Como suele pasar, había roces entre todos, porque la convivencia es difícil y porque había cuatro chicos dando vueltas todo el día, pero la mayor tensión estaba entre el abuelo y el padre de familia.
El jefe de familia le reprochaba al abuelo —es decir, a su papá— que a él «siempre le había salido todo bien porque tenía demasiada suerte». Y el abuelo, que sabía que ese elogio tenía un fondo de resentimiento, no sabía qué hacer para suavizar el lazo con su hijo.
Preocupado, empezó por revisar toda su vida —que había pasado entre libros de química y un trabajo en una farmacéutica—, tratando de ver si realmente le había ido tan bien por culpa de la suerte.
Había sido jefe de un laboratorio, tenía casa propia, tenía lugar para alojar a la familia de su hijo y a sus cuatro nietos —el mayor, de once; la menor, Margarita, de dos— y no tenía problemas económicos.
Era cierto, había tenido suerte: algunas fórmulas que descubrió habían dado origen a bálsamos y a pomadas que formaban parte de la «farmacopea argentina», que es el libro donde se anotan las recetas de productos con propiedades curativas. Y también era cierto que algunos de esos productos aliviaban a los enfermos…
Pero tampoco era para hacer tanto espamento: al fin y al cabo, la relación entre los remedios y las enfermedades al viejo le seguía pareciendo un misterio.
Tal vez por eso, porque le fascinaba el misterio, y porque quería ver si realmente era capaz de seguir triunfando a pesar de la edad, ni bien terminó la fórmula de un suplemento vitamínico tuvo la tentación de probarla en su nieta Margarita, la de tres años, porque la nena nunca tenía hambre y hacía escándalo cuando se negaba a comer.
Margarita era lánguida y rubia, tenía ojos claros y piel muy pálida, y lucía como esas fotos antiguas de criaturas que parecen a punto de pasar a mejor vida.
Empujado por las ganas de verla mejor, el abuelo le dio entonces el tónico que había inventado, y pudo comprobar su eficacia prodigiosa.
Cuatro cucharadas alcanzaron para transformar a Margarita. La nena en pocas semanas empezó a tener color, a engordar y a mostrar una voracidad que al principio todo el mundo aplaudió.
Si antes había que engañarla con el juego del avioncito para embocarle una cucharada de sopa, ahora había que inventar algo para sacarla de la mesa porque, si se quedaba, era capaz de comerse todos los restos y chupar todos los platos.
Si antes había que cuidarla a la noche para que no tuviera pesadillas, ahora había que estarle al lado para que no fuera descalza a la heladera y metiera la mano en todos los fuentones.
Su vocabulario también cambió.
Antes del tónico, balbuceaba algunas palabras y se hacía entender, pero pronto desarrolló un frondoso vocabulario específico, vinculado a la alimentación: si había pizza ella pedía «con fainá», si había pollo pedía «con papas noisette»… Y cuando una vez se negaron a darle un segundo plato se soltó con un insulto que sorprendió a todos: «¡Dame de comer o te arranco los ojos!», le dijo a su padre. Y esto era muy raro para una nena de tres años.
Si al comienzo Margarita era un motivo de orgullo, con el paso de las semanas la situación se volvió inquietante para todos, salvo para el abuelo, que sentía una secreta vanidad por los progresos de su nieta.
O al menos así fue hasta que una mañana, a la hora del desayuno, en el comedor lo esperaba un espectáculo imborrable.
En el centro de la mesa estaba sentada Margarita (una medialuna en cada mano) con las mejillas de un tono raro, que terminó siendo una mezcla de dulce de leche y sangre. En un rincón del comedor, las cabezas de sus hermanos se apilaban, como restos de un asado. Y por abajo de la mesa, todavía con vida, se arrastraba el papá de Margarita, con una pierna menos.
«La nena no tiene la culpa», dijo el papá, en un suspiro seco, antes de morir desangrado. Ese fue el último reproche que el abuelo, cansado de triunfar, escuchó de su hijo.