Joachim no había podido conciliar el sueño. Esa tarde su equipo, el Verbroedering Hofstade, disputaría el partido de ascenso a la primera liga. Había sido una temporada con muchos altibajos, con victorias pírricas y errores garrafales, en la que tanto jugadores como directivos eran culpables. No obstante, las posibilidades de la anhelada promoción seguían alimentando sus ilusiones y las de los otros cinco mil habitantes del pueblo. La esperanza para Joachim se encontraba materializada en las zapatillas de Amadou, delantero de la escuadra.
Joven promesa del fútbol congolés, el carácter de Amadou se había curtido en una infancia en la que la inocencia era algo desconocido, donde la mayoría de edad se adquiría a los ocho años; en un lugar en el que la inestabilidad de un régimen político y guerras intestinas de tribus se disputan el acceso a las minas de coltán, esas bocas del infierno que insuflan de materia prima los pulmones de la economía mundial. Gracias a los buenos oficios del cura Van der Bruggen, misionero scheutista (acusado de pederastia por un fámulo flamenco), Amadou fue rescatado de las garras de los grupos mercenarios que utilizan a los niños como soldados. A cambio de algunos favores carnales, el viejo prelado le prometió conseguirle una beca para poder realizar estudios en algún seminario belga. Aunque la opción del seminario no cuajó, Amadou pudo obtener un trabajo como parte del servicio de limpieza de un nosocomio bruselense en el turno vespertino. El horario le permitía continuar con su entrenamiento. Con las primeras luces del alba y con la determinación de una fiera que va de caza, Amadou salía a correr un par de horas. El trayecto siempre era el mismo. Abandonaba su mansarda en la comuna de Molenbeek-Saint-Jean, trotaba hasta llegar al canal, para despegar como cohete y alcanzar la cima del Mont des Arts. Mientras conquistaba los peldaños de la Biblioteca Real de Bélgica, su mente revivía la escena de una de sus películas favoritas, en la que un boxeador ítalo-estadounidense era escoltado por una cohorte de niños en las calles de Filadelfia. Después, se encaminaba a un gimnasio clandestino para solidificar sus músculos. Consciente del imán seductor de su figura, Amadou sabía sacarles provecho a esas miradas febriles que las enfermeras, y en ocasiones hasta algún galeno, le dirigían. Fue precisamente en ese sanatorio donde lo descubrió un cazador de talentos, mientras Amadou jugaba la final de una liga amateur contra el equipo de la penitenciaria Saint-Gilles. El cazatalentos recibió mil euros por canalizarlo al club de fútbol de Hofstade.
Aunque por el lado materno Joachim contaba con la posibilidad de ser aficionado del club de Brujas, su padre le había inculcado la devoción por el equipo de Hofstade. El viejo le dijo, mientras caminaban al terreno del juego, que ser hincha de un equipo grande y ganador te hacía creer que la vida era sencilla y fácil. En cambio, apoyar a un equipo pequeño, insignificante, forja el carácter; remató diciéndole que la familia Vanaken siempre había sido de una cepa guerrera, y que incluso cuando los nazis ocuparon este país no se rindieron. Aquellas palabras quedaron grabadas en su sistema límbico, y desde entonces llevaba tatuado en la piel los colores del Hofstade. Veía pasar las temporadas con la entereza de un náufrago que se aferra al deseo de un milagro. Ese milagro había llegado. Se trataba de un joven congolés que conocía los arcanos del esférico.
Al principio le costó muchísimo acomodarse a los verduzcos campos de la liga, no era raro verlo tropezar en cada entrenamiento más de una vez, hasta que, poco a poco, se fue adaptando al clima del Brabante flamenco y sus prados pulcros. Sus citas con el gol eran cada vez más frecuentes. De su mano, el equipo local había logrado una hazaña monumental: por primera vez en su historia tenía la posibilidad de subir a la primera liga. Amadou se había convertido en una especie de mesías en el pueblo, pues cada semana encontraba flores en la puerta de su casa. Corría el rumor de que su equipo estaba recibiendo propuestas sumamente atractivas de un equipo saudí, de un club mexicano y del Deportivo de La Coruña. Amadou ponderaba los pros y los contras de cada propuesta. La primera le permitiría comprar una casita en Kinshasa para Désira, su madre. Instalar a su familia en la capital congoleña para que tuviera acceso al agua potable y a la luz eléctrica le llenaba el semblante de felicidad. Por supuesto, quedaba el problema de la religión. Amadou había tenido muy malas experiencias en Europa con los musulmanes. En el hospital donde trabajaba, los magrebís se referían a él con los peores improperios, llegando incluso a ser el blanco de una serie de vejámenes. La segunda opción, nada despreciable en términos pecuniarios, implicaba mudarse a otro país con riesgo de una inminente guerra civil. Aunque recordaba las historias que su tío Umberto le contaba mientras ingería su tangawizi —una mezcla de jengibre con piña— sobre una camada de jugadores cameruneses que habían jugado en la liga mexicana, Amadou no quería volver a tentar a la muerte, y mucho menos en un país donde a la menor provocación te cosían a tiros. Evidentemente, la tercera opción era la más atractiva. No solo le permitirá ganar en euros, sino además jugar en una de las ligas más prestigiosas del balompié y, por supuesto, es un lugar donde podría vivir abiertamente su fe católica.
El joven Vanaken trabajaba en un supermercado. A las seis de la mañana escaneaba su tarjetón y procedía a completar las estanterías con las mercancías faltantes. Era responsable del abastecimiento puntual del departamento de quesos y lácteos. A veces era designado al servicio de cajas. Esta última tarea le disgustaba, porque lo mantenía anclado al mismo sitio y, además, implicaba interactuar con los clientes. Joachim era parco de palabras. Vacilaba a la hora de adjetivar. Prefería la cadencia del movimiento, el contacto con los productos que igual se venden aquí que en Kinshasa o en Bangkok. A las diez de la mañana, durante su pausa laboral, aprovechaba para leer las notas de prensa de la sección deportiva y estar al tanto de las estadísticas y los posibles fichajes. Aunque mantenía una relación de cordialidad con sus compañeros, nunca le interesó crear lazos de intimidad con ellos. Su verdadera comunidad la formaba con los aficionados del Hofstade. Compartían rituales, conocían las proezas de sus santos patronos, habían padecido durante décadas el mismo martirio. Su jornada de trabajo terminaba pasado el mediodía. Sin embargo, ese viernes de marzo Joachim saldría un poco más tarde, pues tenía una cita con el responsable del establecimiento. «Su solicitud de ascenso sigue siendo examinada por los responsables de la matriz en Holanda. El lunes a primera hora tendrá la respuesta», le soltó a quemarropa el director. El joven Vanaken abandonó sigilosamente la oficina y decidió caminar por las calles de Malinas. Necesitaba un poco de aire fresco. Era un fin de semana crucial. Su club pelearía por el boleto de ascenso ante el Schaerbeek FC. El destino ya urdía secretamente sus planes. Si hay un rasgo que caracteriza a la vida, es el de la incertidumbre.
Oriundo de la ciudad de Novi Sad, Ranko era el más pequeño de una familia de cuatro hermanos. El trauma de la guerra no se había disipado ni de la memoria colectiva de su pueblo ni de los recuerdos de su familia. Las imágenes de los puentes destruidos y de las lenguas de fuego lamiendo los edificios y las casas provocadas por las bombas arrojadas durante la intervención humanitaria de Occidente seguían presentes en las pupilas de los habitantes. Estudiante mediocre y criado en un ambiente sumamente machista, a Ranko le fascinaba pasar todas las tardes jugando fútbol con sus amigos en la explanada del Estadio Vojvodina. A veces, los invitaba a su hogar a ver los partidos de la selección yugoslava, que habían sido grabados por uno de sus familiares. Ranko cuidaba celosamente de esos videocasetes del Mundial de Italia. Su partido favorito era cuando vencieron a la selección colombiana con un golazo de Davor Jozić. Congelaba el instante en que el close-up de la cámara enfocaba el rostro lúgubre del golero sudamericano, pues le provocaba un placer perverso. Su patrimonio se reducía a esa serie de videocasetes y a una vieja fotografía del jugador Boško Petrović. Se había prometido que al cumplir los dieciocho años se iría a buscar suerte al Oeste europeo. Amasaría mucho dinero. Aprendería francés o alemán, se refinaría. «Esas inglesas son insaciables», le habría dicho Stepan, el panadero del barrio, cuando Ranko aún era virgen. Con estancias
intermitentes en ciudades como Nápoles y Marsella, Ranko terminó instalándose en la comuna belga de Schaerbeek. Con el apoyo de algunos amigos, el Viento Bora, como era conocido Ranko en los bajos fondos, combinaba su empleo de repartidor de pizzas con sus actividades deportivas en el club.
La tarde de la final de la segunda división de la liga belga quedaría inmortalizada en la memoria de todos los asistentes al estadio más pequeño de Europa. Fue un partido cerrado entre el Verbroedering Hofstade y el Schaerbeek FC. Aunque el equipo de Hofstade dominó los primeros cuarenta y cinco minutos del cotejo, para el segundo tiempo, con excepción de Amadou, parecía que los jugadores estaban extraviados y sumamente exhaustos. El entrenador del Schaerbeek FC había replanteado la estrategia del equipo. Cambió a su contención y colocó a dos volantes ofensivos. Ante la mirada escéptica de sus jugadores, el técnico se jugaba el todo por el todo. Los gritos y canticos en las gradas por parte de los aficionados imponían una atmósfera bélica. En el cielo, luces de bengala. En el campo, veintidós guerreros tribales disputándose cada centímetro de la cancha. Minuto ochenta y cinco. Balón dividido. Amadou pega un brinco para hacerse con el esférico en el aire, lo controla, es suyo, sabe que ahora solo precisa darse la vuelta y enfilar directamente al arco contrario para anotar. De pronto, siente una punzada en la rodilla. El dolor le hace recordar una herida que sufrió hace muchos años, cuando una bala le atravesó el brazo. Mira de reojo. Son las zapatillas del Viento Bora. El filo de los tachones, como si fuera la bayoneta del enemigo, ha entrado en su pierna. Cae al suelo. Se derrumba. Estalla la confusión. El desconcierto se apodera de todos. Joachim cae de hinojos y se lleva las manos a la nuca. Entran los servicios médicos y sacan en camilla al Diamante Negro. Aunque el árbitro expulsa a Ranko, Hofstade pierde el duelo. Nada volvió a ser igual. Amadou tuvo que seguir una terapia de recuperación que lo mantuvo alejado de las canchas por un par de temporadas. El contrato con el equipo ibérico se esfumó, pero el congolés encontró algo parecido a la felicidad en las níveas manos de su fisioterapeuta, con la que contrajo nupcias. Trabaja como guardia de seguridad en una tienda departamental de La Rue Neuve. De Ranko no se tiene rastro. Algunos dicen que, con la prima que recibió por el ascenso, el Viento Bora consiguió que una red clandestina le ayudase a cruzar el canal de la Mancha. Otros sostienen que murió de-sangrándose por causa de una reyerta con un nacionalista kosovar. Al parecer, fueron los hermosos ojos de una mesera el detonante de la riña. El recuerdo de sus bravuconerías sigue animando las discusiones de los truhanes de Schaerbeek. Por otro lado, el ascenso en el supermercado del joven Vanaken fue rechazado por causa de la recesión económica, según le explicó el jefe de departamento. Las repentinas y repetidas caídas de la bolsa obligaban a ser prudentes. La certidumbre del mercado era la prioridad en esos momentos. Joachim espera ansioso la próxima temporada. Se dice que el club fichó a un par de brasileños que el mismo cazatalentos del congolés vio jugar en una favela de Río de Janeiro. Dicen que hacen magia con la pelota.
Vas a poder participar de reuniones, sorteos, streamings, ficciones sonoras, concursos y, sobre todo, la experiencia única de contar historias sin nadie en el medio.
Para escuchar este contenido completo tenés que iniciar sesión. Al hacerlo, vas a acceder a crónicas, cuentos, audiolibros y más.