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Esta es la historia de un mozo, Ferreyro, que odia­ba a otro mozo, Ferreti. ¿Por qué lo odiaba? Porque Ferreti atendía la mejor zona del restaurante: la de las mesas del fondo.
Escribe

Jorge Asís

Relata

Hernán Casciari

Duración

5 min 9 seg
Casciari - 12 - 100 covers de cuentos clásicos - Mockup
100 covers de cuentos clásicos
¡Tremenda antología! El sr. Casciari versionó 100 cuentos clásicos en un libro y una playlist de audio al mismo tiempo. Hay historias clásicas y modernas; de plumas americanas, asiáticas y europeas; de amor, de suspenso o de miedo. Y siempre con un rasgo en común: se trata de relatos que trascienden el tiempo. En estos covers Casciari modifica el final o sintetiza la trama con un objetivo simple: que cada cuento pueda leerse (o escucharse) en menos de cinco minutos.
Es decir: el lugar al que van los tipos de trampa, los friolentos que no aguantan cuando se abre la puerta de calle, los que hacen despedidas de cualquier clase, en fin: los que quieren comer tran­quilos. Esa gente solía tener el bolsillo más dulce, y como los mozos del bar vivían de la comisión y las propinas (porque el dueño, un gallego, era muy mi­serable), la generosidad del cliente era vital.

Por todo esto Ferreti, que tendía el fondo, gana­ba muy bien mientras que Ferreyro (que no era mal mozo, pero tenía menos labia y no sonreía) apenas po­día cubrir sus gastos y secretamente amasaba un odio intenso, macizo: inevitable. No solo porque veía a su compañero desfilar con pucheros, mariscos y vinos ca­ros mientras que él no pasaba de un plato con ravioles, sino porque encima el tipo Ferreti era un novato.

Ferreyro, el mozo resentido, estaba en la cantina desde antes de que el dueño anterior muriera y las hijas la vendieran con Ferreyro adentro. Y recién después, con el nuevo dueño, llegó ese boludo alegre de Ferreti: un tipo más joven que además tenía un compinche: Santiago, el cocinero, que también estaba desde antes y que detestaba a Ferreyro. En la vieja cantina, don­de había trabajado Felipe, un hermano de Santiago, Ferreyro lo había alcahueteado ante el dueño porque cada tanto se robaba una botella de vino.

Acto seguido, despidieron al hermano pero no a Santiago, porque era el cocinero y eso no se reempla­za fácil. Es por eso que Santiago odiaba a Ferreyro y miraba con regocijo su fracaso ante Ferreti, que se la pasaba atendiendo clientes, festejándoles los chistes y diciendo «¡Ahí viene la dolorosa!» cuando traía la cuenta: Ferreti hacía reír a los de su mesa, incluso cuando tenían que pagar.

Hasta que un día, harto, Ferreyro (el odiador) lo encaró a Ferreti (el odiado), y le habló de la injusticia que sentía porque él tenía las mejores mesas. «No hay problema, viejito, repartimos», le dijo el otro, y así fue: los dos tuvieron algunas mesas adelante, y otras mesas atrás.

Y lógicamente, lo que pasó de inmediato es que las de Ferreti se llenaron y las de Ferreyro siguieron, como siempre, vacías.

Desde la ventanita que conectaba con la cocina, el cocinero Santiago miraba todo con la carcajada con­tenida. No imaginaba que días después, desesperado, Ferreyro se iba a acercar a pedirle ayuda.

«Bombeálo vos desde la cocina, viejo, metéle tuco podrido en los ravioles, escupile las ensaladas, meále la sopa, algo…», le dijo Ferreyro al cocinero.

Santiago no lo podía creer. «Pero no seas misera­ble», le dijo, «valés menos que una lechuga podrida». Pero Ferreyro usó un as en la manga con el cocinero. Le dijo que si echaban a Ferreti, volvía a trabajar su hermano al restaurante.

Y ahí la cosa cambió. Pero de un modo impensado.

Al día siguiente, Ferreyro llegó a las diez, como siempre. Ferreti cayó una hora tarde y, cuando el due­ño lo levantó en peso, Ferreti le dijo de todo: «¿Sa­bés qué, gallego? Me tenés podrido, en cualquier otra fonda estarían felices con un mozo como yo, así que me las tomo».

Y después de darles la mano a cada uno de sus compañeros, Ferreti, el odiado, renunció y se fue.

Callado, Ferreyro se guardó el odio y empezó a atender todas las mesas. A la noche llegó a trabajar Felipe, el hermano de Santiago, y a Ferreyro la vida le empezó a sonreír.

Con el paso de los días, Ferreyro se largó a contar chistes a los clientes, a gritar «¡Ahí viene la dolorosa!», a aplaudir los discursos de las despedidas y a elogiar las fotos familiares. Ferreyro, de repente, atendía las mejores mesas…

Ante la mirada de Felipe, que sentía la injusticia, Ferreyro se animó a soñar con lo que sueña todo mozo: dejar la bandeja y tener un restaurante propio.

En eso estaba, fantaseando feliz, cuando un flaqui­to de la mesa de la esquina se quejó porque los ra­violes estaban muy salados… y a la media hora otro cliente le devolvió una ensalada porque la lechuga estaba como escupida, y después una señora le dijo: «Oiga, mozo, la sopa tiene como un gusto a pis, ¿la puede probar?».

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