Nadie los conocía mucho porque no eran gente muy dada. Vivían ahí ladeando el zanjón que están por entubar (hace veinte años dicen que lo están por entubar) y los chicos iban a la escuela del barrio. Habrían venido siete, ocho años atrás, porque vinieron con el chiquito mayor en brazos y la señora esperaba el segundo. Estaba a simple vista que eran bolivianos. Nunca se los escuchó pelear ni armar escándalo, salvo los sábados de cobro en los que el hombre escuchaba música fuerte hasta muy tarde y las criaturas corrían exaltadas por la vereda. De ella nadie jamás habría dicho que era capaz de matar una mosca, y cuando pasó todo, las viejas ni siquiera podían comentar el chusmerío con la felicidad y la malicia acostumbradas. No tenían amigos ni enemigos, él en el trabajo era peón y ella solo había tenido una patrona a la que le limpiaba la casa un par de veces por semana y que, según dicen, cuando se enteró de los hechos tuvo que ser asistida en ambulancia. Vivían como viven los migrantes de países limítrofes, con frugalidad y pequeñas aspiraciones. Los nenes eran correctos y educados, salvo cuando la música y el humo del asado los envalentonaba. La casita era una cocina con un dormitorio y un baño, pero tenían otro baño afuera que era el que verdaderamente usaban, porque ella había crecido con esa costumbre. El almacenero en el que sacaban fiado fue el único que la defendió hasta las últimas consecuencias, y eso que nunca habían cruzado una palabra más allá del mostrador. Cuando la fue a buscar la Policía, ella estaba enjuagando unas ropas en una palangana. Jamás imaginó que venían por ella, y mucho menos que era culpable de un delito aberrante.
Ella había crecido en las afueras de Villa Tunari, en el departamento de Cochabamba, Bolivia. Sabía hablar en quechua y desde los ocho años había limpiado casas con integridad imperiosa. Sabía cocinar pito y cargar leña en la espalda, cuidar niños y mantener una casa. Quince años tenía cuando se fue a vivir con él, un paceño pobrísimo cuya familia había perdido las sapiencias rurales sin adaptarse nunca a las imposiciones urbanas. Sobrevivía con la albañilería, sin habilidad para comerciar y dependiendo siempre de los contratistas. A los veinte años la conoció y le gustó tanto que se le acercó con la firme intención de respetarla hasta que vivieran juntos. Ella era tímida pero resuelta, la durísima vida rural no había hecho más que desarrollar sus habilidades y endurecer sus piernas. Sabía que ese hombre no la sacaría de la pobreza, como sabía también que jamás le pegaría, y esto último era lo único que le importaba. Al encargar el primer hijo, ella quiso venirse para la Argentina y él la siguió con lealtad devota. Le consiguió trabajo a él y ella consiguió uno de pocas horas, porque la crianza de los hijos era su única prioridad. A los nenes nunca se los escuchaba llorar ni amañarse, y estaban siempre impecables, sin importar la humildad de sus ropas. Cuando se descubrieron los hechos, se los llevaron un policía y una asistente social, que todavía dudaban de la veracidad de las denuncias.
Del hombre los vecinos podían esperar una cosa así, pero de ella no, nunca. Hay malignidades que no se soportan en una mujer. Algunos dicen que en realidad él es el criminal y que cometió los hechos de tal modo que pareciera ella la culpable, pero la realidad es que era un hombre limitado. Era incapaz de mirar mucho tiempo a los ojos y de mantener incluso una conversación trivial.
Los cuatro nenes eran seguiditos, los dos más grandes se llevaban tan poco tiempo que sabían pasar por mellizos. En la escuela eran respetuosos y cumplidores, ninguno era brillante, pero tampoco tenían dificultades. Hablaban con la tonada de sus padres, por lo que les costaba construir amistad en el fango de la crueldad innata de los niños. Nadie hubiera dicho nunca que sufrieran más que la aspereza de una vida sin lujos, y, en realidad, fue después de que los hechos fueran denunciados que comenzó su calvario.
Los acogió primero una señora que hospedaba niños judicializados hacía dos décadas y que se resistía a perder la dulzura. Al tratar con ellos, dijo que eran chicos perfectos y que tenían modales excelentes incluso para ser bolivianos. Luego de unos meses tuvieron que irse a un hogar en el que sufrían el acoso de los adolescentes más grandes, que los hostigaban despiadadamente más por extranjeros que por pequeños. Los obligaban a lavar la ropa y a tender las camas, a sacarles los gorgojos del arroz y a barrer las piezas, pero también les inventaban tareas ridículas para divertirse con ellos, como vaciar el inodoro con una cuchara o contar y separar de a cien los fideos dedalitos. Rara vez hablaban, pero cuando lo hacían eran burlados por su acento, y cada uno de ellos llevaba algún apodo cruel. Al más chiquito lo habían convertido en una especie de camarero de baño, llevaba y traía un recipiente en el que los más grandes orinaban desde la cama para no levantarse en la noche. Y era la criatura quien debía vaciar el recipiente en el inodoro y volver sin despertar a los celadores. Algunas veces defecaban entre varios y lo observaban sin disimular el goce de la maldad más bellaca, que es la que se comete contra los indefensos. Cada uno de los hermanos sufría cuando uno de ellos era el centro de los embates, aunque placían culposamente las horas de paz. Una noche, el segundo más grande reemplazó al pequeñito en la tarea de llevar el recipiente orinal, y cuando vio que habían defecado, lo arrojó en la cama del más cruel. Fue ahí que le hicieron la cicatriz en la frente. La paliza que le dieron no lo dejó inconsciente en ningún momento, pero estaba tan ensangrentado que creyeron que moriría. Desde esa vez los respetaron a él y al más pequeño, siendo los otros dos el nuevo chivo expiatorio. No transcurrió una sola noche sin que recordaran a su madre con dulzura. Después de dos años de espanto, el padre insistía en verlos o que vieran a la madre, pero la jueza sostuvo que «aún no era conveniente la revinculación parental». Crecieron furiosamente resentidos, aún más que sus compañeros, dado que ellos habían conocido lo que era una vida normal. Olvidaron los modales inculcados y los cambiaron por rudezas, y mataron en sí mismos cualquier forma de sensibilidad. Se bestializaron. Acaso el más grande conservaba ambigüedades, sabiendo distinguir los momentos en que las buenas formas no implicarían sumisión. En el fondo de su pecho, odiaba a su madre por abandonarlos, forzándose así a no acariñar ni respetar jamás a una mujer. El que le seguía fue el más cruel de todos, incluso llegó a ser respetado por los rufianes históricos que alguna vez lo habían ultrajado. El tercero utilizaba su sexo infantil para conseguir beneficios, sin que supieran sus hermanos, pero siendo el secreto a voces de varios compañeros. El más pequeño se volvió simplemente un ladrón.
En el barrio nunca más se habló de los hechos. Algunos lo recordaban a él y decían que había vuelto a Bolivia, pero otros afirmaban que se había suicidado. La mujer recibió una condena de doce años. Crecida en el duro campo boliviano con su padre y el padre de su padre, había sufrido múltiples abusos y privaciones toda su vida, yéndose tan pronto como pudo y jurando que sus hijos jamás pasarían algo similar. Algunas costumbres que no sabía que también eran malas las arrastró con la ingenuidad de la ignorancia, y para la ley no existió diferencia. Igual que cuando su padre y su abuelo estaban de malas, cuando sus hijos lloraban o aquejaban mañas, les chupaba el pito para calmarlos. Los niños lo contaron en la escuela, en una tarea de tantas. Las docentes, horrorizadas, hicieron las correspondientes denuncias para poner a los niños a salvo.
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