Conocí a Levrero en el 97 a través de Henry, mi amigo más cercano por aquella época. Henry fue el primer lector de Derretimiento, mi segundo libro. Ni bien terminó el manuscrito dijo que había que llevárselo al viejo, con el que tenía una relación más o menos asidua. Estuvimos un rato discutiéndolo. Yo dudaba. Quería que Levrero me leyera, pero me daba pánico. En mi mente Levrero era tan bueno que ni siquiera calificaba como uruguayo, era un aerolito. Me parecía totalmente imposible que se interesara por algo que hubiera escrito yo, un pendejo de veintiún años que apenas empezaba a dar sus primeros pasos. Tenía miedo de lo que Levrero pudiera decir y de que lo que tuviera para decir me destruyera. Yo había empezado a leerlo hacía muy poco, promediando la escritura de mi segundo libro, y su influencia en mi propia actividad residía en que, tras leer La ciudad, el primero de sus libros publicados, me había sentido autorizado, de una vez por todas, a escribir bien. Suena estúpido, pero hasta el momento yo creía que eso, ser uruguayo y escribir bien, era imposible. Hablamos de los años noventa. Todo era pura novela histórica, cuentos de calabozo de algún extupamaro o libros periodísticos sobre algún tema candente, como si al lector uruguayo solamente le interesara leer sobre el pasado de su paisito o sobre temas de noticiero. Levrero también era el primer uruguayo al que yo leía después de haber leído en el liceo a los muertos de siempre —Quiroga, Juana, Delmira—, que no me habían movido un pelo. Yo creía que la literatura uruguaya terminaba ahí, con ellos, y que después de ellos no había nada. Cuando La ciudad llegó a mis manos y vi que un coterráneo había sido capaz de elevarse y convertirse en un extranjero en su propia tierra, fue un estímulo trascendente, al punto de que robé la primera frase de La ciudad y la planté bien a la vista, en el comienzo del segundo capítulo de Derretimiento, que por aquel entonces estaba escribiendo.
No habían pasado ni diez días y Levrero me estaba llamando. Creí que tardaría meses en hacerlo o que nunca lo haría. Se había tomado en serio el encargo de Henry. Sin darme la más mínima señal de qué le había parecido mi libro, pidió que lo visitara un jueves a las cuatro de la tarde en su apartamento de aquel entonces, sobre 18 de Julio. En una voz lenta y grave, igual a su voz en la vida real, me pidió que le tocara timbre a las cuatro en punto, ni un minuto antes ni un minuto después. Si tocaba timbre antes o después de la hora exacta, él no tendría forma de saber que se trataba de mí. Podría tratarse de cualquier otra persona, un vendedor ambulante, un conocido al que no deseaba ver, y tendríamos que arreglar todo de nuevo para vernos en alguna otra ocasión. Con esa petición desencadenó en mi interior una serie de sentimientos incómodos. Me veo, ridículo, esperando frente al portero eléctrico del edificio a que den las cuatro en mi reloj. Me veo recién ahí pensando que quizá mi reloj no esté sincronizado con el de Levrero y me veo siguiendo el segundero de mi reloj hasta que da la hora, y toco el timbre en el momento acordado. Casi de inmediato, sin preguntar quién es el que llama, me devuelven el timbrazo, como si Levrero, varios pisos más arriba que yo, también hubiese estado esperando junto al intercomunicador a que dieran las cuatro en punto. Todo tiene que ser raro con Levrero, todo tiene que ser como uno de sus libros, eso es lo que pienso y así me siento cuando la que me recibe en el apartamento, en vez de Levrero, es su mujer, que tiene cara de buena y de quien todo lo que sé, que es muy poco, lo sé por boca de Henry y por lo que aparece en El discurso vacío, el último libro de Levrero, que salió unos meses atrás. Fue ella la que estuvo parada junto al intercomunicador. Me dice que Mario ya viene.
—Esperálo un poquito acá, hoy le está costando levantarse —dice y me deja en un sillón de dos cuerpos, en un cuarto pequeño hecho aún más pequeño por los libros que cubren las cuatro paredes, y durante los siguientes quince largos, eternos minutos, me voy convenciendo, con cada segundo que pasa, de que todo esto es una prueba. Me comporto, aunque sé que es demasiado absurdo pensarlo, como si Levrero me estudiara desde algún punto privilegiado mediante un sistema de cámaras o un simple agujero en la pared. Por algún truco sicológico, ya no me preocupa si a Levrero le gustó mi libro o no. Lo que me llena de pavor, de pronto, es que Levrero se haya dado cuenta de la frase que le robé y que me acuse de ladrón. Varias veces estoy a punto de pararme a mirar los libros en las paredes para disimular mi turbación, también estoy a punto de irme, pero me quedo en el sillón impostando calma e indiferencia hasta que, para mi sorpresa, la indiferencia y la calma empiezan a invadirme realmente.
Debería haber ido a su encuentro con una idea más realista. Después de todo, yo venía de leer El discurso vacío, y El discurso vacío era el libro de un hombre roto. Desde el mismísimo comienzo del libro, Levrero no paraba de repetir que se sentía «fragmentado» y que andaba en busca de sus «pedazos dispersos», como si fuera un muñeco capaz de ser desarmado y recompuesto, pero por alguna razón ese dato no había sido de mayor importancia para mí. Yo era demasiado joven. La fragmentación no estaba dentro de mi vocabulario como sí lo estaban la caída, el derrumbamiento, la disolución. Desconocía el deseo de levantarme hacia el lugar del que había caído o el de reconstruirme en la cosa que ya había sido. Mis deseos eran, en todo caso, todo lo contrario. Yo quería seguir cayendo infinitamente, derrumbándome infinitamente, habría preferido disolverme hasta que no quedara nada antes que volver a algún estado previo. Quizá me distrajo el gusto que me había producido leer El discurso vacío. Me distrajo la belleza de su voz, que en El discurso vacío alcanzaba un esplendor nuevo, que parecía ser, como nunca antes, la voz desnuda del verdadero Mario Levrero, el autor uruguayo que venía produciendo casi en secreto la mejor obra entre todos sus congéneres y compatriotas y que ahora vivía en Colonia con su mujer, el hijito de su mujer y un perro llamado Pongo en una situación de estancamiento de la que procuraba salir a toda costa. No sé si a toda costa. No es que tomara una decisión radical y cataclísmica. No dejaba a su mujer y a su hijastro, por ejemplo. Como era escritor, nada más se ponía a escribir. Se moría por creer que la escritura lo podía salvar, así que se ponía a escribir. Sin saber que estaba escribiendo un libro, estrenaba un cuaderno y lo dedicaba a ejercitar su caligrafía bajo el supuesto de que, mejorando la letra, mejoraría también ciertos aspectos de su personalidad. Como no podía ser de otra manera —porque Levrero es escritor y en el fondo siempre quiere escribir un libro, porque a Levrero en realidad le interesaba mucho más escribir un buen libro que curarse—, enseguida la literatura se empieza a colar en sus ejercicios caligráficos. De a poco Levrero deja de prestarle atención a la letra para interesarse por los contenidos de lo que está escribiendo, como si la literatura lo hubiese perseguido y dado alcance, o porque en realidad Levrero siempre supo que era imposible huirle a la literatura, y los ejercicios caligráficos fueron la trampita que ideó para poder sentarse frente a una página en blanco sin mayores presiones, nomás para conseguir una letra más linda, como tentando al diablo. Si con sus libros anteriores yo había aprendido a reverenciarlo como escritor, con la lectura de El discurso vacío había empezado a querer al hombre que había detrás. Yo nunca había llorado con uno de sus libros. En este, sin embargo, cada vez que aparecía el pobre perro Pongo se me llenaban los ojos de lágrimas de pena. Deseabas con todo tu corazón que un tipo así, con esa sensibilidad, con esa cabeza, saliera victorioso, que le hubiera funcionado la estrategia de escribir para curarse, y terminabas confiando en que le había funcionado: en la penúltima escena del libro Levrero veía el reflejo de unos rayos de sol en unos ladrillos y se sentía vivo. Luego, para finalizar, redoblaba la apuesta y habla de un sueño en el que hay unos curas vestidos de violeta, posiblemente cardenales, y los vemos ejecutar unas posturas rituales que representan, esperanzadoramente, los secretos de la Alquimia —así, con mayúscula—.
Nadie me preparó. Nadie hablaba de Levrero como de un hombre que se distinguiera por lo repugnante de su aspecto. Los relatos de Levrero que yo había oído de boca de Henry o en mesas de bar concordaban en todo: en que era un escritor verdaderamente top y en que era un eremita y un excéntrico, pero invariablemente dejaban afuera su cuerpo. Yo había visto una sola foto suya hasta el momento, en un artículo en El País Cultural, un primer plano de su rostro en blanco y negro. En la foto lleva puestos unos lentes cuadrados, está perfectamente rasurado y ya presenta una calvicie importante. Aparte de la comodidad absoluta, del estoicismo con que parece mirar a cámara, no hay ningún rasgo que lo distinga del resto de los mortales. Bien podría tratarse de un almacenero cuarentón o de un director de cine francés. Pero no sé si alguien podría haberme preparado para el impacto que sufro ni bien Levrero abre la puerta del cuartito por la que su mujer desapareció. Por un segundo, antes de que pueda asimilarlo, pienso que me están haciendo un chiste, que estoy viendo a alguien disfrazado. Tiene un pulóver azul lleno de caspa y se olvidó de subirse la bragueta del pantalón, que está toda salpicada con gotas, no sé si de agua o de pichí, y trae puestas unas pantuflas viejas y despelusadas. Sé que se trata de Levrero cuando me saluda, le reconozco la voz, pero la impresión de que lleva puesto un disfraz no me abandona, ni ahí ni en ningún momento. Apenas unos minutos más tarde, sentados en su cocinita frente a dos pocillos de café y un plato de masas, me cuesta mirarlo directamente. Sus ojos están opacos y no se mueven, salvo por el batir de los párpados, que parece costarle un gran esfuerzo. Tiene la piel verdosa, reseca y compleja, plagada de verrugas alrededor de los ojos. En el cráneo tiene llagas rosadas, y la nariz, que es enorme y bulbosa como la de los alcohólicos, está toda ennegrecida, como amoratada. No puedo mirarlo sin pensar que trae puesta una máscara. Incluso la barba, gris, sucia, parece falsa. Levrero se da cuenta de que me estoy por poner a llorar. Se da cuenta de todo.
—Me agarraste en un mal día —dice.
Su falta de convicción y la vergüenza con que lo dice me hacen saltar las lágrimas. No las dejo salir rodando, me las seco antes, en el borde del ojo. Su fealdad no es producto de una mala noche. Es imposible trazar una conexión entre aquella fotografía que yo había visto y lo que ahora tengo a mi derecha. En medio ocurrió un desastre. Lo miro y es como estar viendo algo que no debería ver, como si los adentros se le hubiesen vuelto para afuera. Esa es la certeza que tengo mientras el terror y la tristeza se agitan violentamente en mi pecho.
—No es nada, estoy bien —le digo—, estoy nervioso.
Lo miro y su cara son siglos de pensar los peores pensamientos y de sentir los sentimientos más traicioneros, todo depravadamente expuesto, hecho carne ahora. Yo creía que sabía lo que era estar mal, pero esto es algo totalmente nuevo para mí. Lo que estoy viendo es la cara de un pecador, de alguien que se rompió su propio corazón.
—Nunca vi a nadie más feo, jamás —le voy a decir a Henry al día siguiente—. ¿Por qué no me avisaste, hijo de puta?
Henry se va a matar de la risa. Estará de acuerdo con que Levrero era un esperpento, pero luego se pondrá serio y dirá que su estado no es todo culpa suya. Nuestros estados nunca eran todo culpa nuestra, la atmósfera también cuenta. Nunca había que olvidar la importancia de la atmósfera, no había que ser omnipotente.
—¿Cómo hace la mujer para estar con ese tipo? No entiendo —le digo.
—Lo mantiene.
—¿Cómo que lo mantiene?
—Lo mantiene. Le paga las cuentas, le da de morfar. Lo que viste, querido, es la cara de la depresión —me dirá Henry—. Tampoco es que el viejo esté libre de culpa, está claro. Son años y años de dejadez.
—No tiene ni sesenta, no es viejo —le diré yo.
Henry me pedirá que me acuerde de que estamos hablando de un fuera de serie, un tipo de una sensibilidad distinta; para un tipo así no era fácil adaptarse, menos en Uruguay.
Uruguay como un país de mierda era uno de sus temas favoritos. Un país donde no se podía hacer nada, donde todas tus aspiraciones eran cortadas de cuajo, donde tenías que trabajar como un mono para llegar a fin de mes, desde el momento en que te proponías abrir un negocio todo se te ponía en contra, la mayoría de la gente vivía endeudada, la mayoría de los jóvenes se veían forzados a emigrar. Nuestro horizonte era un horizonte chato y la mayoría sucumbía a la depresión, se dejaba tragar por el pantano de la mediocridad. Yo no tenía idea de lo que me hablaba, quizá porque todavía no me valía por mí mismo. No había tenido que lidiar, todavía, con ninguna presión económica. Para Henry, que en unos años se iría del país para nunca más volver, era un tema de lo más serio, y era una razón por la que nuestros escritores siempre terminaban mal. La mayoría de los escritores uruguayos eran escritores de un solo libro o dos que después mandaban todo a la mierda cuando veían que publicando sus libros no habían hecho otra cosa que arrojarlos a un pozo sin fondo que no les devolvía el más mísero eco. En Uruguay, si seguías escribiendo a pesar de todo era porque lo llevabas en la sangre o porque eras un iluso o un mediocre que se contentaba con las migas que te arrojaban. Solo había que ver cómo habían terminado los mejores. Onetti, loco borracho, se pasa los últimos quince años de su vida sin salir de la cama; Felisberto, obeso, tan obeso que no habían podido sacar su ataúd por la puerta; Quiroga, mejor ni hablar; Herrera y Reissig, hasta las manos con la morfina. Todos los escritores del mundo lidiaban con una especie particular de fantasmas, pero los escritores uruguayos lidiaban, además, con una especie de fantasma superparticular. Nunca iba a importar lo bueno que fueras. Nunca ibas a ser nadie en el mundo, ni siquiera ibas a ser alguien en este paisito de tres millones de viejos donde todo el mundo escribía pero nadie leía un carajo. Y los cincuenta y siete de Levrero eran como setenta para cualquier otra persona, además, porque Levrero era un maestro de lo insalubre. Nunca le había dado pelota a su cuerpo, siempre había despreciado todo tipo de actividad física. Se reía de la gente que hacía ejercicio, los deportistas le parecían una vulgaridad, siempre había privilegiado el trabajo interior por sobre todas las cosas y había considerado el cuidado de su cuerpo como algo externo, una molestia, pero la mente no podía funcionar si el cuerpo se derrumbaba y el cuerpo se empezaba a derrumbar a los cuarenta. Eso no lo había tenido en cuenta Levrero jamás, y en el caso de un sedentario como él, que debía de haber pasado la mayor parte de su vida clavado en una silla, el cuerpo después de los cuarenta se volvía tu peor enemigo. Envejecías mucho más rápido que nadie y antes de que te dieras cuenta te habías convertido en un lisiado. Ya no podías caminar dos cuadras sin agitarte, empezaban los problemas en las articulaciones, el colesterol, una complicación llevaba a la otra, terminabas hecho un viejo a los cincuenta. Y estábamos hablando de un tipo, no nos olvidemos, que llevaba por lo menos veinte años haciendo terapia. Un fascinado por lo terapéutico, que hablaba todo el tiempo en términos sicológicos, un tipo al que Freud y Jung se lo habrían comido en dos panes. ¿Quién iba veinte años a terapia? Alguien más interesado en contemplar sus propios nudos que en desatarlos, capaz que ahí yo sí tenía un poco de razón, dirá Henry: Levrero no estaba libre de culpa, pero ¿quién podía saber qué obstáculos había tenido que superar Levrero en el camino? En todo caso era un loco inofensivo, al menos no le hacía daño a nadie.
Para mí Levrero se había dejado volver loco por la literatura, mientras que Henry aseguraba que Levrero ya estaba loco de antes y que era esa locura la que le había permitido escribir. La literatura le había salvado la vida a Levrero, decía Henry. Sin la literatura, decía Henry, que había conversado con él de estas cosas, Levrero se habría pegado un tiro antes de los treinta. Yo no sabía nada de la vida anterior de Levrero, no sabía que había nacido depresivo, abúlico y antisocial, palabras de Henry. Para mí Levrero solo existía como escritor, y la tarde en que lo conocí, conforme iban pasando los minutos y las palabras entre nosotros, todo parecía corroborar, una y otra vez, que la ruina de Levrero era el precio que había tenido que pagar para aprender a escribir como los dioses. Lo pienso mientras veo cómo le cuesta hablar más fuerte que en un murmullo y observo sus movimientos de cosa arrasada. Lo miro, lo escucho y parece dueño de un conocimiento raro, difícil, pero demasiado caro. Había que estar loco en cierta medida para escribir, pero escribir, si lo permitías, podía volverte diez veces más loco todavía. Todas esas horas sentado en soledad, todas esas horas fumando, viviendo en otros mundos, todas esas horas luchando con las palabras, todas esas páginas frustradas, todo ese esfuerzo puesto en algo que casi nadie comprende ni valora realmente, ni siquiera vos mismo; el aislamiento cada vez más radical, la necesidad de destruirse para poder crear, como si esa fuera la ecuación inevitable que te propone la literatura.
Levrero encarnaba, para mí, al escritor solitario que se había hecho fuerte en su soledad, que había convertido su soledad en una soledad fecunda y a prueba de balas, y sin embargo ahí está, ni solo ni fuerte, dejándose mantener por una mujer, sumido en la debilidad y el abandono de sí mismo. Tiene cincuenta y siete años que parecen setenta esa tarde en su cocinita de un cuarto piso sobre 18 de Julio, y no le creo una sola palabra. Antes de que se me sequen las lágrimas lo oigo decir, con el claro objetivo de distraerme de mi estado penoso, que se dio cuenta del homenaje que le hice poniendo en mi libro la frase con que comenzaba La ciudad. Levanto mi vista empañada y es el único instante, en parte debido al alivio que siento de que Levrero no se haya ofendido por el robo, pero más que nada debido a la calidez de su sonrisa, milagrosa en medio de la hecatombe de su rostro, en que su fealdad desaparece. Por lo que dura un relámpago, esa cosa inmóvil y embrutecida de sus rasgos se disuelve y veo a otra persona. Después dice que mi libro es realmente impresionante pero que no lo pudo terminar. Lo afectó físicamente la violencia del libro, dice. Lo dejó postrado toda la tarde. Como yo no respondo —no comprendo cómo pudo haberle parecido impresionante si no lo leyó hasta el final—, dice que no precisó leerlo todo para darse cuenta de que soy el mejor escritor que ha conocido en persona. Quisiera creerle. Después de todo Levrero es, por lejos, el mejor escritor que yo he conocido personalmente, pero no me mira a los ojos. Lo dice absolutamente concentrado en sacar un cigarro de su caja, luego en prenderlo y en soplar el humo. Después pregunta cómo hice para escribir un libro tan bueno siendo tan jovencito y yo le cuento cómo me cayó la primera frase y luego la segunda y cómo fue todo así, una frase cayendo atrás de la otra. Me pide todo tipo de precisiones. ¿Era como si las frases estuvieran escritas todas enteras o las iba viendo palabra por palabra? ¿O las escuchaba, como si una voz me las estuviese susurrando? ¿Sucedía en cualquier momento del día o en horas más o menos rutinarias? ¿Lo había escrito a mano o en computadora? ¿Escribía sobrio o me emborrachaba para escribir? Luego pregunta cómo voy a hacer para seguir después de esto, pero no espera respuesta. Dice que la gente va a esperar más de esta misma cosa. Dice que me voy a tener que preparar, que ojalá el libro no me traiga demasiado reconocimiento demasiado pronto. La gente se va a hacer una idea de mí, va a imaginarse cosas, dice. Va a generar expectativas. Entonces se queda callado, absorto por alguna idea o algún recuerdo que lo encandila, y ya no hablamos más de mí ni de mi libro. No menciona una sola imagen del libro, ni una sola escena, ni una frase. De aquí en adelante se pone a hablar exclusivamente de sí mismo. Me pregunta si leí El discurso vacío. Le digo que lo leí tres veces de corrido.
—A mucha gente le parece mi mejor libro —dice él.
Su esposa abre la puerta de la cocinita lentamente. Dice permiso cuando ya está cerrando la puerta, me mira a los ojos con una sonrisa, luego mira mi cigarro y el plato de masitas. Con los dedos le roza el hombro a Levrero, entreabre la ventana para desagotar el humo y está un rato buscando algo en la alacena directamente encima del mármol de la pileta. Levrero aprovecha para agarrar un cañón de dulce de leche. Lo mastica lentamente, con una concentración exagerada. Cuando ella se va, Levrero deja el cañón a medio comer en el plato, se limpia los bordes del bigote y dice que es una ironía que, de todos sus libros, la gente, incluida su mujer, prefiera El discurso vacío. Lo dice con un latido de furia en la voz y meneando la cabeza como si llevara esas ideas guardadas durante una eternidad y recién ahora hubiese encontrado lugar y momento para expresarlas. Mi café está frío. Lo pruebo después de terminar mi cigarro y de aplastarlo en el plato. Al menos sirve para quitarme el ardor que me dejó el cigarro en el fondo de la lengua.
Pasaron más de cuatro años entre la escritura de El discurso vacío y su publicación, en parte porque no se había dado cuenta de que había escrito un libro, lo recuerdo explicándome. Eran ejercicios de caligrafía nada más, y nunca, mientras los hacía, se le había ocurrido que allí podía haber un libro, y menos aún se le habría ocurrido que se trataba de su libro mejor. Levrero le mostraba los ejercicios caligráficos a su mujer, y los ejercicios no habían tardado en transformarse, al mismo tiempo, en cartas a ella, que no estaba nunca en casa: cartas llenas de reclamos amorosos. Había escrito mucho en esa vena, del 91 al 93. Luego había arrumbado todos esos papeles hasta que un buen día, haciendo limpieza, los había juntado todos, los había llevado al parrillero con la intención de prenderlos fuego cuando, en el camino, distraídamente, como si fuera por el rabillo del ojo, leyó un par de líneas que lo sedujeron y decidió preservarlos. Lo que la gente conocía como El discurso vacío era resultado de un largo trabajo de corrección, pero más que nada de clasificación, que lo había entretenido, con un interés fluctuante, durante los cuatro años que siguieron. Todos sus libros anteriores habían sido escritos con la conciencia de que estaba escribiendo un libro, siguiendo los dictados del inconsciente o de lo que mierda fuera. Levrero había intentado, hasta el límite de sus posibilidades, hacerse disponible para esa fuerza. Se había entregado por completo a esa cosa como de otro mundo a la que él prefería llamar «daimón», pero a partir de cierto momento que no tenía muy claro, así como tampoco tenía claro cómo ni por qué, el daimón lo había abandonado. Había gozado de más de veinte años de inspiración prácticamente ininterrumpida. Más de veinte años bebiendo de la fuente, digamos, en los que cada vez que el daimón se presentaba Levrero acudía al llamado y acataba al pie de la letra, dejando todas las demás cosas de su vida en un segundo plano: sus relaciones, el trabajo, sus urgencias sexuales, el aseo personal, todo. Durante todo ese tiempo había obrado bajo la creencia de que, mientras continuara siéndole fiel, el daimón volvería a presentarse. Ese era el modo de seguir conjurándolo, se trataba de una cuestión de fidelidad. Sin embargo, de un día para el otro el daimón había dejado de venir. A veces Levrero se imaginaba que el daimón tenía vida propia y que, como todo lo que estaba vivo, también podía morir, y que su daimón particular había muerto de muerte natural, y que como el daimón vivía en su propio reino o en su propia dimensión él no había llegado a enterarse, y la única prueba de la muerte del daimón era su ausencia. Pero esa ausencia no era prueba concluyente de nada. Levrero también especulaba, y quería creer, que el daimón era un elemento eterno, sin principio ni fin, y que lo que lo mantenía alejado era otra cosa, y que esa cosa tenía que ver con él, con Levrero. Algo había cambiado. Algo había hecho mal, que le había cerrado la puerta al daimón. Quería encontrar dónde era que se había desviado y reparar el error.
Desearía acordarme de las palabras exactas que usaba Levrero. Sería todo un desafío tratar de invocar su aliento vivo y su gramática, pero lo poco que recuerdo de este tramo de la conversación, que fue en realidad un monólogo con partes mil veces ensayadas y otras que eran desvíos de lo ensayado, todo eso se ha mezclado con mis propias interpretaciones y razonamientos posteriores. Puedo recordar cómo me molesta que siga hablando del daimón y toda la jerga trascendental a la que no para de recurrir, pero en un momento aquello deja de afectarme. Sin darme cuenta, me encuentro clavado en mi silla, totalmente hipnotizado por la cadencia con la que habla, deseando que siga hablando para siempre, no importa de qué mientras siga hablando de esa forma, que provoca un efecto idéntico al que logró con El discurso vacío y es la razón principal para el título de aquel libro en el que consiguió, casi sin quererlo, un estilo tan depurado que era capaz de avanzar por sí solo, independiente de todo tema y de todo contenido. Lo único que Levrero había escrito desde 1993, el año del que data la última entrada de El discurso vacío, era El alma de Gardel, un libro seminspirado en el que había probado las mieles de la inspiración pero como si se tratara de la miel que quedaba en el fondo del tarro, que había tenido que desprender rascando el fondo del tarro con una cuchara. Para el momento de nuestra charla está escribiendo unas columnas para la revista Posdata. Son columnas muy breves que escribe por necesidad, para llegar a fin de mes, y que le ofrecieron tras el éxito general de El discurso vacío, que fue muy moderado en comparación con las ventas y la repercusión pública que lograban las novelas históricas y demás basuras del momento, pero que volvió a poner el nombre de Levrero en el tapete. En sus columnas lleva la estrategia de El discurso vacío, la de escribir sobre nada, llevado puramente por la inercia que genera su estilo, y contrario a la función usual de una columna periodística, la suya discurre sobre noticias superlocales, por así llamarlas, noticias de su vida privada. Leyéndolas te enterabas de la existencia de una planta de interiores que Levrero tenía en su casa y de su lucha por sobrevivir, por ejemplo, o del progreso de algo tan banal como una mancha de humedad en la pared de la sala de estar. Escribir esas columnas es un proceso maquinal, dice Levrero, y no le provoca placer alguno, como comer un churrasco sin sal, pero la gente, increíblemente, está fascinada con ellas. Le hacen llegar cartas a la redacción de la revista. Algunos le escriben directamente a su correo electrónico.
—Me cuesta aceptar que nunca más me va a visitar la inspiración, igual que me cuesta aceptar que nunca más me voy a volver a enamorar —recuerdo a Levrero diciendo, los ojos puestos en la puerta de la cocina.
La azotea del edificio de ladrillo que se ve por la ventana tiene una baranda de aluminio que lanza destellos contra el cielo celeste, y no hay nada en la azotea, salvo por la estructura de un tanque de agua cuya pintura blanca se ha llenado de hongos. Hay unas nubes negras y frías, cargadas de agua pero separadas entre sí; avanzan en dirección del puerto. Yo fumo no sé si mi cuarto o quinto o sexto cigarro. Soplo el humo en dirección a la rendija abierta de la ventana y el humo se va como aspirado hacia el exterior.
—Lo hacés sonar como una tragedia —le digo.
—Lo hago sonar como una tragedia, ¿no? —dice él.
—Si dijeran que lo primero que escribiste es lo mejor sería mucho peor —le respondo, y antes de que digamos más nada vuelve a entrar la mujer, esta vez abriendo la puerta de manera totalmente sorpresiva, preguntando cómo está el café y si queremos otro.
No sé cómo es que en cierto momento ya me estoy despidiendo de ellos en la puerta del apartamento, si soy yo el que dice que no quiere más café y que mejor me voy yendo, o si es Levrero el que propone que llegamos al límite de nuestra charla. Hay un borrón en mi memoria y luego estamos junto a la puerta abierta del apartamento y él, el primer hombre roto que conocí en mi vida, dice, me confirma, que esa misma tarde se va a poner en contacto con los de Trilce, la editorial que lo viene publicando, y que les va a dar mi número. Les va a exigir que no me hagan esperar mucho. Luego dice que puedo volver a visitarlo cuando quiera. Yo no respondo a tiempo, o él no detecta en mí la reacción que esperaba. Me gustaría ser más específico, y sin embargo, por más que lo he intentado, no logro acceder a la escena completa. Estoy tan embarullado en ese instante que ni siquiera registro lo que está ocurriendo. Puede que al sentirme tan cerca del adiós, tan cerca de volver a la calle, me haya relajado y que algún gesto facial me haya traicionado. Se me debe de traslucir que no tengo ninguna intención de volver a verlo, porque de pronto Levrero me está diciendo, mirándome como de lejos, estudiándome, yo con un pie fuera del apartamento:
—Quién sabe qué es lo que estás haciendo acá en realidad…
No puede haber sido lo último que se dijo entre los dos, pero tampoco consigo recordar las palabras con que me despedí, y fue ese el comentario que me quedó rondando por mucho tiempo como un gusto amargo en la garganta. La manera en que lo dijo, como si lo hubiera decepcionado, como si de pronto sospechara que yo lo estaba usando. La sensación final fue tan confusa que durante las semanas que siguieron, como el teléfono no sonaba con noticias de Trilce, llegué a creer que Levrero, por puro despecho, había decidido no entregarles mi manuscrito. Yo no tenía ninguna intención de ser su amigo ni su discípulo y no lo volví a ver, ya lo dije. Me había ido de ese breve encuentro sabiendo que sería el último y que prefería seguir relacionándome con su obra y con la ficción que me había armado de él. Tampoco volví a hablar con Levrero, ni siquiera cuando, seis o siete meses más tarde, Derretimiento ya había salido y le estaba yendo bien.
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