La primera vez que escuché el apellido «Messi» fue en un chat de argentinos en Barcelona. Era la prehistoria de internet y todavía no existía Facebook. En ese tiempo, cuando prendíamos la computadora solo teníamos porno, un programa para descargar discos que tardaba un día por canción y muchísimos canales de chats temáticos. Yo usaba un sistema ilegal para bajarme series argentinas y otro para descargar libros; pero el chat de argentinos en Barcelona era lo más divertido de internet: me encantaba leer consultas a la madrugada. En el año 2003, usaba el chat para responder a argentinos recién llegados, del mismo modo que dos años antes lo había usado para pedir ayuda.
Por lo que supe después, Messi había llegado a Cataluña, con sus padres y sus hermanos, igual que la mayoría de nosotros: en el año 2000, en completo estado de indefensión. Su llegada ocurrió al mismo tiempo que la de miles de argentinos. Cada uno de nosotros tenía una razón diferente para contarlo, pero todas las razones al final eran la misma: el dinero y la estabilidad. En Rosario, a Messi le habían diagnosticado una deficiencia en la hormona del crecimiento y sus padres no podían pagar el tratamiento. El Barça vio el potencial del chico y se comprometió a costear los gastos de la enfermedad. En el chat de argentinos se decía que las inyecciones costaban casi mil euros mensuales. Y que la familia Messi había dejado todo y se había mudado entera, aunque una hermana no había logrado adaptarse. No sabíamos si toda la información era real, pero nos encantaban los rumores sobre cualquier temática argentina. El chat era como una peluquería moderna. Si bien «dulce de leche» y «Western Union» eran las búsquedas más comunes, de repente «Lionel Messi» empezaba a ser un nuevo tópico en la conversación. Alguien parecía tener relación con la familia y traía datos frescos: de los trece a los quince años, Messi había recibido diariamente dos inyecciones que lo ayudaron a crecer más de veinte centímetros. Cuando alcanzó un metro setenta de estatura y pudo calzarse unos botines del talle cuarenta, en la escuela de fútbol donde se forman los infantiles del Barça —la Masía— le seguían diciendo «la Pulga», aunque el chico ya era otro. Cada fin de semana, en el chat, se hablaba de sus goles y de su estilo, pero mi nocturnidad me impedía levantarme un sábado a las diez de la mañana para verlo.
Sin embargo, una noche me desvelé y amaneció el sábado. El sol estaba alto y no me podía dormir. Con los ojos cansados, puse el programa que transmitía fútbol juvenil en TV3 e inmediatamente, igual que todos los que ya lo habían visto, entendí la maravilla. Lionel Messi, el chico tantas veces nombrado, hacía goles de otra época, daba asistencias imposibles y tiraba gambetas que solamente se ven en los potreros.
Empecé a entender el fervor del chat. Los argentinos que habíamos llegado a Barcelona en el 2000 veníamos de sufrir la peor pesadilla futbolística en el último mundial de fútbol. Nos habían expulsado en la primera ronda y habíamos asistido a esa debacle en tres madrugadas horribles y lejos de casa. Nosotros, los inmigrantes, nunca habíamos visto un mundial de fútbol desde el extranjero. Los primeros meses de vivir en otro país no son dramáticos. Al principio todo tiene el color de la aventura, e incluso las incomodidades parecen luminosas. El palazo en la cabeza ocurre cuando te sentís solo por primera vez, cuando no te entienden, cuando el de al lado no llora o no es feliz al mismo tiempo que vos.
Y eso nos pasó a todos, sin saberlo, en la mitad del Mundial de Corea y Japón. Los partidos eran a la madrugada, no nos podíamos juntar en los bares. Tuvimos que ver esos partidos en casa y a solas. Le ganamos a Nigeria sin gracia y después, cuando perdimos contra Inglaterra, quedamos en el abismo. La noche del tercer partido, la última noche, empatamos con Suecia y nos quedamos afuera del mundial. La mayoría de los inmigrantes no conocíamos esa sensación. Éramos miles de argentinos en Barcelona. Llorábamos a solas a la madrugada, sin consuelo. Y ahora pienso que si alguien nos hubiera dicho al oído, aquella noche, que había un nene de catorce años que se ponía, él solo, dos inyecciones al día para crecer, un chico en la misma ciudad que nosotros, en Barcelona, que soñaba con ser campeón del mundo, si alguien nos hubiera dicho que Lionel Messi ya existía, esa madrugada de junio de 2002 nos hubiéramos ido a dormir tranquilos. Pero recién supimos de su existencia un año después, y, por supuesto, empezamos a fantasear con el futuro.
En la temporada 2003-2004, Lionel Messi jugó treinta y siete partidos (intercalando en Juvenil B, Juvenil A, Barça C y Barça B) y metió treinta y cinco goles. El rumor de su existencia ya subía y bajaba por las calles de la ciudad. En el chat supimos que la Federación Española había iniciado los trámites de nacionalización para que fichara por la selección, pero rápidamente Argentina lo hizo jugar un amistoso contra Paraguay para blindarle la nacionalidad, y respiramos. Su fama crecía. El rating matutino de la televisión catalana, esos sábados de fútbol juvenil, superaba a veces al de los programas nocturnos. Y ya se hablaba de «aquest nen» en los bares y en las tribunas del Camp Nou.
El único que no hablaba era él: en las entrevistas pospartido, a todas las preguntas el adolescente las respondía con un «sí», con un «no» o con un «gracia’», y después bajaba la vista. En el chat, donde los lunes hablábamos del tema, hubiéramos preferido un jugador más charlatán. Pero al mismo tiempo los argentinos que vivíamos en Barcelona notamos algo bueno: cuando Lionel Messi por fin hilvanaba una frase más o menos larga, se comía las eses, como hacen los rosarinos. Y no solo eso: también decía «ful» en lugar de «falta». Decía «orsai» en vez de «fuera de juego». Decía «gambeta», «tribuna», «hinchada »; y nunca decía «regate», ni «grada», ni «afición». Algunos descubrimos, con alivio, que era de los nuestros, de los que teníamos la valija sin guardar.
Lo de la valija era una alegoría que usábamos mucho en esa época. Una de las habituales del chat era Laura Canoura, una gran cantante y compositora uruguaya que nos prestigiaba las charlas. Y fue ella quien nos acercó la metáfora en un tango hermoso llamado «Los hijos de Gardel»:
Empezaron a soñar con el regreso
en la puerta principal del aeropuerto,
las valijas repletas de ilusiones,
los bolsillos vacíos y con miedo.
Se llevaron de memoria el obelisco,
las siluetas de la plaza Libertad,
y en el medio del pecho, la nostalgia,
para abrirla en un regalo en Navidad.
Los hijos de Gardel nunca pensaron
que aquello de volver era real:
se agarraron al lugar con alfileres
y dejaron las valijas sin guardar.Sobre todo, hablan siempre en uruguayo
aunque nadie los entienda, ¿qué más da?
Y practican el despegue a cada rato
cuando ven que con sus hijos es igual.
Cada tanto les mandamos unas fotos
con la Rambla o Sarandí peatonal
para hacerles más liviano el desapego
al país donde se fueron a emigrar.Pero hay otros que se fueron sin recuerdos
aunque el alma les doliera casi igual.
Se llevaron solo el «vos» de polizonte
y dejaron olvidado el «ta» y el «chau».
Tienen hijos en París, en Barcelona,
que conocen Uruguay de una postal.
En la casa solo se habla en otro idioma
y el origen solo está en la credencial.Los hijos de Gardel siempre supieron
que la patria es algo más que identidad.
Se agarraron al lugar como pudieron
y mandaron las valijas al desván.Laura Canoura – «Los hijos de Gardel»
El tango de Canoura corroboraba nuestra experiencia, había dos clases de inmigrantes argentinos poscorralito: los de la «valija sin guardar» y los de la «valija en el desván». Y en el chat de argentinos en Barcelona siempre hubo defensores de los dos bandos. Los que, al llegar a España, guardaban la valija bien al fondo decían «vale», «tío» y «hostia» en todas las conversaciones. Le decían «paella» al arroz con pollo, intentaban diferenciar el sonido de la letra ese del de la letra ce en las reuniones, y en las entrevistas de trabajo ocultaban el voseo, casi siempre sin éxito. En cambio, los que teníamos la valija sin guardar nos esforzábamos para no perder las costumbres. Nos desesperaba no encontrar en las góndolas yerba mate, facturas o sanguchitos de miga, decíamos yuvia (incluso cuando no llovía) para practicar el yeísmo y conocíamos todos los trucos para telefonear a Argentina al costo de una llamada local. Cada uno de los dos grupos se burlaba del otro, pero siempre con gracia y fair play.
No eran peleas a muerte porque, de alguna manera, nos necesitábamos. En general, los que guardaban la valija lejos tenían mejores trabajos (se conectaban mejor con los nativos) y nos ayudaban a subsistir a los nostálgicos que guardábamos la valija cerca. Al mismo tiempo, los de la valija cerca conocíamos mejor la gastronomía del gueto y sabíamos compartir las novedades culinarias con los del «vale, hostia, tío».
¡Gente! ¡La marca La Lechera empezó a fabricar dulce de leche, aguante nosotros, la concha de su madre! ¿Qué, en serio? Es verdad, hay dulce de leche ibérico en las góndolas del Mercadona desde ayer. Tengo todos los goles de Messi en un solo torrent si alguien quiere el link. ¿Me pueden decir cómo se dice acá «bife de chorizo»? Estoy harta de que el carnicero me dé cualquier cosa. Amigos, mano en el corazón… El dulce de leche de ellos es mucho mejor que el nuestro. ¡Shhh! Si te escucho que decís eso por la calle, te fajo. Acá adentro podemos criticar, pero afuera no, eso está entendido, ¿no? A ver, ayuda: tengo una bisabuela que nació en Serbia y Montenegro, ¿eso me otorga pasaporte de la Comunidad Europea? El dulce de leche nuestro es mil veces mejor, lo que pasa es que vos metiste la valija bien al fondo, como en el tango de la Canoura. ¿Ustedes saben que Messi es el único jugador del mundo que ganó las cuatro copas europeas en un solo año? ¡Ja, al dulce de leche le pusieron tapón antigoteo como si fuera miel los pelotudos! Yo leí que si nuestros bisabuelos nacieron con un pie en Serbia y el otro pie en Montenegro sí te dan ciudadanía europea; pero si nacieron con los dos pies de un solo lado son refugiados y no te dan nada. Ahí vi el precio del dulce de leche español, sale más barato pagarle un pasaje a tu vieja y que te traiga repostero La Serenísima. Hola, gente, estoy recién llegado, ¿alguien sabe por qué los varones catalanes no saben ser amigos del alma? Fui a la casa de uno a tomar mate y no me abrió. ¡¿Fuiste sin avisar?! No hagas eso, porque acá la gente te pone una perimetral. ¡Encontré molleja, encontré molleja! ¡Aguante Argentina, la puta que los parió! ¿Dónde encontraste? En Francia. Si vivís en Barcelona, son trescientos catorce kilómetros en auto, si querés te llevo. ¿Están mirando Telecinco? Está el innombrable hablando mal de Argentina de nuevo… ¿Quién es el innombrable? Shhh, no digas el apellido. Es un actor que no se puede nombrar porque si lo nombrás te convertís inmediatamente en un madrileño franquista, poné Telecinco y te vas a dar cuenta. ¡Miren! Dice que somos «un país inviable». ¿Quién se prende en ir a la salida del teatro en Gran Vía y cagarlo un poco a sopapos? ¡Yo! ¡Yo voy! Yo no puedo, pero puedo financiar los taxis.
Hablar mal de la Argentina en público era, posiblemente, el extremismo de la valija en el desván. Recuerdo que llegaron dos grandísimos actores argentinos, meses después del desastre, a hacer obras de teatro en Madrid mientras Argentina se caía a pedazos. Ambos hacían prensa en radio y televisión para promocionar sus trabajos. Uno de ellos, al que hoy tampoco voy a nombrar, aprovechaba los micrófonos para recordarle al mundo que se sentía expulsado de su tierra, decía que Argentina era un país que no tenía solución, que jamás iba a cambiar, un país donde no había reglas de juego, etcétera.
El otro actor argentino en Madrid, del que tampoco diré el nombre pero se apellida Darín, cuando le preguntaban por la crisis nacional, decía: «¿Crisis en Argentina? No, al contrario, este es el mejor momento para el turismo, el cambio de divisa es accesible, la hotelería es magnífica, la gente es espectacular con los españoles, hay nieve, hay cataratas, la noche en Buenos Aires es fabulosa. ¡Vayan, vayan a ver!». Lo decía (y esto lo vimos solo nosotros, los inmigrantes) conteniendo sus lágrimas y con una tremenda rabia en la entonación medida. Iba de Televisión Española a Antena 3, de ahí a Telecinco, y después a Cadena SER, y en todas partes decía lo mismo. Esa semana, sin que nadie se lo pidiera, fue un embajador silencioso que nos hizo bien a todos los que teníamos la valija cerca.
Y con Lionel Messi nos empezó a pasar lo mismo. Cuando se convirtió en el diez indiscutido del Barça, vimos que no dejaba de ser argentino. Vigilábamos su compromiso desde las fotos de los diarios y en los informativos. Si seguía llevando el mate y el termo a las concentraciones, si se resistía a responder en catalán las entrevistas, si mantenía músicas autóctonas en el discman, etcétera.
De repente llegaron las Ligas, las Copas del Rey y las Champions ganadas. Y tanto él como nosotros, los inmigrantes, supimos que el acento es lo más difícil de mantener.
La primera vez que notamos una intencionalidad en su esfuerzo fue cuando, después de ganar una Liga, le dieron el micrófono frente a noventa mil hinchas del Barça. Ya era noche cerrada en el Camp Nou y Messi dijo cinco palabras en catalán, que seguramente le recomendaron decir, y otras ocho que le salieron de adentro: «Visca el Barça, visca Catalunya… ¡y aguante Argentina, la concha de su madre!». Eso dijo. Y muchos en el chat nos preguntamos cuántos catalanes habrán escuchado en esa frase un insulto, cuántos otros una arenga, cuántos más una queja y cuántos simplemente un misterio lingüístico… ¿Qué es «la concha de su madre» para un catalán? ¿Qué significa «aguante»? Pero, sobre todo, ¿qué serían para ellos todas esas palabras juntas en medio de un festejo? Nosotros, los inmigrantes, entendíamos que esos guiños no eran para los hinchas culés, sino para un montón de argentinos que habíamos llegado en el año 2000 y que ya estábamos en el peor momento de ser inmigrante, que es la lenta resignación: ya empezábamos a perder el acento y, de a poco, nos empezaban a gustar el pescado hervido y el hocico de chancho.
Era horrible aceptarlo, pero ya no era 2003, ya había pasado el tiempo de la aventura europea. Ya habíamos generado rutinas y —como nos había vaticinado el tango de la Canoura— en muchas casas había hijos hablando en otro idioma. A todos nos costaba mucho seguir diciendo «gambeta» en vez de «regate» y seguir diciéndole «Dejáme a mitad de cuadra» al taxista. O seguir pidiéndole «Emprolijáme las puntas» al peluquero. La comunicación se había tornado muy complicada… Siempre el taxi nos dejaba lejos y siempre teníamos cortes raros en la cabeza.
Pero algunos pocos insistíamos como viejos lobos de mar: seguíamos diciendo «cuadra» y seguíamos diciendo «emprolijar» porque las palabras eran nuestra trinchera, y la lengua, supimos, es el espejo de nuestra identidad.
Y ahí, en ese punto de la historia, Lionel Messi fue, sin querer, nuestro líder. La noche en que gritó «Aguante Argentina, la concha de su madre», nuestros oídos escucharon otra clase de arenga. Escuchamos que Messi nos decía: «¡Mantengan el sustantivo “cuadra” como espacio entre dos esquinas, la concha de su madre! ¡Persistan en el verbo “emprolijar” cuando no quieran que les corten demasiado el pelo! ¡Que no decaiga el voseo cuando vayan a pedir un crédito! ¡Aguanten! ¡Porque mientras yo siga acá metiendo goles, nosotros vamos a estar bien y nunca va a faltar dulce de leche en las góndolas, muchachos!».
Yo sé que Messi no dijo nada de eso en el micrófono del Camp Nou. Pero nosotros escuchamos esas palabras. Y nos sirvió para aguantar con la valija cerca. El chico aquel que no abría la boca, que casi nunca decía nada, nos mantuvo viva la forma de hablar.
El amor de los catalanes por Messi siempre estuvo lleno de cariño y admiración. Lo aman como se ama a un hijo. Es el mismo amor que sienten los napolitanos por Maradona, aunque en el sur de Italia las emociones se expresan diferente. Los catalanes no gritan sus pasiones por la calle, ni les rezan a sus ídolos a la intemperie, ni pintan sus triunfos en pasacalles. Pero que nadie crea que el amor catalán vale menos. Ellos son sobrios y quizás les cuesta desbocarse, pero puertas adentro se apasionan con el mismo fervor. En todo caso, se trata de diferentes momentos del amor. Los napolitanos aman a Maradona como las madres aman a un hijo que ha muerto ayer. Los catalanes aman a Messi como los arquitectos aman a un hijo que se acaba de graduar. Pero no es un amor que valga menos. Eso sí: siempre les preocupó un poco que Messi fuera tan parco en palabras. Los catalanes (y España en general) entienden que un argentino tiene que ser intenso en palabras. De lo contrario, es uruguayo o mudo. Sin embargo, el astro del Barça no destacaba en las entrevistas locales.
Lo cierto es que el periodismo catalán siempre tuvo un poco de envidia de la prensa argentina. Cuando Messi daba notas a medios de Buenos Aires, se reía, decía dos o tres frases completas, mostraba su casa, y si le pedían que se pusiera un sombrero verde, Lionel lo hacía. Pero en la prensa española Messi se convertía en Jaime, el robot de El superagente 86. Pocas palabras, pocos gestos y, sobre todo, mucha respuesta casete.
Una noche, cuando Messi ya era una estrella mundial del fútbol, fue invitado a una entrevista en TV3, la misma cadena pública que transmitía sus partidos de la adolescencia. El chico rosarino había ganado —¡en el mismo año!— la Liga, la Copa del Rey, la Champions, el Mundial de Clubes y la Supercopa de Europa. Era una locura: jamás nadie había visto algo así. El mundo ya empezaba a vislumbrar que tenía enfrente a uno de los mejores de la historia. Aquel fue un reportaje que vimos en directo todos los argentinos del chat, mientras charlábamos como ahora se hace en Twitter. Le pusieron el micrófono y, como ocurre siempre, el periodista de TV3 empezó a hacerle preguntas en catalán. Esto no es forzado: siempre preguntan antes si pueden hablar en su idioma, y si el invitado lo acepta, así lo hacen. Messi escuchaba las preguntas en catalán y, por supuesto, las respondía en «rosarino».
Y ahí, en ese momento, los argentinos del chat descubrimos que los catalanes también eran inmigrantes de un lugar llamado España y que tenían que cuidar su lengua, su acento y sus costumbres tanto como nosotros. Y entendimos también por qué los catalanes aman a Messi. No solo por el fútbol: lo aman porque defiende su acento.
Me encanta cómo dice «gracia’ a vo’», ¿lo están viendo? No se le escapa un modismo, es hermoso… ¡Gente! Estamos con Julia en el Hospital Vall d’Hebron porque se dobló el pie, ¿alguien sabe si con el carnet de IOMA hacen descuento? No agarro el reportaje a Messi, ¿en qué canal es, saben si lo pasan por internet? Yo estoy viendo a Ricky Fort en Showmatch imitando a Sandro y no sé por qué estoy llorando, amigos, mi melancolía ya se prende a cualquier cosa. ¿Por qué el periodista le pregunta en catalán, es boludo? No, es porque Messi entiende. Dice mi vieja que una tía de ella, una vez, se cogió a un marinero de Estonia, ¿alguien sabe si con ese dato consigo la ciudadanía europea? Chabón, es mágico ese pibe, habla como si hubiera ganado un torneo barrial en Rosario, no se comió el estrellato. ¿Cómo carajo sé cuál es mi turno en la farmacia si acá los farmacéuticos no ponen los papelitos de numeración, alguien sabe? Acá hay gente que dice que Messi está en el espectro, que por eso habla poco, es antisocial y hace cosas increíbles con la pelota. Entrás a la farmacia y preguntás quién es el último, una persona te dice «yo» y entonces sabés que vas después de esa persona. ¿Qué es el espectro? ¿Qué es Estonia? Es una figura imaginaria o fantástica que alguien cree ver, como tu vieja. Y prestá atención, porque desde ese momento vos sos la última de la fila, así que cuando entre alguien nuevo y pregunte, tenés que decirle que la última sos vos, e inmediatamente dejás de serlo. ¡No te metas con mi vieja! ¿Y por qué no ponen un palito con los números, que es mil veces más fácil? ¡Gente, en el jardín de Lula ya hay once nenitos con apellidos que terminan con i, aguante Argentina y la concha de su madre! En cualquier momento nos habilitan hacer asados en las terrazas y ahí ya los cagamos del todo. Yo creo que en 2050 España va a tener un presidente con apellido terminado en i. O presidenta, ojo. Ojalá que la primera medida de gobierno sea poner papelitos numerados en las farmacias. ¿Vieron la parrilla que tiene Messi en su casa? Es más grande que el monoambiente que alquilo en Poblenou. Y más fresco también. Epa, ¿cómo es que Laura conoce el monoambiente de Esteban? Ahí terminó la entrevista a Lío en la tele, fueron cuarenta y dos minutos y dijo dieciocho veces «bue». ¿Alguien escuchó que haya usado algún modismo español o catalán? No, nada, está todo en el excel compartido, sigue invicto. ¡Es un campeón!
De repente Messi era el humano más famoso de Barcelona, pero, igual que nosotros, nunca dejaba de ser un argentino en otra parte. En el chat de argentinos amábamos que se envolviera en su bandera durante los festejos de cada copa europea. Aplaudíamos sus desplantes: por ejemplo, cuando fue a Beijing a ganar el oro para Argentina sin el permiso de su club, aunque avalado por Pep Guardiola. Sentíamos orgullo de que pasara sus navidades en Rosario a pesar de que tenía que jugar en enero en el Camp Nou. Todo lo que hacía era un guiño para nosotros, para los que, en el año 2000, habíamos llegado con él a Barcelona. Es difícil explicar cuánto nos alegró la vida a los que vivíamos lejos de casa. Cómo nos sacó del hastío de lo que entendíamos que era una sociedad monótona. De qué manera nos ayudó a no perder la brújula. Messi nos hizo felices de una forma tan serena, tan natural y tan nuestra que cuando empezaron a llegar los insultos desde Argentina no lo podíamos entender.
«Pecho frío».
«Solamente te importa la plata».
«No sabés la letra del himno».
«No sentís la camiseta».
«Sos gallego, no argentino».
«Renunciá, Messi, renunciá».
«Mercenario».
Ya pasaron algunos años, pero al escucharlas o leerlas todavía nos hacen mal. A todos los que conversábamos en el chat no se nos ocurría pesadilla más espantosa que escuchar voces de desprecio desde el lugar más querido del mundo. Ni dolor más insoportable que oír, en la voz de un hijo, la frase que escuchó Messi de su hijo mayor: «Papá, ¿por qué te matan en Argentina?».
El contraste era demoledor. Messi seguía destrozando todos los récords del fútbol con la camiseta del Barça y no conseguía triunfos absolutos con la albiceleste. La selección Argentina, con Messi como capitán, había resultado subcampeona del mundo en 2014 con una derrota frente a Alemania, y había perdido tres finales de la Copa América, las últimas dos de forma consecutiva frente a Chile, en 2015 y 2016. A la salida del vestuario de aquella última derrota (por penales: 4 a 2), Messi renunció públicamente a su puesto en la selección: «Ya son cuatro finales las que me toca perder. […] Lo primero que se me viene a la cabeza, y lo pensaba recién en el vestuario, es que ya está, que se terminó para mí la selección. Son cuatro finales, no es para mí».
La renuncia de Messi en 2016 a la selección Argentina fue un golpe durísimo para el chat de argentinos en Barcelona, pero al mismo tiempo un alivio. Hacía ya un par de años que no podíamos verlo sufrir así. Los insultos que venían de Argentina no eran masivos, pero sabíamos que siempre el odio grita más fuerte. Y lo que llegaban eran los gritos. Nosotros sabíamos, desde el año 2003, cuánto amaba a su país ese chico tímido y los esfuerzos que hacía para no romper el cordón umbilical. Lo sabíamos, pero no podíamos decirlo. Cuando renunció, fue como si de repente Messi hubiera decidido sacar un rato las manos del fuego. Pero solamente las suyas: a nosotros también nos quemaban esas críticas.
Muchos inmigrantes hacía más de quince años que vivían en Barcelona, o en cualquier otra parte de España. Habían progresado en sus empleos, sus hijos ya no iban al jardín de infantes sino a la universidad, y el tema del acento ya era una guerra perdida. Hostia, tío: la argentinidad, de repente, pasaba por su peor momento. Empezábamos a usar el sonido original de la letra ce. Empezábamos a decir ass-zen-ssor. A los taxistas ya les decíamos «Déjame a mitad de calle», y entrábamos a la peluquería para que nos cortaran el pelo como se les antojara a ellos. Habíamos quedado a medio camino, en un punto absurdo del océano, lo suficiente para que en la península te nombraran «sudaca» y para que, cuando volvieras en Navidad, tus amigos te llamaran «gallego». En ese punto de la historia, Messi renunció a la selección y fue como si nos dijera: «Ya no se puede hacer nada, muchachos, en casa no nos quieren».
Y entonces ocurrió el hecho más insólito y hermoso del fútbol moderno. La tarde de 2016, cuando Lionel se cansó de los insultos y decidió renunciar, un chico de quince años subió una carta a su Facebook que decía esto:
«Cómo te vamos a convencer nosotros, que no pudimos entender que sos un ser humano, una persona con un talento inigualable, el mejor jugador del planeta pero una persona al fin, cómo te vamos a convencer nosotros si no paramos ni un segundo a darnos cuenta de que vos no sos el responsable del enojo que nos provoca perder, que muchas veces tiene más que ver con frustraciones propias que se despiertan. Mirémonos al espejo y preguntémonos si nos exigimos a nosotros mismos el uno por ciento de lo que le exigimos a este muchacho al que en verdad ni conocemos. Cómo vamos a convencerte nosotros, que nos cuesta ver que en el mundo entero te halagan, si en tus vacaciones podrías estar tirado en una playa y estás ahí, corriendo y representando nuestros colores para que nos fijemos si corrés o si cantás el himno. Hacé lo que vos quieras, Lionel, pero por favor pensá en quedarte. Pero quedáte para divertirte, que es lo que esta gente te ha quitado. En un mundo de presiones ridículas, logran sacarle lo más noble que tiene un juego. La diversión. De pibe seguro soñabas con representar a tu país y divertirte. Verte jugar a vos con la celeste y blanca es el orgullo más grande del mundo. Jugá para divertirte, que cuando vos te divertís, no te das una idea de lo que nos divertimos nosotros».
Enzo Fernández, quien reprodujo esa carta en su Facebook, resultó siete años después el jugador revelación del Mundial de Qatar. Y entonces entendimos que Messi volvió a jugar en la selección (lo dijo él mismo) para que esos chicos que le mandaban cartas y le dejaban mensajes no creyeran que rendirse era una opción en la vida.
Cuánto más hermosa es la farándula argentina que la española, me aburren mucho los programas de la tarde acá. Me hizo llorar una carta que un chico le escribe a Messi en Facebook, les paso link. ¿Probaste viendo la tele con hachís? Es otra cosa… El pibito es Enzo Fernández, que juega en la reserva de River, pero no la escribió él, la escribió uno de internet que se llama Gregorio. ¿Alguien vende hachís en el chat? Me cagaste la épica, se acabó el fútbol para mí, ya no tengo más pasiones. Yo vendo hachís, pero con tapón antigoteo. Acá no hay nada parecido a Vicky Xipolitakis, me puse televisión satelital solamente para ver Intrusos. Les dejo una receta de cocido madrileño pero con chorizo seco de Tandil, a ver si os gusta. Ahora que se acabó el Mundial de Rusia, ¿tengo que soportar a todos los franceses o me mudo más al sur? ¡Metéte el «os gusta» en el orto, vendepatria, cómo vas a usar el chorizo seco para hacer cocido! ¿Vieron anoche a los hijos de puta de TyC haciendo un minuto de silencio por la selección? Buenas: encontré una ferretería en Terrassa que te vende unas planchas de telgopor que sirven para hacer sanguchitos de miga como si fueran pan finito. Ojo: salen un poco secos, pero si les metés mayonesa, zafan. No es recomendable vivir cerca de Francia en este momento. ¿Qué es «cocido»? No lo pidas como «telgopor» porque no te entienden, decí «poliestireno». Creo que el minuto de silencio de TyC fue por la muerte del periodismo, no por la selección. ¿Ustedes piensan que Messi llegará con buenas piernas al Mundial de Qatar? Ni en pedo…, yo tengo treinta y ya me cansa subir la vereda del parque Güell, imagináte. ¿Alguien sabe si es verdad que a Tino de Los Parchís le falta un brazo? Porque lo tengo en Tinder y no sé si es él de verdad o un manco cualquiera. ¿Messi a Qatar? No llega. Y aunque llegara bien de físico, ojalá que los mande a todos a cagar y ni vaya. ¿Está Tino en Tinder? Ay, me muero, cogételo por mí. Lo que más me jode de los que insultan a Messi es que los insultos les llegan a sus hijos, debe de ser horrible escuchar que dicen toda esa mierda de tu papá. No importa si le falta un brazo, es lo de menos, ¡es Tino, entendés! ¡A mí dame la pileta con jardín de los hijos de Messi y te dejo que lo insultes a mi viejo hasta que se quede seco! Gente: ¿a ustedes también les pasa que cuando van a Argentina les dicen «gallegos» y cuando están acá les dicen «sudacas»? No era Tino, boluda, era un manco cualquiera… Igual me lo cogí. Yo no creo que Messi vuelva, ya jugó cuatro mundiales, creo que nos vamos a quedar con las ganas. A mí me dicen «sudaca» acá, me dicen «gallego» en Argentina, y un día fui a la India y me fajaron porque me confundieron con un turco.
Al revés de lo que pensábamos casi todos, Messi volvió a la selección para disparar su última bala. Pero no ocurrió de un día para el otro, fue paulatino. Primero ganó, por fin, la Copa América. En su abrazo con Ángel Di María (otro blanco de los insultos) pudimos ver que tenían un plan. En ese momento, el futuro empezó a soltar un aroma a ilusión que muchos ni siquiera queríamos oler. De repente, se sintió que la mochila de piedras había desaparecido. Se lo vio distinto en la cancha y en las entrevistas. En el chat de argentinos supimos que ya no era ese chico que habíamos descubierto en las primeras entrevistas. Y entonces Messi ganó el Mundial 2022, de punta a punta, al mismo tiempo que cerró las bocas de sus detractores. Para nosotros fue muy divertido ver cómo algunos hacían esfuerzos por seguir criticándolo, incluso en medio de la remontada. Una tarde, un periodista del diario La Nación encontró a Messi «vulgar» frente a un micrófono. Fue cuando, en medio de una entrevista, Lionel le dijo a un jugador holandés: «Qué mirá, bobo, andá payá». Para nosotros, vigilantes de su acento, fue una frase perfecta: se comió todas las eses y mantuvo el yeísmo en la palabra «ayá». En el viejo chat de argentinos ya somos pocos, pero todavía nos alegra confirmar que sigue siendo el mismo que nos ayudó a hablar cuando estábamos lejos.
Ahora que algunos inmigrantes regresamos a casa y otros se quedaron en España, por fin todos pudimos disfrutar de ver a Messi volver a casa con la Copa del Mundo en su valija sin guardar. Únicamente los que vivimos un tiempo largo en otra tierra sabemos que esta historia épica no habría ocurrido si el Lionel de quince años hubiera escondido su maleta en el fondo del ropero. Si de chico hubiera sucumbido al «vale» y al «hostia, tío». Si hubiera dejado de hervir leche condensada durante cuatro horas para conseguir un tarro de dulce de leche. Pero por suerte nunca equivocó su acento ni se rindió frente a las injusticias de quienes lo señalaban. Esa —y no otra— es la razón por la que la humanidad entera deseaba el triunfo final de Lionel Messi con tanta fuerza. Porque nunca nadie había visto, en la cima absoluta del mundo, a un hombre sencillo.
La sencillez de Messi se puede resumir en algo que los argentinos del chat pudimos ver mejor que nadie: un día cualquiera de diciembre de 2022, como cada año, Messi volvió de Europa para pasar la Navidad con su familia en Rosario. Nada más que eso. Sus costumbres no cambiaron. Solamente cambió algo: esta vez había una Copa del Mundo en la valija de Lionel.
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