Unas noches atrás estábamos con Grillo comiendo, sentados en el sofá, con los pies sobre la mesa ratona y los platos en la falda, viendo una serie. En mi casa el living, la cocina y el comedor son un solo ambiente que forma una ele. La cocina está en el medio, un poco separada por un baño. Por los vidrios de las puertaventanas que dan a un patio interno vemos el reflejo de los gatos que se suben a la mesada, a la isla de la cocina, tratando de robar comida. Esa noche, de repente, están entretenidos con algo en el piso. Me acerco despacio pensando que robaron un pedazo de pollo, quiero pescarlos in fraganti y retarlos para que entiendan que eso no está bien. Pero un sonido raro hace que me detenga, un ruido metálico, algo así como un engranaje diminuto. Me quedo congelada porque me doy cuenta de que algo extraño ha entrado en la casa. Algo que llama la atención de los gatos y al mismo tiempo los inquieta o los amenaza lo suficiente como para que no se hayan tirado encima de eso, para matarlo si es una cosa viva o para zamarrearlo o jugar con él. Me pongo en puntas de pie y estiro el cuello para ver sin acercarme.
Es un bicho que nunca vi antes, muevo las manos como si lo tuviera en el cuerpo y le digo a Grillo que rápido, venga, deje el plato y venga que «hay algo ahí». Llega en dos zancadas, espanta a Corazón y a la Negrita, agarra un papel, saca el bicho al patio. Con un vidrio de por medio puedo observarlo más tranquila. Compruebo que nunca antes vi algo así. Los gatos también se agolpan contra el vidrio y tiran algunos manotazos. El bicho, en vez de huir hacia las plantas —hay un pequeño jardín con trepadoras y matorrales donde podría esconderse fácilmente—, parece que quiere volver a entrar. Es probable que lo atraiga la luz. Se parece un poco a esas cucarachas de agua, grises, chatas, grandotas, que alfombraban las calles de Paraná antes de las tormentas y que apestaban todo a pescado fresco. Pero es más delgado y largo, como si fuera una langosta con patas de cucaracha. En el lomo tiene dos círculos más oscuros.
Volvemos a la comida y a la serie, los gatos al rato también saltan al sofá e intentan meter las manos en nuestros platos, y al final de la noche nos olvidamos del bicho raro.
Al otro día, estoy trabajando en el comedor, saco la vista de la pantalla de la computadora para pensar y la clavo en el verde de las trepadoras del patio. Justo en un claro sin hojas, entre los tallos que se pegan a la pared, confundido con los tallos, lo veo de nuevo y el corazón me late más rápido. Desde la mañana el tiempo está armado para llover y al cabo de un rato empiezan los relámpagos y la lluvia. El bicho no se mueve, adherido a la pared como las plantas.
Me acuerdo de un relato de Juan José Arreola, «La migala». Es un relato breve, apenas una o dos páginas, de su libro Confabulario. El narrador compra una migala, una araña de picadura mortal, en una feria callejera y la suelta en su departamento. Convivir con ella es una ruleta rusa. Al cabo de unas semanas o meses, ya no sabe si está viva o murió, pero tampoco quiere averiguarlo. La angustia permanente de morir envenenado es lo que lo mantiene vivo. No creo que el bicho sea venenoso ni mucho menos, pero la inquietud de saberlo cerca me mantiene espabilada.
Ese atardecer, la lluvia se detiene, baja la temperatura, el aire huele renovado. Subo al quincho a buscar ropa del ténder. Lo encuentro a Corazón, otra vez intrigado con algo en el piso. Antes de escuchar el sonido de robot diminuto, sé que el bicho subió de la pared del patio a la terraza y logró entrar al quincho. Convenzo al gato para que se aleje. La única disuasión que entiende es la comida, la palabra «tomá» seguida de un ruido que hago con los labios cuando le sirvo el plato. Se deja engañar y viene hacia mí, lo agarro en los brazos, arranco unos calzones del ténder, salgo y cierro la puerta dejando al bicho bajo techo, pero lejos de nosotros. Cuando Grillo vuelve del trabajo, le aviso. Lo devuelve otra vez al jardín. Nadie quiere matarlo, yo tampoco. Pero me horroriza pensar que es una hembra, que tal vez desovó una buena carga de futuros hijos en los canteros, que en unos meses va a despertarme el ruido metálico multiplicado trepando desde el patio. Los días siguientes, ni señales. Y, tal vez al tercer o cuarto día, cuando ya casi lo he olvidado, salgo a buscar el plato de la perra y escucho el sonido. Entro rápido, miro por los ventanales, pero no lo encuentro. Al quinto día, la Negrita rasca el vidrio pidiendo salir al patio. Me levanto a abrirle y allí: el bicho, tumbado de espaldas, mueve apenas una pata. Se está muriendo solo, sin que nadie lo haya atacado. Me entristece.
Tal vez se pregunten por qué estoy contando esta anécdota doméstica cuando estamos aquí reunidos para hablar de la escritura, de cómo escribimos; si fueron convocados aquí para que yo y otros siete escritores les contemos de qué está hecha nuestra escritura.
Es que mi breve convivencia con este insecto que se llama, después averigüé, palo espinoso de Nueva Guinea (ni siquiera sé dónde queda Nueva Guinea, pero es muy lejos de Buenos Aires) se parece mucho a mi relación con la escritura. Cuando aparecen las primeras líneas de un relato siento horror, inquietud y desasosiego. El ruido de algo que no sé qué es, que no se corresponde con la naturaleza del cuerpo que lo emite, como el sonido robótico del bicho, quizá producido por el frote de sus antenas, pero que a mí se me antojaba más bien metálico. Eso que se parece a otra cosa (las cucarachas de agua de mi juventud en Paraná), pero que no es. Una perturbación constante que no me deja cuando me levanto de la silla y decido hacer cosas de todos los días como lavar la ropa, ir al supermercado o pasear a la perra.
Esto me lleva a otra escena, esta vez de la infancia. Una que se repite muchas muchas veces a lo largo de la niñez.
Estamos mi primo y yo, de rodillas sobre la tierra, hace calor, el cielo está encapotado porque de un momento a otro lloverá. Nosotros estamos inclinados sobre un pequeño agujero hecho en el suelo. Mi primo, que es más valiente que yo, sostiene un hilo entre los dedos, tal vez su codo también está apoyado en la tierra para mantener el pulso firme, para que no se canse el brazo. El extremo del hilo está en el interior del hoyo, atando un pedacito de jabón blanco. Si alguno de los tantos perros que hay en la casa de la abuela, que es donde vive mi primo con su mamá, vienen a husmear o a buscarnos para jugar, yo me encargo de correrlos para que no molesten. Luego vuelvo a mi puesto junto a mi primo, a concentrarme en ese agujero profundo: la cueva de una araña de esas grandotas, peludas. Más tarde o más temprano (la actividad requiere muchísima paciencia) la araña va a morder el sebo. Cuando mi primo sienta el ligero tirón en el hilo, empezará a recogerlo, despacito, para que la araña no se suelte. A mí me van a transpirar las manos y voy a tener ganas de gritar y de reírme nerviosa, de salir corriendo, de quedarme allí, de hacer pis… todo in crescendo a medida que el hilo emerge y con él la pesca, la araña, con su lomo peludo, sus patas peludas, enrolladas para pasar por el agujero, que se extenderán enojadas, dando patadas en el aire, cuando esté ya afuera, suspendida. Luego mi primo, el pescador de arañas, la dejará sobre la tierra. A veces, simplemente, ella volverá a meterse en su cueva. A veces, aunque somos cien veces más grandes, la araña furiosa nos hará frente, caminará hacia nosotros y saldremos corriendo.
Esas primeras palabras que aparecen en la página, si la página fuera de papel y yo escribiera a mano, el trazo de la birome formando la letra irregular y desprolija, se parecería bastante a los pelos de las patas de la araña. Escribo en computadora, así que cada letra sale ya hecha, pero si me saco los anteojos aun esas letras prefabricadas podrían parecer un caminito de insectos inclasificables.
Hace dos o tres veranos charlábamos bajo los álamos con mi amiga Gaby Cabezón. La sobremesa del asado se había extendido solo para nosotras, el resto estaba en la pileta o durmiendo la siesta. Esa tarde las dos coincidimos en ubicar lo que llamamos «el órgano de la escritura» en un sector pequeño de la cabeza, entre la nuca y la base del cerebro. Las dos pensamos que mientras una no está escribiendo hay algo ahí atrás que está constantemente trabajando. No se escribe cuando una se sienta frente a la computadora o agarra un cuaderno y una birome. Cuando una se dispone a ese movimiento físico, aporrear el teclado, en mi caso solo con dos dedos, los índices, es porque eso que saldrá de las teclas ya fue escrito o estuvo escribiéndose desde hace días, meses y a veces años. Por eso, cuando me preguntan cómo se hace con el miedo a la página en blanco siempre miro con ojos de vaca, no entiendo qué me preguntan, no entiendo por qué una persona se sentaría frente a un documento de Word vacío o a una pila de hojas sacadas de la resma A4 recién abierta. ¿Creerán que la barrita del cursor titilando les va a decir qué escribir? ¿O que si miran fuerte el papel el relato simplemente se materializará como los Rolex de Sai Baba?
Sin embargo, al mismo tiempo, creo fervientemente que la escritura es un misterio. Ese órgano que descubrimos con Gaby, y al que le dimos una ubicación anatómica bastante precisa, trabaja en un nivel que no podemos explicar: a caballo entre la conciencia, el inconsciente, el mapa de vida de cada escritora, de cada escritor y, por supuesto, la fe. No una fe religiosa, sino la fe en ese misterio. Por eso es imposible enseñar el truco. No por tacañería, sino porque sencillamente no lo sé. En general los escritores, al menos los que a mí me interesan, no saben nada; aun si llevamos más de la mitad de nuestra vida escribiendo, no sabemos cómo lo hicimos.
A propósito de esto, voy a citar un fragmento de un ensayo de Flannery O’Connor donde habla de su cuento «La buena gente del campo»:
«No quisiera que pensarais que para escribir este cuento me senté y dije: “Voy a escribir ahora un cuento sobre una doctora con una pata de palo, que utilizaré como símbolo de otro tipo de aflicción”. Yo misma dudo de que haya muchos escritores que sepan qué van a hacer cuando se ponen manos a la obra. Cuando empecé a escribir este cuento, no sabía que en él iba a figurar una doctora con una pata de palo. Simplemente me encontré una mañana describiendo a dos mujeres de las que sabía algo, y antes de que me diera cuenta, había dotado a una con una hija con una pata de palo. Según avanzaba la historia, introduje al vendedor de biblias, pero no tenía ni idea de lo que iba a hacer con él. No supe que iba a robar esa pata de palo hasta diez o doce líneas antes, pero cuando averigüé que era eso lo que iba a pasar, me di cuenta de que era inevitable. Este es un cuento que impacta al lector, y creo que una de las razones es que antes impactó al escritor».
Cité decenas de veces este fragmento, al punto de que lo sé de memoria, porque explica mejor de lo que podría hacerlo yo, con mucha sencillez y honestidad, lo poco que sabemos mientras estamos escribiendo y cómo la propia escritura o la escritura, sin más, es un acto de asombro. Aquí uso «asombro» en los dos sentidos, el de la sorpresa y también en su dimensión si se quiere mágica: estar en sombras o tomado por las sombras.
No le encuentro la gracia a sentarme a pensar qué escribir. Mucho menos, ¡sobre qué escribir! En este sentido, solo me queda ser paciente y esperar que algo llame mi atención: una conversación de sobremesa, por ejemplo, alguien contando que hace unas semanas pescaron con unos amigos una raya gigante en el río Paraná. O ir mirando la ruta por la ventanilla en un viaje por Uruguay y llegar a ver un gran cartel en el medio de la nada que indica la entrada a una fábrica de prótesis. Eso que me llama la atención dispara preguntas: ¿cómo se pesca una raya? ¿Por qué alguien llevaría un arma de fuego a una excursión de pesca? ¿Por qué hay una fábrica de prótesis en el medio del campo? ¿Tendrá que ver con accidentes con maquinaria agrícola? Uno de los tipos tiene un arma porque fue policía. Además le falta un dedo. La fabricante de prótesis también las usa: le falta una pierna. ¿Cómo se llama el tipo? ¿Cómo se llama la mujer? El relato los agarra en un momento preciso: ¿qué pasará después? ¿Qué pasó antes?
El órgano, ese que dijimos que está justo aquí atrás, se despierta, amodorrado al principio, ve todo a través de las lagañas juntadas durante meses o tal vez años, desde la última vez…, pero en poco rato ya es una máquina a todo vapor. Eso no quiere decir que el tipo con el arma o la mujer que fabrica miembros ortopédicos vayan corriendo a la página: yo tampoco. Pero quiere decir que tal vez, si las cosas marchan bien, los veré retozar algún día en esa sábana blanca de la página que aún no se ha escrito. Que «las cosas marchen bien» significa que días después, semanas, meses y también años yo siga haciéndome preguntas sobre esa mujer o ese hombre que apenas vislumbré, que vi apenas un instante y por el rabillo del ojo. En ese tiempo que puede ser breve o larguísimo otros datos irán cayendo en el radar de atención, igual que las moscas en el platillo con azúcar envenenada que la abuela ponía sobre la mesa, las tardes de verano, cuando los criaderos de pollo empezaron a proliferar en la zona, a cargar el aire del barrio con su olor pestilente a mierda y comida balanceada.
El recuerdo traerá artículos de diarios locales, fotos desenfocadas de hombres rodeando un ejemplar de raya gigante colgado de un árbol. El recuerdo de mi padre yendo a pescar con sus amigos, la intriga que me provocaban esas ausencias que duraban dos o tres días y que devolvían a mi padre con resaca y sin pescados. Los poemas de los ahogados de Diego Planisich: «Quienes han hurgado en el cauce / han visto un rostro desesperado / que al salir / no dejaba de buscar el cielo». El viejo Rodríguez, el curandero de mi infancia, sus uñas largas, manchadas de tabaco, haciendo señales sobre mi panza hinchada para expulsar los gusanos de mis tripas. La risa de mis tías adolescentes y sus amigas del campo, risas de yegüitas llamando la atención de tipos más grandes. Una entrevista que encuentro en internet a un tipo que fabrica prótesis ortopédicas en el conurbano y que le está enseñando el oficio a su hija, una muchacha veinteañera.
Cada mosca que cae en el plato de veneno irá a alimentar ese protouniverso que poco a poco se irá expandiendo, tomando forma, peso, densidad. Lo más importante para mí es que, como en el cuento de Monterroso, cuando me despierte siga ahí. Es decir, que siga atrayendo mi atención el tiempo suficiente para escribirlo y que siga generando más preguntas y casi ninguna respuesta.
Escribo siempre llegando tarde, el relato siempre me lleva una o dos cabezas, cuando llego a un punto, él ya está unos pasos más lejos. Tal vez es la única razón por la que sigo escribiéndolo: no para atraparlo, sino para llegar a rozar su vestido con la punta de los dedos, sentir por unos segundos que lo tengo para que vuelva a evaporarse.
Una vez alguien me preguntó qué había pasado con la madre de Leni. En la novela El viento que arrasa, hay una escena donde el pastor Pearson baja las maletas de la mujer del baúl de su auto y la deja con sus petates en la calle de un pueblo perdido. Leni, que entonces es una niña muy pequeña, la mira correr atrás del auto hasta que el coche se aleja lo suficiente y la pierde de vista atrás de una nube de polvo. Le respondí que no sabía qué había pasado con ella. Insistió: ¿por qué no trató de recuperar a su hija? ¿Por qué Leni, que ahora es una adolescente, no la busca? Moví la cabeza y volví a decir que no tenía la menor idea. Después de todo, ¿no sería injusto que yo lo supiera y no lo supiera su hija, que no ha dejado de extrañarla todos esos años?
Hace poco otro lector me preguntó por el relato «Alguien llama desde alguna parte»: «Pero ¿al final era la madre o no?». A los lectores, parece que les preocupan mucho las madres… En ese caso sé la respuesta porque el germen del cuento fue una historia que me contaron y que, como algunas cosas de la vida, tiene una resolución tan increíble que, como decimos, supera a la ficción. Pero para el relato no importa. No importa si la mujer que atiende el teléfono es la madre que el chico está buscando. Lo único que a mí me importa de ese relato es la inquietud que le genera a la mujer esa llamada: ese es el cuento.
Sin embargo, lo mejor que puede pasarle a un relato (por las dudas, cuando digo «relato» me refiero a cualquier narración) es generar preguntas en los lectores. Por lo menos a mí, como lectora, me dejan indiferente los relatos absolutamente controlados por sus autores, esas piezas de relojería perfectas que no dejan ni siquiera una pequeña hendija por la que yo pueda espiar y ver algo más que lo que me muestran. La lectura completa un relato (o quizá sea mejor decir: lo abre) y a mí me gusta pensarla como un acto creativo en sí mismo, muchas veces capaz de iluminar zonas de un cuento o una novela o de encontrar múltiples posibilidades simbólicas en un objeto puesto allí ingenuamente por el autor. La experiencia de la lectura, creo que todos quienes estamos aquí conversando estaremos de acuerdo, es maravillosa. Y puede transformarse rápidamente en un fastidio si leemos sabiendo que al final deberemos responder un cuestionario. Como dije recién, lo mejor es que una lectura nos genere preguntas, no que tenga que responderlas. Por ejemplo, una pregunta habitual en mi época escolar era: ¿de qué trata el cuento? ¡El bendito tema! Si yo, como autora, la mayoría de las veces no sé de qué estoy escribiendo o de qué escribí, ¿por qué un profesor, una profesora podría pretender que lo sepan los estudiantes?
Durante diez años coordiné talleres de escritura. Nada me sacaba más de quicio que cuando alguien llegaba y me decía: quiero escribir una novela sobre, pongámosle, la vida de las mujeres en la Argentina rural. ¿Qué quiere decir eso? Difícilmente Sara Gallardo haya partido de ahí para escribir Enero… No se escribe de un tema, se escribe un universo. Un relato es un sistema complejo, formado por elementos que no pueden pensarse por separado. Por eso desconfío de aquellos que prometen enseñar cómo se construye un personaje o cómo crear una atmósfera… La Nefer de Sara Gallardo es también el paisaje donde vive, las creencias y los mitos de ese espacio, la clase social a la que pertenece, además de la circunstancia de haber sido violada y estar embarazada; y es también (¡sobre todo!) el lenguaje que la narra.
Cuando tenía seis o siete años, el hijo de unos vecinos de mi abuela murió en un accidente de moto. Algo bastante habitual en los pueblos de provincia: volver de un baile en otro pueblo cercano, a la madrugada, y tener un accidente casi siempre fatal. Este chico, además, tenía un nombre memorable, se llamaba el Buey Martén. Pasaron más de cuarenta años y todavía puedo oír con la misma mezcla de curiosidad y espanto la frase de mi tía cuando nos dio la noticia. No dijo «el Buey se mató en la moto» o «el Buey murió en un accidente con la moto». Dijo «el Buey barrió el asfalto con los sesos». Nunca antes había escuchado esa expresión y tal vez no volví a escucharla nunca más, sin embargo no ha dejado de resonar en mi memoria todos estos años, por su violencia y su extrañamiento.
La traigo a la mesa porque creo que también parte del misterio de una escritura es la lengua de donde sale. Me crie en una lengua que podía nombrar la muerte trágica de un joven con una imagen que era como un sopapo para una nena de pocos años: había en ella algo tremendamente obsceno, irrespetuoso por el dolor ajeno, y al mismo tiempo era un hallazgo: una manera novedosa de nombrar lo innombrable. ¡Bravo por la tía Sara! Que también tenía otra frase de cabecera que a mí me encantaba: cuando hablaba de una mujer empoderada (no conocíamos esta palabra entonces), ella decía «fulana se lleva el mundo por delante». Para mí era muy estimulante imaginarme a fulana pateando cabezas para abrirse camino.
Nuestras conversaciones estaban plagadas de frases así, grotescas, exageradas y también amorosas: hace un tiempo nos acordamos con mi hermana de otra que se usaba cuando un bebé estaba amodorrado: «le quedó una colita de sueño».
En la escuela nos enseñaron el desprecio a la oralidad. El lenguaje oral era la ropa de entrecasa, vieja, estirada, mal zurcida. La escritura era la mejor ropa, la que usábamos en los cumpleaños y las comuniones. Para colmo casi todas mis lecturas de la infancia y de la adolescencia fueron traducciones en general malas. Ese lenguaje neutro, donde no había lugar para el voceo y donde los verbos aparecían conjugados tal y como nos los hacían memorizar en la escuela y no como los usábamos cuando hablábamos. No decíamos «tú», pero a la hora de redactar un texto el «tú» aparecía espontáneamente, como si se activara un chip de la impostación que era absolutamente natural a la hora de escribir en la carpeta. Si las maestras durante todo el año se dirigían a nosotros como «gurises» (¡Gurises, entren al aula!), bastaba que escribieran el discurso de fin de año para traducir la palabra «gurí» como «niño». La autocensura. No se escribe como se habla. Y también: no se habla como se habla.
Cuando empecé a escribir, a eso de los veinte años, todavía tenía ese prejuicio que la escolaridad había tallado muy fuerte en mí. Lo poco que había leído de autores de provincia me parecía demasiado folclórico. Cada vez que en los cuentos o novelas aparecían giros o modismos propios de nuestras regiones, estaban allí para señalar lo pintoresco del asunto, el carácter ingenuo hasta lo infantil de los personajes, estereotipos hasta el cansancio. O la voluntad de dotar de verosímil un relato: lo regional como documento. Lo curioso es que estos relatos estaban escritos también por provincianos, pero que, por escritores, por ilustrados, habían adoptado no solo el lenguaje literario dominante (el que se imponía en Buenos Aires), sino también esa misma mirada paternalista sobre el llamado interior del país. No me interesaba. Si ser una escritora provinciana suponía poner(nos) en ridículo, no me interesaba.
Sin embargo, lo oído y registrado en la infancia empezó a aparecer al tiempo de haber empezado a escribir. Como una corriente subterránea que asciende e inunda el jardín bien podado y armonioso. La lengua oída encharcando los canteros, formando pequeños pantanos. Apareció con mis relatos autobiográficos. ¿Cómo podía contar mi infancia si no dejaba que la lengua se soltara, se fuera en vicio y creciera para cualquier lado? ¿Cómo sin que las palabras de mis tías, de mis compañeras de grado, de las vecinas afloraran y treparan como la maleza mi escritura? No fue consciente en ese momento. Simplemente empezó a ocurrir. Quizá un accidente, un traspié, pero una palabra trajo a la otra y esta un dicho, una frase hecha oída cientos de veces en bocas distintas, un cantito, un tono. Una manera de decir que, al fin y al cabo, es una manera de mirar. Una manera de decir que la escritura transforma en una poética.
Para terminar voy a dejarles dos o tres escenas que de un modo muy íntimo, que no sé explicar, también siento que tienen que ver con mi escritura o con por qué escribo.
O para qué.
Mi tío Cacho vivía en Formosa, en los ochenta, cuando hubo una gran inundación. Era cosechero y cada tanto desaparecía dos o tres veranos sin que supiéramos dónde estaba, si estaba vivo o muerto. Las temporadas que paraba en la casa de mis abuelos, era callado, fumaba un cigarrillo atrás de otro. En esa vuelta posterior a la inundación se quedó como dos semanas en mi casa, creo que le daba vergüenza volver al campo con los abuelos, había vuelto pobre, con las alpargatas rotas. Durante su visita durmió en el sofá y leyó una pila de revistas D’artagnán y El Tony una y otra vez, mientras fumaba y fumaba. En algún descanso de la lectura me contaba sobre el río desbordado y la gente trepada a los techos de las casas; de las islas de camalotes que arrastraba la corriente, pobladas de bichos, víboras y monos aulladores. Yo me imaginaba esas marañas verdes como las carrozas que hacían los estudiantes del pueblo para el día de la primavera. Se notaba que disfrutaba hablando de la inundación, él siempre tan callado. A mí me gustaba escucharlo, así como antes, cuando era más chica, me gustaba salir con él a buscar huevos de tortuga en la orilla del arroyo. Los enterrábamos en la huerta del abuelo, donde daba mucho el sol. Un rato cada mañana y un rato cada tarde nos poníamos en cuclillas y mirábamos esperando que los pichones brotaran del suelo como repollos.
En cambio mis tías hablaban hasta por los codos, excepto cuando nos metíamos, a la hora de la siesta, en la arrocera del vecino. El agua salía de un caño enorme, irrigando los surcos entre las taipas, y nosotras pasábamos abajo del chorro. Mis tías eran muy blancas, las espaldas desnudas y pálidas, mojadas, brillaban como escamas. No podíamos saber entonces que el silencio del arrozal se parecía mucho a un poema.
Mi madre tiene un don. No nació con él, sino que le fue trasmitido por mi abuela, cuando la abuela se vino a trabajar a Buenos Aires y mi madre quedó en la provincia. Conoce el secreto para cortar las tormentas. La vi hacerlo muchas veces a lo largo de la infancia y la adolescencia. La casa tiene techo de zinc y a mí siempre me daba miedo que se volara con un viento fuerte. La última vez fue hace unos pocos años, yo ya una mujer adulta. Vimos cómo se armaba el frente de tormenta, muy rápidamente, oscuro, espeso. Mi madre agarró el hacha del lugar donde cortan leña, cerca del galpón. Fui atrás de ella como cuando era una gurisita. Miró el cielo y decidió cuál era el mejor lugar del patio para ejecutar el secreto. Levantó el hacha bien alto y la descargó con un golpe seco, hundiendo la tierra, enseguida otro golpe seco cortando ese tajo en dos, formando una cruz. Así tres veces, sin parar a tomar aire. En el último golpe, el hacha quedó clavada en el piso, apuntando al frente de la tormenta, que en pocos minutos empezó a abrirse lentamentes como si el filo del hacha también la hubiese alcanzado. Nos quedamos con mi madre mirando el cielo. Sentí una alegría estúpida e infantil.
—Funcionó —dije.
Mi madre hizo que sí con la cabeza.
—Seguro don Cabrera también la cortó —dijo—: era demasiado grande para haber podido sola.
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