Cuando volviera a Buenos Aires, le diría a Iván que me pague todos los gastos que hice en este viaje. Me había insistido tanto con que la fauna de Corrientes era ideal para sacar fotografías que creí que lo más sensato que podía hacer era subirme a mi viejo auto y manejar hasta ahí.
Los controles en la ruta fueron temibles. Horas de demoras y de presentar mi documentación a cada agente, que se encargaba de analizar minuciosamente mis datos y me interrogaba una y otra vez por los motivos del viaje. Odiaba que pronunciaran mal mi apellido, pero, a pesar de todo, pude llegar a Corrientes.
Era un lugar caluroso y lleno de moscas, con una fauna que, si bien lograría darme buenas fotos, no sería capaz de darme algo que me hiciera reconocido en el circuito de fotógrafos que se estaba gestando en Buenos Aires.
Saqué pocas fotos antes de llegar a un gran almacén, que también tenía un bar. Algo típico de las provincias del interior, o eso me habían dicho. Poca gente joven sentada tomando algo y un puñado de personas que deambulaban por el almacén haciendo compras. Pasé por al lado de una muchacha de pies descalzos que olía muy bien y miré a unos ancianos que jugaban a las cartas mientras compartían unas botellas de vino.
Me acerqué a la caja y pedí una cerveza. Una joven de piel morena, que debía de ser la hija de los dueños del almacén, me dijo que tomara asiento, que me la llevaría.
Me senté y un chico pasó corriendo desde el fondo del lugar. Tenía los pies descalzos y llevaba una remera blanca rasgada. La mitad de su cara parecía haber sido quemada. Pobre pibe, pensé. Aun así, él mantuvo una sonrisa de felicidad mientras se marchaba del lugar. El chico parecía ser conocido de todos, porque nadie se volteó para observarlo o decirle algo.
Solamente un hombre lo saludó al verlo marcharse. Ese hombre estaba vestido como si fuera un cura de los que hacen las misas norteamericanas. Un priest, diría Iván.
Apoyé mi bolso sobre la silla y saqué el cubrelente de mi cámara. Quería preguntarle al hombre si me permitía sacarle unas fotos, pero al darse vuelta ya se había marchado.
Me serví más cerveza y tomé un trago. Me quedé pensando en qué es lo que iba a hacer, cuando la muchacha que estaba eligiendo frutas se acercó a mí.
Jabón de jazmín, a eso olía. Verla de frente fue algo inesperado, su vestido dejaba ver unas piernas preciosas. Su cuerpo parecía haber salido de la fantasía de algún explorador que descubrió América, y su cara era la de una diosa de la India, si las diosas de la India usaran aros con forma de calavera y collares con distintos tipos de cruces.
—Hola —dijo ella con una voz dulce.
—Hola —dije, y añadí—: ¿Querés un poco de cerveza?
—Sí —dijo ella, tomando asiento y agarrando mi vaso para llevárselo a los labios.
—Soy León.
—¿León?
—León Watzky.
—Watzky —dijo ella con una pronunciación perfecta—. ¿Es polaco?
—Sí. ¿Vos cómo te llamas?
—Tabi.
—¿Solo Tabi?
—Sí —dijo ella riéndose—. Solo Tabi.
—Un placer conocerte, Tabi.
—¿Qué lo trae a Corrientes, señor Watzky?
—Soy fotógrafo.
—¿Y vio algo interesante? —dijo inclinándose hacia la cámara.
—Sí —dije observando el escote de su vestido y añadí—. El sacerdote norteamericano, pero lamentablemente se marchó.
—¿Sacerdote norteamericano?
—Sí, el que estaba cerca de las heladeras.
—Ah, Lorenzo.
—Supongo.
—Si le gusta ese estilo, tendría que acompañarme a Colonia Camila.
—¿Colonia Camila? —pregunté extrañado, porque ese lugar no aparecía en ningún destino turístico de Corrientes.
—Sí. Ahí estaba la antigua capilla de Lorenzo.
—No soy de fotografiar edificios, soy más de los paisajes.
—Una lástima, porque es una capilla extraña. Tiene unos detalles increíbles que recuerdan lo mejor del realismo gótico europeo. Hay noches en que algunas personas siguen con la tradición del señor Lorenzo, hacen ceremonias y la imagen es mágica. Como si todo formara parte del paisaje.
—¿Colonia Camila tiene algún hotel o residencia? —pregunté pensando más en conocerla a ella.
—No, pero mi casa es muy grande. Puede dormir ahí, señor Watzky.
—No, no quiero ser una molestia.
—Mi cuñado es polaco. Todos ustedes son tan respetuosos, debe de ser algo de la sangre. Si yo lo invito, es porque no creo que sea una molestia, señor Watzky.
—Podés llamarme León —dije y me serví más cerveza.
Tabí sonrió y se tomó todo de un solo trago. Se levantó de la mesa para pagar las compras y luego me hizo el gesto de que la acompañara.
No lo pensé mucho y acepté la invitación. Fui hasta la barra, pagué la cerveza y me marché junto a Tabi. La mirada recriminadora de los viejos nos siguió hasta que salimos del bar.
Tabi se subió a su camioneta, un modelo europeo que no esperaba ver por estos lados. Yo me subí a mi coche y empezamos nuestro viaje hasta Colonia Camila.
Mientras íbamos para la casa, miraba a las personas, que parecían estar en una peregrinación. Todos caminaban vestidos de blanco y me pregunté si no tendrían calor al caminar bajo este sol.
En el camino nos cruzamos con otro control de las fuerzas de seguridad, pero para nuestra suerte no estaban parando gente. Seguimos andando hasta llegar a una gran casona colonial. Estacioné el auto al lado del de Tabi y ella se acercó para preguntarme qué me había parecido la ruta.
—Bien. Estuvo bien, tuve un poco de miedo con los controles, qué raro que no nos detuvieran.
—Tranquilo. Mi papá tiene contactos importantes, jamás se atreverían a molestarme a mí o a alguno de mis invitados —dijo Tabi sin darle mucha importancia.
—¿Sabés por qué es la peregrinación?
—¿Peregrinación?
—La gente en la ruta, que estaba toda vestida de blanco.
—Ah, sí —dijo Tabi, esbozando una sonrisa, mientras abría el baúl para sacar sus compras—. Se están preparando para la gran fiesta. La fiesta de la capilla.
—Bien —respondí intentando parecer animado, mientras ayudaba a Tabi a sacar las compras.
El día transcurrió de una manera soñada. Tras entrar en la casa y dejar las cosas sobre la mesa, Tabi me habló un poco sobre su cuñado y de cómo nos parecemos. Sirvió un buen vino y luego se abalanzó sobre mí. Estuvimos juntos sobre la cama hasta que se hizo de noche, y Tabi me pidió que me bañara y me vistiera para ir a la capilla. Y que no olvidara la cámara.
Me bañé con tranquilidad. Me puse unos jeans y una remera blanca, ya que Tabi llevaba un hermoso vestido blanco, y agarré mi cámara junto con unas baterías de respaldo. Subimos al auto de Tabi y ella se encargó de manejar hasta la capilla.
Llegamos antes de que comenzara la fiesta y aproveché a ver la capilla, un poco venida abajo. La madera había envejecido en un marrón medio anaranjado, cubierta de plantas y enredaderas. Tabi quiso mostrarme el interior de la capilla y accedí.
Por fuera, daba una ligera sensación de peligro, pero una vez adentro la sensación era desagradable. La estatua de la virgen ubicada en el fondo del lugar era muy extraña, parecía que la cara de la mujer estaba sufriendo un dolor inconmensurable.
—Qué virgen más siniestra.
—Dicen que Lorenzo se inspiró en su mujer cuando murió dando a luz.
—Eso es macabro, Tabi.
—Sí —dijo ella en un tono divertido.
Los vitraux tenían la imagen de un ángel enfadado. En los costados de los bancos de madera había unas flores de hojalata, algo que no había visto jamás en una iglesia. Pero lo que más me desagradaba eran las figuras talladas en las paredes del lugar, de niños con cabezas desproporcionadamente grandes y piernas retorcidas, bailando alrededor de fogatas, jugando con dragones y víboras. Y de mujeres desnudas con la cintura cubierta por serpientes. Y, entre cada imagen, los rostros alucinados de sapos.
—¿Por qué tantos sapos? —pregunté.
—Porque son una plaga. La imagen es una representación del juicio final. ¿No te gustaría sacar fotos?
—Por el momento, no —y al ver la mueca de decepción de Tabi, añadí—: la iluminación no es muy buena.
—Bueno, podemos esperar a que enciendan las luces —dijo Tabi sonriendo—. ¿Vamos al auto a fumar?
—Dale.
Entramos al auto y Tabi armó un cigarrillo, con lo que según ella eran unas flores especiales. Fumamos, tuvimos sexo, perdimos la noción del tiempo. Cuando bajamos del auto era de noche, la capilla estaba iluminada.
Ahora que la veía, me di cuenta de que Tabi no mentía. Las plantas que cubrían parte de la capilla parecían lazos de fuego quemando el lugar. Los vitraux parecían tener vida y el ángel en ellos se levantaba. Tomé la cámara y disparé varias veces. Sentía que estaba retratando un incendio forestal de rasgos apocalípticos.
—Vamos, León. Hay que sacar más fotos —dijo Tabi tomándome de la mano y me dirigió hasta el lugar.
Mientras Tabi me llevaba, me di cuenta de que me costaba caminar, lo que habíamos fumado había sido algo muy fuerte. Tenía dificultades para respirar, sentía que iba a desmayarme en cualquier momento.
Entramos cuando el padre Lorenzo estaba cantando una canción que yo no podía terminar de entender. La gente, toda vestida de blanco, cantaba y me miraba. Miraban mi cámara y se reían. Yo también me reía.
—Dale, León —dijo Tabi impaciente.
Saqué la cámara y empecé a fotografiar el lugar y a la gente. Con cada flash, imaginaba cosas terroríficas. Creía ver que a cada uno de ellos le faltaba algo. Ojos, manos, piernas, dientes, la mitad del cráneo. Pero cuando cerraba los ojos y los miraba sin el lente, se reían y saludaban a la cámara.
—León, la virgen —dijo Tabi señalando la estatua.
Apunté y disparé el flash a lo que ahora parecía una virgen pariendo. Las maderas, iluminadas, se veían como ensangrentadas. Del interior de la virgen salía uno de los niños de cabeza deforme, uno al que no había visto antes, y se disponía a caer en la boca de una gran serpiente.
Saqué fotos hasta que, de pronto, escuché unos disparos que aterraron a todos los que estaban ahí.
—Tabi, tenemos que irnos —dije preocupado.
Pero ella me tomó de la mano y me dijo que teníamos que quedarnos. Que los disparos venían de un campo alejado y que, aunque no lo pareciera, eso era algo común, solo que los congregados les temían a los militares. Pero yo no pude seguir fotografiando. El miedo hizo que mis piernas se vencieran y caí en el suelo. Desde ahí, vi a personas que corrían para alejarse del lugar, hasta que de repente no pude ver nada más.
Desperté en la casa de Tabi, en el sillón. En la mesa frente a mí estaba mi cámara. La agarré y pensé en las fotografías que había sacado. Sonreí por haber conseguido una obra superior a lo que cualquiera de esos snobs porteños podría hacer en su vida.
—Buenos días —dijo una señora con una escoba en la mano.
—Hola —dije levantándome del sillón—. ¿Tabi está por acá?
—La señora se fue a una reunión —dijo y sacó de su bolsillo un sobre—. Pero me pidió que le dijera que envíe las fotos a esta dirección. Adentro hay plata para pagar el revelado de las fotografías y algo extra por sus servicios.
—¿No hay chances de poder hablar con ella? —pregunté un poco molesto.
—La señora tuvo que ir a ver a sus familiares.
—Está bien —dije y salí de la casona.
Me subí al auto y me alejé de Colonia Camila por la misma ruta por la que había llegado. De pronto vi un cartel al que no le había prestado atención antes: era una flecha y decía «Capilla del Diablo, fundada en 1677 por Lorenzo Fausto».
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. La fecha debía de estar mal, o tal vez era un truco para atraer a los turistas. Seguí manejando. Poco me importaron luego Colonia Camila, Tabi o la capilla. Solo podía pensar en revelar las fotografías.
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