklin Masacre durante la guerra de 2016.
Entró a la PGV acompañado de una comitiva. DosK trató de espabilarse: llevaba veintiocho días drogado de forma ininterrumpida. Ugueth Urbina les notificó que todos aquellos que tuvieran carta de libertad, extinción de pena o que ya hubiesen cumplido su condena podrían irse ya mismo. Pegó en una pared seis listas con los nombres de cada reo que saldría. DosK, en medio del tumulto, se buscó en la primera hoja. Nada. En la segunda. Tampoco. En la tercera. Menos. En la cuarta. No. En la quinta. Nada que ver.
«Coño…».
Tenía taquicardia. Alrededor de él ya celebraban varios presos. En total, entre todas las listas, había seiscientos nombres. Él era el número setenta y ocho de la sexta hoja. Estaba casi al final del último papel.
Junto a Ugueth Urbina, la comitiva y otros en su misma situación, salió antes de que lo inminente ocurriera.
La guerra finalizó tres días después, el veintiséis de octubre de 2016. Entre disparos, el Gobierno intervino de forma definitiva la PGV. Nada sobreviviría al enfrentamiento. Ni siquiera el estudio de grabación de Free Convict en el que, durante el último año, se habían sentido, al fin, libres mientras rimaban. x
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